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Authors: Col Buchanan

El Extraño (42 page)

BOOK: El Extraño
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El recepcionista lo cerró de sopetón para salvarlo de males mayores y dio por concluida la transacción con una sonora aspiración de la nariz; retomó la lectura de su periódico y Ash y Nico enfilaron por la escalera cargados con sus mochilas. En cuanto le dieron la espalda, el recepcionista los observó con el rabillo del ojo.

Dar con una habitación vacía consistía en encontrar una puerta cualquiera de cuya cerradura sobresaliera una llave. Se toparon con una en la cuarta planta, tal como les había dicho el recepcionista. Nico, que marchaba delante, apretó los dedos alrededor de la llave e intentó girarla, pero la llave no se movió.

—Aparta —dijo Ash.

De hecho, la cerradura no estaba fijada a la puerta, sino a una sólida caja metálica sujeta a su vez al marco de la puerta. Antes de poder girar la llave, Ash tuvo que introducir una moneda por una ranura en la caja metálica, una maravilla de plata nada menos, puesto que las monedas de cuarto, más pequeñas, salían devueltas por la parte inferior del artefacto.

Nico escuchó cómo se perdía el sonido metálico de la pesada moneda de una maravilla en el interior de la caja, traqueteando como si hubiera emprendido un descenso por la pared. Entonces se oyó un clic y la llave giró impelida por la mano de Ash. El roshun extrajo la llave de la cerradura y abrió la puerta de un empujón.

Llamar habitación a aquello era una ironía, ya que apenas tenía la longitud justa de una persona tumbada; disponía de dos camas plegables que bajaban de la pared, una encima de la otra, y que en ese momento estaban cerradas. Ash introdujo otra moneda en una ranura que había en la bisagra de una de las camas y tiró de ella para desplegarla. Se sentó en ella, con la mochila en el regazo, a punto de desfallecer, y suspiró como el anciano que era.

Nico cerró la puerta y, con un par de zancadas, cruzó la habitación hasta la diminuta ventana y dejó la mochila apoyada contra la pared de yeso mugrienta bajo el alféizar. La habitación olía a grindelia, a sudor rancio y humedad, y necesitaba urgentemente que la ventilaran. Intentó abrir los postigos, pero éstos se negaron a moverse.

—Nico —dijo Ash, ofreciéndole con el gesto apenado un cuarto de maravilla.

Nico reparó en la ranura para monedas en el marco de la ventana. Incrédulo, introdujo la moneda y oyó el clic en el interior del mecanismo mientras la moneda descendía por sus entrañas. Cuando por fin abrió los postigos, sus ojos se toparon con un muro de ladrillo cubierto de hollín y excrementos de ave que se levantaba al otro lado de un callejón de poco más de dos metros de anchura.

Buena parte de las ventanas de la pared opuesta estaban abiertas y por ellas se veía a gente sentada de espaldas, rostros pálidos asomados, atisbos fugaces de movimiento, una discusión. .. El tufo del aire que impregnaba el callejón era peor que el del interior del cuartucho. El jaleo de la ciudad se colaba por la ventana y Nico se inclinó para examinar el callejón que se extendía varios metros por debajo, lleno de basura y charcos. Cuando se volvió a la izquierda, descubrió una larga serie de callejones similares que desembocaba directamente en la bahía del Primer Puerto.

Devolvió la mirada a las ventanas del edificio vecino mientras a su espalda su maestro sacaba sus cosas de la mochila. A través de la ventana que tenía justo enfrente vio a un hombre sentado en un taburete que construía algo con un montón de cerillas.

Nico se dio la vuelta y se apoyó en el alféizar. Se dio cuenta de que la débil luz que entraba de la calle únicamente servía para hacer más evidente el estado vergonzoso de la habitación.

—¿Cuándo nos reuniremos con Baracha y Aléas?

—Mañana —respondió Ash, depositando cuidadosamente su cepillo de dientes en su envoltorio y su pastilla de jabón junto al lavabo—. Aunque antes debemos encontrarnos con nuestro agente para asegurarnos de que han llegado sanos y salvos.

—Podemos ir ahora.

—No. Será mejor esperar a que anochezca.

«Genial», dijo Nico para sus adentros. No le seducía la idea de pasarse toda la tarde sentado sin hacer nada en aquel cuartucho.

—Usted ya había estado en Q'os. Podría enseñarme algunos lugares de interés.

—Ten —repuso Ash, alargando la mano con uno de los libros diminutos que llevaba en su mochila—. Puedes matar el tiempo leyendo. Está escrito en lengua franca. Yo me echaré una siesta.

Nico se quedó mirando el libro que le ofrecía su maestro, pero no lo cogió. Poesía, supuso. Ash siempre estaba leyendo poesía.

—Para serle sincero, preferiría pasarme el día arrancándome las uñas.

Ash enarcó una ceja y dejó el libro en la cama. Durante el viaje había mostrado la misma reacción neutra cada vez que Nico declinaba su invitación a leer. Aunque esta vez añadió:

—No sabes leer, ¿verdad, muchacho?

Nico se puso rígido.

—Claro que sé leer. Es sólo que no quiero hacerlo.

—No. Quizá puedas leer alguna palabra suelta, pero no creo que tus conocimientos vayan más allá.

Nico agarró el libro de la cama.

—¿Quiere que lea algo? Escuche, aquí dice... —Examinó con los párpados entornados las palabras de la portada—. La... llamada... de... Heron —leyó, y abrió el libro para proseguir por la página de hermosos caracteres negros—. Una... anto... logía de las... medi... ta... ciones de... de...

Las palabras empezaron a mezclarse delante de sus ojos, como siempre le sucedía. Las letras se emborronaron y Nico entrecerró un poco más los ojos tratando de ver con mayor nitidez. Pero no funcionó. Furioso, tiró el libro a la cama.

—No es que nunca lo haya intentado —confesó—. Las palabras se confunden y empiezan a bailar por la página delante de mis ojos. Al menos en las representaciones teatrales puedo seguir la trama. En los libros no.

—Entiendo —repuso Ash—. Yo tengo el mismo problema.

—¡Pero usted siempre está leyendo!

—Ahora sí. Pero cuando era un muchacho sufrí una serie de contratiempos que me hicieron temer las palabras. Algunos nacemos así, Nico. Eso no debe impedirnos leer. Sólo nos añade una dificultad. Tienes que practicar y leer a tu ritmo. Ven, siéntate conmigo, te enseñaré.

Nico lo habría evitado de haber podido. Sin embargo, notaba la presión del alféizar en la espalda que le recordaba que no tenía adonde huir. Ash se sentó en la cama y apoyó el libro sobre el regazo. Advirtió la renuencia de Nico.

—Confía en mí, Nico. Saber leer resulta muy valioso en esta vida.

—Pero usted sólo tiene libros de poesía, y la poesía me aburre.

—Tonterías. La poesía es la vida que vivimos, el aire que respiramos. —Ash abrió el libro al azar. Se tomó unos momentos para examinar las páginas, se lamió el dedo pulgar y pasó la hoja—. Escucha: Este es un poema en el estilo habitual de Honshu. Es de Issea y refiere una noche que se encuentra sentada en soledad.

Leyó con suavidad:

Estanque de la montaña

que te bebes la luna,

que me bebes a mí.

Se volvió a Nico.

—¿Sientes la soledad que trasmite?

—Quizá debería leerlo otra vez. Es muy corto y no me había enterado de que ya había empezado a leer.

Sin embargo, los versos habían conseguido llevarlo a sentarse junto a Ash y a que bajara la mirada hacia las palabras impresas.

Ash depositó el libro en el regazo de Nico.

—Intenta leerlo tú, a tu ritmo.

Nico leyó una a una las palabras con suma concentración, articulando con la boca. En cuanto empezaron a moverse y a mezclarse se obligó a calmarse. Cuando quería, podía leer; lo que odiaba era el esfuerzo agotador que le exigía y la frustración por su ineptitud. No obstante, con estos poemas breves resultaba más fácil; además el lenguaje era sencillo y había amplios márgenes blancos alrededor de las composiciones. Iba hojeando el volumen y eligiendo los poemas según aparecían ante sus ojos. De un modo inconsciente empezó a recitar uno en voz alta:

En la entrada,

el espacio

de un pájaro sobresaltado.

—¿Ves?—dijo Ash—, Lees muy bien. Es duro, pero no imposible.

—Estos poemas... o te llegan al instante o ya no lo hacen.

Ash asintió.

—Ten, quédatelo. Considéralo una parte de mis enseñanzas.

—Gracias. Nunca había tenido un libro. —Lo contempló detenidamente y paseó los dedos por la cubierta de piel. Se puso en pie, con el libro en la mano y preguntó—: Ahora, por favor, por lo que más quiera, ¿no podemos salir a la calle y hacer algo?

Capítulo 21

Una ciudad paradisíaca

Eran las tres de la tarde según el reloj instalado en la fachada rosada del templo manniano del barrio. Nico y Ash comieron en un restaurante de una calle lateral, sentados sobre unos taburetes altos junto a un hueco en la pared adonde se acercaba la clientela para hacer su pedido y a través del cual se veía a los cocineros, sudorosos y atrafagados en su diminuta cocina inundada de humo. El aprendiz y su maestro comían en silencio, entregados con entusiasmo a sus
noodles
con salsa picante y contemplando a los viandantes que pasaban a toda prisa ante ellos bajo la llovizna que descargaba un cielo bajo; las esquinas del toldo de lona que se extendía sobre sus cabezas chorreaban agua incesantemente. Ash permanecía alerta pese a su evidente fatiga. Nico ya lo conocía bien y podía afirmar sin riesgo a equivocarse que su maestro observaba con el rabillo del ojo a la gente a su alrededor, sin lugar a dudas buscando un indicio de si estaban siendo vigilados. También sabía que si descubría algo, no lo compartiría con él.

Le llamaba la atención el templo que se levantaba al otro lado de la calle; no ya el trasiego de gente que entraba y salía, sino su arquitectura, distinta de la de todos los templos que había visto antes. Básicamente se trataba de una aguja de piedra que se alzaba rodeada por los edificios achaparrados del vecindario; en el fondo, era una versión reducida de las altísimas torres repartidas por el resto de la ciudad. Volvió a preguntarse cómo sería posible que una simple combinación de acero y piedra líquida levantara aquellas estructuras, tan altas y delgadas.

—Estoy aquí sentado —musitó entre dientes—, comiendo unos
noodles
pasados en la mismísima Q'os, y me doy cuenta de que no sé nada de esta gente salvo que, como merciano que soy, son mis enemigos y, por lo tanto, debería temerlos.

Ash acabó de masticar con parsimonia y tragó.

—Son gente corriente —repuso—. Lo único que ocurre es que sus hábitos se han vuelto extremos y con ellos sus corazones, de modo que en cierta manera sólo están enfermos... enfermos del espíritu. —Ash sorbió ruidosamente los
noodles
mientras lanzaba un vistazo al templo por encima del hombro—. Si conocieras a sus sacerdotes, les tendrías más miedo.

Nico se preguntó si eso sería cierto. Sentado ahora en la esquina de una calle del corazón del Imperio, empezaba a parecer— le que las historias sobre los sacrificios humanos que perpetraban los sacerdotes de Mann y demás depravaciones cometidas por sus seguidores no eran más que mitos y patrañas. Permaneció un rato en silencio, hasta que de nuevo se encontró reflexionando en voz alta:

—Quizá no tendríamos tantas guerras si no hubiera tantas religiones diferentes.

—Quizá —respondió Ash, lamiéndose los dedos—. Pero amplía un poco tus miras. ¿Realmente crees que no nos mataríamos unos a otros si compartiéramos la misma religión? ¿O aunque no existiera ninguna religión? —Ash meneó la cabeza, el gesto rezumaba una extraña tristeza—. La pretensión de que nuestras creencias lo significan todo para nosotros, Nico, es el fundamento de nuestra manera de estar en este mundo. Sin embargo, las guerras rara vez estallan por motivos religiosos. El germen de la guerra se encuentra en la ambición de territorios y botines, en las ansias de prestigio... en la estupidez humana. Se desencadenan porque uno de los bandos desea dominar al otro. Si encima ambas naciones tienen distintas religiones, pues una razón más para desviar la atención de todo lo que tienen en común. Sólo en casos excepcionales la religión juega un papel protagonista, y los mannianos no son una excepción, aunque pueda parecerlo. La dominación es el credo más arraigado entre ellos. En el fondo de sus corazones sólo ansían el poder absoluto sobre todas las cosas.

Al otro lado de la calle, el reloj del templo dio la campanada que señalaba el cambio de hora. Apareció un sacerdote en el balcón que había en lo alto de la torre y se dirigió a la gente congregada debajo a través de un megáfono. Se oían declamaciones similares procedentes de otros rincones de la ciudad. Su voz amortiguada provocó la escena más chocante que Nico había presenciado jamás: todos, absolutamente todos los ciudadanos, interrumpieron sus quehaceres y se arrodillaron en el suelo, con el rostro orientado hacia el Templo de los Suspiros y las manos levantadas con las palmas abiertas.

Nico notó un tirón en el brazo. Era Ash, que lo empujaba al suelo para que se arrodillara junto a él. Miró en derredor y advirtió que no era el único que se había demorado a la hora de postrarse en señal de respeto a Mann ni que parecía hacerlo de mala gana.

—La llamada diaria —le explicó su maestro, con un deje desdeñoso en la voz. Ash levantó las manos desnudas hacia el cielo y las expuso a la lluvia; las bocamangas se le deslizaron hasta los codos.

A regañadientes, Nico siguió su ejemplo, sin poder evitar sentirse como un idiota.

A las seis tomaron un tranvía, un largo carruaje impulsado por un tiro compuesto por una docena de esforzados zels cuyos pelajes de franjas blanquinegras despedían el vaho de la transpiración. En el letrero instalado sobre la puerta se leía: «CIUDAD PARADISO».

Ash introdujo una moneda de media maravilla en el torniquete situado en la parte trasera para acceder al vehículo. Nico hizo lo mismo. No había asientos libres, de modo que el muchacho siguió el ejemplo de su maestro y se asió a la redecilla portaequipajes que recorría el tranvía de punta a punta y que estaba atestada con sacos de verduras, fardos de ropa e incluso una jaula con pollos vivos que miraban a Nico con sus ojos pequeños y vidriosos. Él y Ash llevaban puestas las capas de lluvia y se balanceaban con los bandazos del tranvía, que avanzaba entre el tráfico congestionado de última hora de la tarde. La apatía era el estado de ánimo general del pasaje, y en el interior del vehículo reinaba un extraño silencio sólo roto por el golpeteo constante de la lluvia contra las ventanas y el techo.

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