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Authors: Col Buchanan

El Extraño (38 page)

BOOK: El Extraño
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Se guardó los jirones de la túnica en un bolsillo, se encaramó al alféizar y se dio la vuelta para quedarse de espaldas a la lluvia. Mantenía un equilibrio preciso, como un funámbulo. Aun así le rondaba la amenaza de una caída al vacío.

Extrajo una tira de tela y la hizo un ovillo, la sumergió en el tarro y fijó la bola empapada en el muro de la fachada, junto al marco de la ventana, donde quedó adherida. Repitió la operación con otras tiras y en total pegó a la fachada seis bolas de tela, todas al alcance de su mano. Cuando terminó con la sexta, la primera bola, situada a menor altura, ya se había secado y se había convertido en un sólido punto de apoyo.

Ché se quitó las botas, las ligó por los cordones y se las echó sobre la nuca. Alargó vacilante una pierna hacia el jirón endurecido y comprobó su resistencia apoyando un pie descalzo. Se mantenía firme.

«Madre del Mundo, protege a los locos», musitó, y apoyó todo el peso de su cuerpo en el escalón de tela. No se atrevió a mirar abajo. Con el gesto torcido, emprendió la escalada.

Pese a su relativa juventud, Ché era un experto en escalada. Había descubierto que poseía una aptitud innata para ella, no sin cierta sorpresa, puesto que nunca había recibido ningún tipo de adiestramiento en la materia.

Eso iba rumiando mientras trepaba por el muro vertical de la torre, bajo la lluvia helada y a varias decenas de metros del suelo. Le temblaban los dedos del esfuerzo y le escocían los ojos por el agua. En su vida nunca le habían concedido la oportunidad de elegir.

Por ejemplo: sus años de infancia.

Ché había sido afortunado en su concepción. Había nacido en el seno de una familia adinerada —el clan de mercaderes Dolcci-Fedda— con almacenes repartidos por los puertos de media costa septentrional. A los trece años llevaba una vida feliz en una próspera zona residencial de las afueras orientales de la ciudad. — Como cualquier chico de su edad, había sido un crío de risa fácil y aventurero, a veces incluso temerario en exceso. Sin embargo, su vida había dado un vuelco dramático cuando se había metido en problemas que él mismo se había buscado, y de la peor naturaleza, ya que estaba involucrada la hija de una familia de mercaderes rival de su familia. En resumen, Ché había dejado en cinta a su tesoro más preciado.

Una tarde bochornosa, con negros nubarrones cerniéndose sobre la ciudad, Ché se había visto forzado a presenciar un duelo con aceros entre su padre y el padre de la muchacha, como era costumbre solventar las disputas de honor en Q'os. Aunque ambos salieron heridos del enfrentamiento, sobrevivieron, y sin un muerto el asunto no se zanjaba. Unos días después, una bala de cañón atravesó la pared exterior del dormitorio de Ché. Afortunadamente, él no se encontraba en la habitación en el momento que ocurrió.

El disparo se había realizado con una pieza de artillería instalada de manera furtiva en la azotea de una casa vecina, cuyos ocupantes se habían marchado de veraneo a los viñedos de Exanse. La primera reacción del padre de Ché había sido colérica, pero según se asentaba el polvo por toda la casa su ira fue amainando y cediendo su lugar a la intranquilidad.

Incluso en el ámbito militar la pólvora era el mayor de los lujos y, sin embargo, eso no había bastado para disuadir a sus enemigos. Como tampoco los había amedrentado el sello que Ché llevaba colgado desde que tenía diez años y cuya amenaza inapelable de
vendetta
servía para protegerlo. Ahora quedaba claro que sus enemigos no pararían hasta que se resolviera la disputa.

Ché era hijo único y llegaría un día en el que tomaría las riendas del imperio comercial de la familia. Rápidamente le comunicaron que debía marcharse por su propia seguridad. A su padre no se le ocurría otra manera de mantenerlo a salvo.

A la mañana siguiente, Ché fue conducido clandestinamente, en un carruaje encubierto, hasta la agente local de la orden Roshun. Una vez a salvo en el interior del edificio, con las puertas cerradas con llave, las ventanas con las contraventanas aseguradas ¡y la luz de las lámparas atenuada, su padre ofreció a la agente una pequeña fortuna en oro con el fin de persuadirla para que se llevaran a Ché y lo aceptaran como aprendiz de roshun. En un principio, la mujer se mostró reticente, pero el padre de Ché le suplicó y le rogó, diciéndole que la vida del muchacho estaba en sus manos.

Ché permaneció una semana escondido en el sótano de la agente hasta que finalmente partió. Alguien llegó para recogerlo, un roshun de mediana edad con las mejillas afiladas y unos feroces ojos de color violeta que lo delataban como oriundo de Alto Pash. El hombre gruñó su nombre, Shebec, y poco más habló en días sucesivos. Sin ninguna oportunidad de despedirse de su familia, Ché fue embarcado en secreto en una nave que zarpó en cuanto él subió a bordo. En poco más de una semana se hallaba en Cheem, y desde allí emprendió un viaje extraño y aterrador por el interior montañoso de la isla.

De esa manera, el niñito mimado Ché pasó el resto de su adolescencia formándose para convertirse en un asesino implacable capaz de matar con los medios que tuviera a mano en cada ocasión. Dejó de contar el tiempo por semanas y empezó a hacerlo por meses y después por años, hasta que un día cayó en la cuenta de que no echaba de menos a su familia ni la vida de lujos que había dejado atrás.

Ché siempre había tenido facilidad para absorber las enseñanzas, de modo que progresó a pasos agigantados como aprendiz de asesino. También hizo amigos enseguida y puso mucho cuidado en no granjearse enemigos. A pesar de todo, era un joven incómodo consigo mismo.

Por las noches, acostado en su camastro en el dormitorio que alojaba a todos los aprendices, Ché soñaba los sueños de otra persona.

Soñaba haber vivido una vida completamente distinta, una vida en la que los que creía su madre y su padre no eran sus verdaderos progenitores ni su hogar su hogar real. Aquellos sueños eran tan vividos, tan verosímiles y detallados, que por la mañana se despertaba como si fuera un extraño dentro de su propio cuerpo y pugnaba por discernir lo real de lo inventado. En ocasiones, Ché tenía la sensación —que no confesaba a nadie— de que estaba perdiendo la cabeza.

Según pasaron los años hizo todo lo que pudo para no desmoronarse y mantuvo esos sueños de una existencia alternativa en secreto.

Al cabo, el muchacho dio paso al hombre. Se convirtió en un roshun.

Hasta entonces el día había transcurrido como otro cualquiera, salvo que era la víspera de su vigésimo primer cumpleaños, lo que realmente no significaba nada para él. Su maestro Shebec se había hecho un lío con las fechas, como siempre, y había concluido que su cumpleaños era ese día, así que, con cierto alboroto, había preparado un pastel de miel relleno de nueces. Luego se habían sentado juntos y habían bebido un poco de vino. Ché no tuvo el valor de corregir la equivocación en la que había incurrido su maestro. Cuando se retiró a su dormitorio, lo embargaba una creciente e indefinible sensación de desasosiego.

Esa noche, por primera vez desde su llegada al monasterio, Ché no soñó nada. Durmió profundamente, sin balbucear en la oscuridad, y cuando despertó la mañana de su verdadero cumpleaños, descubrió con sorpresa que ya no era él.

De repente, como si estuviera asomado a una ventana contemplando un paisaje que siempre hubiera estado allí pero que nunca había reconocido, supo la verdad de su vida, y en la intimidad de su pequeña y ordenada celda, con la primera luz del día colándose por los resquicios de las contraventanas, Ché empezó a temblar, las risas y el llanto amargos se confundían, provocados por una mezcla de alivio, desesperación y el recuerdo de todo lo que había perdido.

No se despidió de su maestro. Reprimió el impulso de buscar a Shebec y ofrecerle una mínima despedida, por sutil que fuera, una sonrisa quizá. Temía que él advirtiera sus intenciones. Cruzó las puertas del monasterio mientras el resto de la orden poco a poco despertaba a un nuevo día, dejando atrás todas sus pertenencias a excepción de una mochila de viaje cargada con alimentos secos.

No descendió  hasta el fondo del valle, sino que enfiló a través de él en dirección a una montaña escarpada y de laderas grises que los roshuns llamaban el Anciano, y que se erguía sobre la falda escabrosa de un valle atravesado por un torrente de aguas rápidas. A la luz tenue del amanecer, Ché inició el ascenso de las pronunciadas pendientes de esquisto del Anciano. Sabía dónde se escondía el punto de observación del centinela roshun que vigilaba el camino, y se aseguró de seguir un sendero que pasaba por detrás de él. Cuando llegó a la cima, volvió la vista atrás hacia el monasterio de Sato, con el corazón hecho un lío.

Luego emprendió el descenso por la otra vertiente.

Tendría que atravesar muchos pasos montañosos en los días venideros. Siguió el rastro de las cabras monteses, abriéndose paso por senderos que se extendían por el filo de barrancos escarpados y profundos. En todo momento, Ché buscaba rutas que lo condujeran gradualmente hacia abajo y caminaba serpenteando por las montañas con la resolución del agua que busca su camino hasta el mar, y con su paso inquebrantable fue alejándose del corazón de la cordillera que se levantaba a su espalda.

Por fin dejó atrás las estribaciones y alcanzó la costa, hambriento y con la ropa hecha jirones, cuando se cumplían doce días desde que había partido de Sato. Compró comida a los colonos que se cruzaba esporádicamente y una mula en la primera ciudad portuaria a la que llegó, sobre cuyo lomo acometió el viaje por la carretera de la costa hasta Puerto Cheem.

Desde allí se embarcó en un raudo balandro que iba directo a Q'os.

Ya no regresó jamás.

Ahora, a una altura de muchos pisos, tres años después, Ché estaba colgado de la fachada de la torre a un dedo de una ventana abierta. Si por casualidad hubiera echado un vistazo abajo en ese preciso momento, habría visto una serie menguante de jirones solidificados que descendían en espiral por la superficie curvilínea de la fachada de la torre, pues no sólo había trepado en vertical sino también alrededor del edificio, fijando nuevos asideros y puntos de apoyo sobre la marcha. Sin embargo, Ché no bajó la vista.

Los sonidos del juego amatorio se precipitaban por el alféizar de la ventana abierta; eran ruiditos ahogados e imprudentes, y Ché aguardó sin pensar en nada a que acabaran. La espera no rué larga.

Un vistazo audaz al interior de la cámara le permitió ver un trasero masculino, rechoncho, pálido y poroso antes de que lo | cubrieran apresuradamente con una túnica.

—Tenéis mi gratitud —musitó el obeso sacerdote, dirigiéndose a la mujer que yacía desnuda y despatarrada en el lecho desbaratado, antes de marcharse apresuradamente sin volver la vista atrás.

Ché no consiguió ver el rostro de la mujer, pero había algo en ella que inconscientemente lo estremeció y lo puso en alerta. Esperó fuera del alcance de su vista y oyó el roce de la seda cuando la mujer también se puso encima algo de ropa.

Ché afirmó el alambre para agarrotar entre los dientes y, venciendo la oposición de su cuerpo, saltó dentro.

Ya estaba en el interior de la habitación, tensando el alambre que asía en las manos, cuando la mujer se dio la vuelta y se llevó una mano a la boca, como para sofocar un grito.

Ché exhaló un suspiro, se dejó caer de espaldas contra el alféizar y lanzó el alambre sobre su regazo. La mujer bajó la mano.

—¿Es que no puedes usar la puerta como todo el mundo? —inquirió la mujer, haciendo un mohín.

—Hola, madre.

La mujer se puso a arreglar la habitación. Retiró la sábana de la cama y pulverizó en el aire una nube de un perfume empalagoso que olía a loto salvaje y raspaba la garganta. Por fin se interrumpió y se volvió de nuevo a él, con un gesto ceñudo que estropeaba sus hermosas facciones.

—¿Has venido a matarme? —inquirió, haciendo un gesto hacia el alambre para agarrotar.

—Claro que no —rezongó Ché—. Tenía instrucciones de simular un asalto y regresar al templo inmediatamente.

—De modo que estás aquí de prácticas. ¡Pero bueno! ¿Qué les habrá dado a ésos para enviarte detrás de tu propia madre?

Ché mantuvo una apariencia de calma, como siempre, si bien en su interior empezaba a bullir una ira silenciosa.

—No lo sé —respondió—. ¿Tú no ocupas normalmente la planta encima de ésta?

—¡Ah! —dijo en apenas un susurro, como comprendiendo de repente la verdad de la afirmación—. Sí, claro. Me han trasladado aquí esta misma mañana.

Su madre se acercó y Ché advirtió el olor residual a almizcle. Le sonrió, casi de una manera seductora: la única sonrisa que parecía conocer.

—Me pregunto —musitó— qué habrías hecho si te hubieran ordenado que estrangularas a tu madre.

Ché frunció el ceño y escondió el alambre entre los pliegues de su túnica, sin atreverse a mirarla a los ojos.

—Y yo me pregunto si habrías disfrutado tanto haciendo el amor sabiendo que tu único hijo estaba colgado de la ventana.

La mujer desvió la mirada al oír la observación de Ché, ciñéndose la túnica vaporosa al cuerpo.

—En ese caso no deberías provocarme —añadió Ché, dirigiéndose a la espalda rígida de su madre.

Ella cruzó la habitación hasta una mesa, vertió el agua de una jarra en un vaso de cristal, en cuya superficie quedaron flotando varias tiritas de peladura de naranja.

Su madre —aunque a Ché todavía le costaba utilizar ese término para referirse a ella— seguía siendo una mujer bella a pesar de la edad. Calculó que debía de tener cuarenta y un años, pese a que solía mentir sobre ese punto. Sin embargo, no tenía nada que ver con la mujer que aparecía como su madre en sus recuerdos de infancia, cuando vivían en el complejo residencial más exclusivo de Q'os, despreocupados del resto del mundo.

De hecho, esa madre de su infancia nunca había existido. Ni había tenido esa vida.

Lo que Ché había descubierto de repente, en el monasterio, la mañana de su vigésimo primer cumpleaños era lo siguiente: todos y cada uno de los recuerdos que conservaba de su vida anterior al exilio en Cheem eran falsos, habían sido implantados en su mente con la intención de que el joven Ché los tomara por reales.

Al despertarse aquella mañana, Ché lo había visto con total nitidez; también que su mente había sido programada de alguna manera para que le revelara la verdad en su vigésimo primer cumpleaños. Como una marea imparable sus auténticos recuerdos habían sepultado los anteriores cimientos de su vida y los había arrastrado como a unos restos flotantes inservibles. Ché había descubierto repentinamente que no era el descendiente de una acaudalada familia de mercaderes, sino un hijo bastardo de padre desconocido y cuya verdadera madre era una devota de Sentiate, tina de las innumerables sectas del amor que proliferaban al abrigo de la orden manniana y en cuyo seno Ché había sido criado para convertirse en un acólito; era un sacerdote en ciernes.

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