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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (19 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—¿Le importó?

—¿Por qué había de importarme?

—Era agente suyo. Hubiera podido disgustarle que conociera a otros organizadores.

—Control no es un operador; es el jefe del Departamento. Karl lo sabía y eso le picaba la vanidad.

—¿Estuvieron juntos los tres todo el tiempo?

—Sí. Bueno, no todo. Les dejé solos un cuarto de hora, aproximadamente. No más. Control lo quiso así, quería estar unos minutos a solas con Karl, Dios sabe por qué…, de modo que salí del piso con una excusa, no recuerdo qué. Ah, sí, ya sé; fingí que se nos había acabado el whisky. En realidad fui a ver a De Jong y le pedí una botella.

—¿Sabe qué pasó entre ellos mientras usted estaba fuera?

—¿Cómo podía saberlo? No estaba tan interesado, por otra parte.

—¿Se lo contó después Karl?

—No se lo pregunté. Karl era un tipo insolente en muchas cosas, siempre comportándose como si estuviera algo por encima de mí. No me gustaba el modo como andaba con risitas a propósito de Control. Bueno, tenía pleno derecho a las risitas; fue un número bastante ridículo. Lo echamos a risa juntos, en realidad. No venía a qué picarle la vanidad a Karl; la reunión no tenía otra finalidad que darle más ánimos.

—¿Estaba deprimido Karl entonces?

—No, muy al contrario. Ya estaba echado a perder: se le pagaba demasiado, se le quería demasiado, se confiaba en él demasiado. En parte fue culpa mía, en parte de Londres. Si no le hubiéramos mimado tanto, no habría hablado de su red a aquella maldita mujer.

—¿Elvira?

—Sí.

Caminaron un rato en silencio, hasta que Fiedler interrumpió su cavilación para indicar:

—Empieza usted a resultarme simpático. Pero hay algo que me desconcierta. Es extraño…, no me preocupaba antes de conocerle.

—¿Qué es?

—Por qué ha venido, simplemente. Por qué ha desertado.

Leamas iba a decir algo, cuando Fiedler se echó a reír.

—Me temo que no he sido muy delicado, ¿eh? —dijo.

Pasaron esa semana paseando por los cerros. Al atardecer volvían a la casa, tomaban una mala comida acompañada con una botella de vino blanco agrio, y luego se quedaban sentados interminablemente con su Steinläger delante del fuego. Lo del fuego parecía ser una idea de Fiedler, al principio no lo tenían, y luego, un día, Leamas le oyó que mandaba a un policía para que trajeran troncos. A Leamas, entonces, no le importaba el anochecer; después de todo el día al aire libre, con el fuego y el licor fuerte, hablaba sin que se lo sugirieran, charlando de modo disperso sobre su Servicio. Leamas suponía que tomaban nota. No le importaba.

A cada día que pasaba de ese modo, Leamas notaba una creciente tensión en su compañero. Una vez salieron en la «DKW»; estaba anocheciendo ya y se pararon junto a una cabina telefónica. Fiedler le dejó en el coche con las llaves para hacer una larga llamada. Cuando volvió, Leamas dijo:

—¿Por qué no llamó desde la casa?

Pero Fiedler se limitó a mover la cabeza.

—Hemos de tener cuidado —contestó—; y usted también debe tener cuidado.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—El dinero que metió en el Banco de Copenhague… Escribimos, ¿se acuerda?

—Claro que me acuerdo.

Fiedler no quiso decir nada más, sino que siguió avanzando hacia los cerros. Allí se detuvieron. Al pie de las elevaciones, medio cubiertas por el entramado fantasmal de los altos pinos, quedaba el punto de unión de dos grandes valles. Las abruptas colinas con árboles, a ambos lados, difuminaban poco a poco sus colores en la oscuridad que se espesaba, hasta parecer grises y sin vida en la penumbra.

—Pase lo que pase —dijo Fiedler—, no se preocupe. Todo saldrá bien, ¿entiende? —su voz era enfática, y su delgada mano se apoyó en el brazo de Leamas—. Es posible que tenga que cuidarse de sí mismo un poco, pero no durará mucho, ¿entiende? —volvió a preguntar.

—No. Y puesto que no me lo dice, tendré que esperar a ver qué pasa. No se preocupe demasiado por mi pellejo, Fiedler.

Apartó el brazo, pero la mano de Fiedler seguía sujetándole. A Leamas le molestaba que le tocaran.

—¿Conoce a Mundt? —preguntó Fiedler—. ¿Sabe algo de él?

—Hemos hablado de Mundt.

—Sí —repitió Fiedler—, hemos hablado de él… Empieza por disparar y luego hace las preguntas. El principio del «deterrente». Es un extraño sistema en una profesión en la que se entiende que las preguntas son siempre más importantes que los disparos. —Leamas sabía lo que Fiedler quería decirle—. Es un extraño sistema, a no ser que uno tenga miedo a las respuestas —continuó Fiedler en voz muy baja.

Leamas aguardó. Un momento después, Fiedler dijo:

—Nunca ha hecho hasta ahora un interrogatorio. Siempre me lo ha dejado a mí. Solía decirme: «Interrógales tú, Jens, nadie sabe hacerlo como tú. Yo les cazo y tú les haces cantar.» Decía que la gente que se dedica al contraespionaje son como los pintores: necesitan a alguien con un martillo, detrás de ellos, para golpearles cuando han interrumpido su trabajo: si no, se olvidan de lo que tratan de conseguir. «Yo seré tu martillo», solía decirme. Era una broma entre nosotros, al principio; luego se convirtió en una cosa seria; cuando empezó a matarles, a matarles antes que cantaran, como decía usted: uno por aquí, otro por allá, a tiros o a traición, yo le pregunté, le pedí: «¿Por qué no detenerles? ¿Por qué no me dejas que los tenga yo un mes o dos? ¿De qué te sirven cuando están muertos?» No hacía más que mover la cabeza, y decir que hay una ley según la cual se tienen que cortar los cardos antes de que florezcan. Yo tenía la sensación de que había preparado la respuesta antes de que le preguntara. Es un buen organizador, muy bueno. Ha hecho milagros con la Abteilung; ya lo sabe. Tiene teorías sobre ello; he hablado con él hasta altas horas de la noche. Bebe café, nada más; sólo café, todo el tiempo. Dice que los alemanes son demasiado introspectivos para hacer buenos espías de ellos, y todo eso sale en contraespionaje. Dice que la gente del contraespionaje son como lobos que roen huesos resecos: hay que quitarles los huesos y hacerles encontrar nuevas presas. Yo veo todo eso, ya sé qué quiere decir. Pero ha ido demasiado lejos. ¿Por qué mató a Riemeck? ¿Por qué le alejó de mí? Riemeck era carne fresca, ni siquiera habíamos arrancado la carne del hueso, ya ve. Entonces, ¿por qué le alejó? ¿Por qué, Leamas, por qué?

La mano en el brazo de Leamas apretaba fuerte en la oscuridad absoluta del coche, Leamas se daba cuenta de la aterradora intensidad de la emoción de Fiedler.

—Lo he pensado día y noche. Desde que mataron a tiros a Riemeck, me he preguntado el motivo. Al principio parecía fantástico. Me dije a mí mismo que tenía celos, que el trabajo se me subía a la cabeza, que veía traiciones detrás de cada árbol; nos ponemos así la gente de nuestro mundo. Pero no podía contenerme, Leamas, tenía que averiguarlo… Ha habido otras cosas antes. Él tenía miedo…, ¡tenía miedo de que cazáramos a alguien que hablara demasiado!

—¿Qué dice usted? No está en su juicio —dijo Leamas, y en su voz había señales de miedo.

—Todo concuerda, ya ve. Mundt escapó muy fácilmente de Inglaterra; usted mismo me lo ha dicho. ¿Y qué le dijo Guillam a usted? ¡Dijo que no querían cazarle! ¿Por qué no? Yo le diré por qué… Era el hombre de ellos; le habían lanzado, le habían detenido, ¿no lo ve?, y ése era el precio de su libertad… Ése, y el dinero que le pagaron.

—¡Le digo que no está en su juicio! —siseó Leamas—. Le matará a usted si piensa alguna vez que se le ocurren esas cosas. Es pan comido, Fiedler. Cierre el pico y póngase en camino hacia casa.

Por fin se aflojó el acalorado apretón en el brazo de Leamas.

—Ahí es donde se equivoca. Usted ha proporcionado la respuesta, usted mismo, Leamas. Por eso nos necesitamos el uno al otro.

—¡No es verdad! —gritó Leamas—. Se lo he dicho muchas veces: no podrían haberlo hecho. Cambridge Circus no podría haberle puesto en movimiento contra la Zona sin que yo lo supiera. No había posibilidad administrativa; usted pretende decirme que Control dirigía personalmente al subjefe de la Abteilung sin que lo supiera el puesto de Berlín. ¡Está loco, Fiedler, está fuera de su juicio! —De pronto se echó a reír suavemente—. Quizá quiere su puesto, pobre hijo de perra; no sería cosa rara, ya sabe. Pero este asunto ha resultado muy estrepitoso.

—Ese dinero —dijo Fiedler— de Copenhague. El Banco ha contestado a su carta. El director está muy preocupado por si ha habido algún error. El dinero fue retirado por el otro titular de la cuenta indistinta exactamente una semana después de que usted lo ingresara. La fecha de cobro coincide con una visita de dos días que hizo Mundt a Dinamarca en febrero. Fue allí, con un nombre falso, a encontrarse con un agente americano que tenemos, que asistía a una conferencia mundial de científicos. —Fiedler vaciló, y luego dijo—: Supongo que debería usted escribir al Banco y decirles que todo está en regla, ¿no?

XV. Venga al baile

Liz miró la carta del Centro del Partido y se preguntó de qué se trataba. La encontraba un poco desconcertante. Tenía que admitir que le halagaba, pero ¿por qué no la habían consultado antes? ¿Había presentado su nombre el Comité de Distrito, o era elección del propio Centro? Pero nadie del Centro la conocía, que ella supiera. Desde luego, había conocido a algún que otro orador, y en el Congreso del Distrito había estrechado la mano del organizador del Partido. Acaso aquel hombre de Relaciones Culturales se había acordado de ella: aquel hombre rubio y afeminado, tan lisonjero. Ashe, se llamaba. Se había interesado un poco por ella, y Liz suponía que él habría presentado su nombre, o se habría acordado de ella al ofrecerse la beca. Un tipo raro sí que era: la llevó al «Black and White» a tomar café y le preguntó si tenía novio. No se había puesto en plan amoroso ni nada —la verdad es que ella había pensado que era un poco mariquita—, pero le había hecho muchas preguntas sobre sí misma. ¿Cuánto tiempo llevaba en el Partido? ¿No sentía nostalgia de vivir lejos de sus padres? ¿Tenía muchos adoradores, o había alguno especial de su devoción? Ella no le hizo mucho caso, pero él siguió hablando muy bien: el Estado trabajador, en la República Democrática Alemana, el concepto de poeta trabajador, y todo ese asunto. Desde luego, lo sabía todo sobre la Europa Oriental, debía de haber viajado mucho. Ella supuso que era un maestro de escuela: tenía ese aire didáctico y elocuente. Hicieron después una colecta para el Fondo de Lucha, y Ashe echó una libra: ella se quedó absolutamente pasmada. Eso era, ahora estaba segura: era Ashe quien se había acordado de ella. Le habría hablado a alguien en el Distrito de Londres, y el Distrito se lo había dicho al Centro, o algo así. Sin embargo, no dejaba de parecerle una manera curiosa de abordar las cosas. Pero, además, el Partido siempre se andaba con secretos: eso entraba en ser un partido revolucionario, según suponía ella. El secreto no le atraía mucho a Liz, lo consideraba poco honrado. Pero suponía que era necesario, y vaya usted a saber; había muchos a quienes les encantaba. Volvió a leer la carta. Estaba escrita en el papel con membrete del Centro, con el emblema rojo en lo alto, y empezaba: «Camarada.» A Liz le pareció muy militar, y no le gustó: nunca se acostumbraría a lo de «camarada».

«Camarada:

»Recientemente hemos tenido discusiones con nuestros camaradas del Partido Socialista Unificado de la República Democrática Alemana sobre la posibilidad de efectuar intercambios entre miembros del partido de aquí y nuestros camaradas de la Alemania democrática. La idea es crear una base de intercambio al nivel de los simples militantes entre nuestros partidos. El Partido Socialista Unificado se da cuenta de que las presentes medidas discriminatorias del Home Office británico imposibilitan que sus delegados puedan ir al Reino Unido en un futuro inmediato, pero entienden que por ello mismo es más importante un Intercambio de experiencias, y nos han invitado generosamente a seleccionar cinco secretarios de Sección con buena experiencia y buen expediente de estímulo de acción masiva a nivel de la calle. Cada camarada seleccionado pasará tres semanas asistiendo a discusiones de Sección, estudiando el progreso de la industria y la seguridad social, y observando de primera mano la evidencia de la provocación fascista por parte de Occidente. Es una gran oportunidad dada a nuestros camaradas para beneficiarse de la experiencia de un joven sistema socialista.

»Por consiguiente, hemos solicitado al Distrito que presentara los nombres de jóvenes militantes de cuadro de vuestras zonas que pudieran obtener mayor beneficio del viaje, y tu nombre ha sido presentado. Deseamos que vayas si te es posible, realizando la segunda parte del proyecto, que es establecer contacto con una sección del Partido en la República Democrática Alemana cuyos miembros tengan semejante ambiente industrial y el mismo tipo de problemas que vosotros. La Sección Sur de Bayswater ha sido puesta en paralelo con Neuenhagen, un suburbio de Leipzig. Freda Lüman, secretaria de la Sección de Neuenhagen, prepara una gran bienvenida. Estamos seguros de que eres la camarada más adecuada para ese trabajo, y que tendrás un éxito espléndido. Todos los gastos serán pagados por la Oficina Cultural de la República Democrática Alemana.

»Estamos seguros de que comprendes qué gran honor es éste, y confiamos en que no permitirás que ninguna consideración personal te impida aceptar. Las visitas deben tener lugar a fines del mes que viene, hacia el 23, pero los camaradas seleccionados viajarán por separado, ya que sus invitaciones no son convergentes. Te rogamos nos hagas saber cuanto antes si puedes aceptar, y te haremos saber nuevos detalles.

Cuanto más la leía, más raro le parecía. Tan poco tiempo para ponerse en marcha: ¿cómo sabían que se podía marchar de la Biblioteca? Entonces, para su sorpresa, recordó que Ashe le había preguntado qué hacía en sus vacaciones, y si avisaba con mucha antelación para pedir tiempo libre. ¿Por qué no le habían dicho quiénes eran los demás seleccionados? Acaso no habría ninguna razón especial para que se lo dijeran, pero, sin saber por qué, parecía raro que no se lo hubiesen dicho.

Además, era una carta muy larga. Estaban tan escasos de personal de secretaría en el Centro que solían hacer que las cartas fueran muy cortas, o pedían a los camaradas que llamaran por teléfono. Ésta era tan eficiente y estaba tan bien mecanografiada que no podían haberla escrito en el Centro, en absoluto. Pero sí que estaba firmada por el organizador cultural: era su firma, de veras, no había duda. La había visto montones de veces al pie de avisos ciclostilados. Y la carta tenía ese estilo torpe, semiburocrático, semimesiánico, a que se había acostumbrado sin gustarle nada. Era una estupidez decir que ella tenía un buen expediente de acción masiva a nivel de la calle. No lo tenía. En realidad, detestaba ese aspecto de la labor del Partido: los altavoces a las puertas de la fábrica, vender el
Daily Worker
en la esquina, ir de puerta en puerta en las elecciones locales. El trabajo de la Paz no le importaba tanto: significaba algo para ella, tenía sentido. Se podía mirar a los niños de la calle al pasar, a las madres que empujaban sus cochecitos, y a los viejos parados en las puertas, y se podía decir: «Lo hago por ellos.» Eso era de veras luchar por la paz.

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