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Authors: Col Buchanan

El Extraño (61 page)

BOOK: El Extraño
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Debilitado por los mareos y sacando fuerzas de flaqueza, Ash siguió trepando, empujado por su terrible sentido del deber. Sólo había una cosa que podía hacer por el muchacho, y esa certidumbre le pesaba como una losa en las entrañas.

Nico había peleado con garra. Ash había llegado justo a tiempo para presenciar la lucha con los lobos. Al mismo tiempo había examinado el circo en busca de un elemento que le azuzara el ingenio y le revelara la manera de rescatar a su joven aprendiz. Sin embargo, no se le había ocurrido nada.

La esperanza había aflorado cuando Nico, en contra de todas las expectativas, se había ganado el favor del público tras luchar con los lobos. Pero de nuevo la situación había dado un vuelco y se había tornado desesperada. Era evidente que la matriarca ya se había enterado del asesinato de su hijo y quería descargar su venganza en el muchacho ante los ojos de todo el mundo. Ésa era su manera de llorarlo, las consecuencias de la violencia. Ash se culpaba de ello; él había arrojado al muchacho a ese destino.

Debajo, en la arena del circo, se había instalado un poste sobre la pira y ahora estaban atando a Nico a él. El chico tenía la cabeza levantada hacia el cielo y parecía ajeno a lo que hacían con él. Se habían enroscado tres largas cadenas por un extremo a la parte superior del poste, mientras que el otro extremo lo sujetaban unos acólitos con las manos envueltas en trapos de tela. Entretanto, otro grupo de soldados rociaba de aceite la pira.

Ash sabía cómo se las gastaban los mannianos en estos temas. La cantidad de aceite que habían vertido provocaría que el fuego prendiera rápidamente y no concediera ninguna oportunidad a la víctima de morir por la inhalación del humo. Lo freirían vivo y lo sacarían en cuanto dejara de gritar. Si acertaban con el momento preciso de sacarlo de las llamas —y esto se consideraba una forma de arte en Q'os, tal era la naturaleza de ese lugar—, la víctima seguiría con vida y con su cuerpo en carne viva. A continuación lo empalarían para exponerlo públicamente y abandonarlo a una muerte terriblemente dolorosa.

Ash no podía permitir que eso sucediera.

Aparecieron más acólitos alrededor de la pira, portando hierros de marcar fríos, y los pusieron a calentar mientras los soldados emplazados alrededor de los muros se afanaban en contener a la multitud enfervorizada.

El anciano llegó por fin al borde superior del muro y se tomó un respiro. Se sentía como si tuviera la cabeza atrapada en un torno y sentía náuseas. Se le había reabierto la herida de la pierna y notaba cómo se le escapaban por ella las fuerzas, que se deslizaban hasta su pie, se filtraban por la bota de piel y se esfumaban. Hurgó en su bolsillo y sacó una bolsita. Extrajo algunas hojas de stevia, se las metió en la boca y apoyó la cabeza contra la pared de piedra. Esperó inmóvil a que se le pasaran las náuseas.

Desde que tenía memoria, Ash llevaba oyendo a la gente quejarse de que la vida era demasiado corta; siempre le había llamado la atención, porque hacía años que tenía la sensación de que su vida se estaba alargando demasiado. Tal vez se debía simplemente a que él había experimentado más encarnaciones que la mayoría de la gente —según las creencias que algunos monjes daoístas querían inculcar en las personas—, y él ya había perdido lustre en ese juego que era la vida, de modo que ahora le resultaba sencillo ver lo que había más allá. Quizá ya había llegado el momento de abandonar —hablando en los términos de esos mismos monjes daoístas— de la rueda de la vida para siempre.

El espíritu crítico de Ash le ponía en un serio aprieto a la hora de creer en todo eso. ¿Cómo podía nadie saber si era cierto?

Sin embargo, él sabía, y ahora más que nunca, que mucho tiempo atrás debería haberse retirado de la orden y huido a una montaña remota, donde habría construido una cabaña para vivir en ella el resto de su vida, apartado y con sencillez. Eso no le habría procurado la felicidad —a fin de cuentas la felicidad formaba parte del juego de la vida—, pero, tal vez, el hecho de abandonarlo todo habría acabado por proporcionarle paz.

Ash tenía los ojos cerrados y la mejilla pegada al cemento frío. Todavía estaba a tiempo de olvidarse de todo y no afrontar lo que se le exigiría de un momento a otro.

«El muchacho ha luchado como un guerrero.»

Se ayudó de la espada envainada para levantarse. Se tambaleó y parpadeó un poco para desempañarse los ojos. Se volvió hacia la palestra, tan lejana desde allí arriba que no parecía real.

Ya se elevaban volutas de humo de la base de la pira, rodeada por acólitos que la atizaban con sus hierros de marcar al rojo vivo. El muchacho empezaba a revolverse apresado por las cadenas.

Ash levantó la ballesta que le había dejado Aléas y, con sumo cuidado, encajó en los canales el par de flechas que llevaba. Se trataba de un arma para distancias cortas, pero los proyectiles eran pesados y desde aquella altura podría servir.

Echó otro vistazo a Nico, levantó el arma y apuntó. Respiró hondo, concentrándose en el recorrido del flujo de aire por sus pulmones. Poco a poco fue relajándose.

Llegó el momento. Después de tantos años todavía recibía con extrañeza ese instante en el que sentía que él ya no era quien respiraba sino lo que era respirado. Soltó el aire muy despacio y notó la presión del dedo contra el gatillo.

El proyectil salió disparado a una velocidad imposible de seguir con la vista. Ash permaneció en la misma postura mientras sus ojos buscaban la flecha oscura, que trazaba un arco en el cielo durante su viaje a la arena.

El proyectil impactó contra el poste justo encima de la cabeza de Nico. Ash parpadeó para enjugarse el sudor de los ojos; su transpiración manaba de su cuero cabelludo como la sangre de una herida abierta y se deslizaba por su rostro arrastrando las lágrimas.

Las llamas oscilaban a los pies de su aprendiz y las columnas de humo se elevaban a su alrededor. Estaba ahogándose y forcejeaba para zafarse de las cadenas.

Ash tomó aire y bajó una pizca el ángulo de inclinación de la ballesta. Soltó el aire.

Disparó.

Cuanto más se esforzaba por respirar, más le ardían los pulmones. Nico tosió y se revolvió para romper las cadenas que lo ataban al poste. Empezaba a sentirse mareado por el humo y los pies se le encogían al contacto con las llamas. Por un momento se retrotrajo a Bar—Khos y a las tejas abrasadoras del tejado de la taberna, con Lena a su espalda, engatusándolo. Era como si toda su vida girara alrededor de ese error. Si le hubieran concedido otra oportunidad, lo habría hecho todo de otro modo.

Ahora estaba a punto de morir. Le parecía extraña la intensidad con que percibía la vida ahora que se acercaba su final. Los colores se mostraban con unas tonalidades que nunca había advertido; incluso el ocre de la arena era una variación infinita de luz y oscuridad que le cautivaba los ojos. Olía aromas que estaban más allá de lo agradable o lo repugnante. Distinguía las voces que emitía cada una de las personas que conformaban la bulliciosa multitud, incluso sus palabras y su tono. ¿Por qué no había sido siempre así, tan rico y vibrante? Podría haberse pasado días enteros sentado deleitándose con todo ese caudal sensitivo. Quizá, dijo para sus adentros, así es como percibimos el mundo cuando nacemos.

Qué lástima perderse toda esa riqueza que ofrece la vida hasta el momento previo a morir. Ahora comprendía que aquello era de lo que siempre hablaban los daoístas. Su maestro también le había hablado de ello: el mundo se sume en la quietud cuando uno alcanza la quietud, de modo que al cabo puedes verlo, sentirlo, capturarlo en su plenitud, real y fluido hasta el infinito.

Oyó que algo golpeaba el poste de madera encima de su cabeza. Nico no le prestó atención y bajó la mirada hacia sus pies. Las llamas crecían a su alrededor. Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo, como si hubieran vertido sobre él un cubo de agua hirviendo. Iba a morir carbonizado. Las llamas lo engullirían vivo.

Nico había oído una vez una historia ocurrida durante la invasión por parte de los maníanos de las tierras de Nathal. Un monje de la ciudad de Maroot se había sentado en la calle, frente a la casa solariega del sumo sacerdote, se había rociado de aceite y se había prendido fuego. Se había dejado matar por las llamas sin mover un músculo como protesta por los crímenes que los mannianos estaban perpetrando contra sus compatriotas.

Nico se preguntó cómo había sido capaz de hacer algo así. ¿Cómo habría alcanzado tal grado de quietud?

El calor abrasador estaba acabando con él. Entornó los párpados tratando de ver algo. Aquello era demasiado real. Había una parte de él que se negaba a creer que fuera cierto. Si bien no era ésa la parte que importaba... no era la parte que se retorcía con las llamas ni la que se ahogaba con el humo y el olor a carne chamuscada, ni la que rompía a gritar y a revolverse con un pánico atroz.

Puso los ojos en blanco, buscando desesperadamente en su mente un pensamiento al que aferrarse. Los acólitos lo observaban con sus hierros de marcar, con los ojos entrecerrados tras sus máscaras sin facciones por culpa del humo que se arremolinaba alrededor de la hoguera.

El dolor que se extendía rápidamente por su cuerpo desde los pies era tan espantoso que dudaba que pudiera soportarlo. El humo lo ocultaba todo en torno a él.

Inclinó la cabeza hacia atrás para tratar de coger aire. El cielo estaba azul, las nubes se deslavazaban en el este, arañadas por la luz del sol. Recortado contra ellas y entre los resquicios de las columnas de humo, atisbo de repente un objeto oscuro que surcaba el aire. Algo caía del cielo directo hacia él.

Se quedó mirándolo, fascinado por su vuelo y su movimiento rotatorio.

Un impacto súbito lo sobresaltó y a sus dificultades para respirar se sumó un intenso sabor a sangre en la boca. Se le nubló la vista, fija en la figura borrosa del sol o de algo igual de brillante, hasta que llegó un momento en que también ese resplandor desapareció y ya no vio nada.

Capítulo 30

Ritos de paso

Los ronquidos la despertaron de madrugada. La luz que se colaba por entre las cortinas de la ventanita del dormitorio todavía era de un tono grisáceo. No corría una pizca de aire en la habitación inundada por el hedor a sexo. Reese permaneció en la cama envuelta por la luz penumbrosa, observando a Los mientras éste dormía: las delgadas estrías de su mejilla apretada contra la almohada, el gesto infantil de sus labios abiertos mientras respiraba, sus pestañas rubias. Se planteó la posibilidad de despertarlo posando una mano intrépida en su entrepierna; quizá unos juegos amatorios mitigarían la opresión que sentía en el pecho y la sensación de angustia que le recorría el cuerpo.

Pero permaneció quieta y se dedicó a contemplar las vigas del techo mientras trataba de dar sentido a los sueños que había tenido, en los que aparecía su hijo. Cuando los tonos cálidos del sol empezaron a penetrar en el dormitorio a través de la cortina, se levantó en silencio.

Abrió la puerta trasera y dejó entrar a los gatos en la cocina llevada únicamente por el deseo de que hubiera un poco de vida en la casa, y se fingió fastidiada cuando los animales se arremolinaron alrededor de sus tobillos desnudos mientras se lavaba y se acicalaba para el día que se le presentaba por delante. Ahora que ella se había levantado y se había puesto en marcha, Los había dejado de roncar. Recogió la ropa del día anterior —que apestaba a vino, perfume y humo—, salió al patio y la arrojó al interior de la tina de madera junto a la enorme pila de piedra llena de agua de lluvia que luego emplearía para lavarla.

Las melodías de los pájaros se superponían al cacareo sordo de las gallinas. Por el este, un abanico de luz se desplegaba sobre el cielo azul por encima de los árboles y de los mantos de cañas que permanecían inmóviles por la ausencia de viento. Reese contempló el paisaje con un brazo flexionado y el puño apoyado en la cadera. Intentó no pensar en nada; únicamente anhelaba embeberse de la luminosidad del mundo que despertaba del sueño de la noche, y con esa luminosidad disipar el indescriptible desasosiego que la había acosado en forma de sueños. Estaba tensa, y si se lo hubiera permitido, habría roto a llorar.

De nuevo dentro de la casa, Reese se entretuvo con las faenas cotidianas hasta que llegó a la habitación de Nico. Abrió la puerta destartalada cubierta por pálidos arañazos a la altura de la cintura y paseó los ojos por el suelo del cuarto vacío buscando algo que recoger u ordenar, hasta que detuvo su mirada y de nuevo con un puño apoyado a la cadera se preguntó qué demonios estaba haciendo.

«Me he convertido en la madre de Colé —pensó con fastidio—. Me paso las noches aporreando las paredes con un palo para espantar unos ratones que nadie oye ni atisba.»

Reese no pudo recordar cuándo había entrado por última vez en la habitación de Nico. Nunca había sabido qué hacer con ella cuando el chico huyó a la ciudad, si dejarla intacta y alimentar la esperanza de que algún día regresara, aunque sólo fuera para una breve visita, o aceptar la realidad más dura, que Los afirmaba abiertamente —y al parecer ahora también sus sueños: que su único hijo se había ido para siempre.

En la habitación sólo quedaba la ausencia de las pertenencias de Nico. Nunca había estado tan limpia y ordenada cuando él la habitaba, aunque había que decir en su descargo que siempre había sido un chico ordenado. Quedaban muy pocas cosas de Nico: su reclamo de aves sobre el alféizar de la ventana —que el muchacho había perdido y que ella encontró cuando ya se había marchado— y, junto a él, un puñado de cantos suaves y veteados recogidos del lecho del arroyo; su caña de pescar y los aparejos envueltos en la funda de lona apoyados en un rincón. La cama seguía como Nico la había dejado antes de marcharse hacía ya tanto tiempo, con la almohada envuelta por la sábana y los bordes de ésta metidos bajo el jergón.

Aun así, ahora que miraba el cuarto con atención veía polvo por todas partes.

Reese salió apresuradamente, llenó un balde con agua y vinagre, regresó a la habitación y se puso a limpiarlo todo. Ya no paró hasta que tuvo la frente empapada en sudor y vio el sol encima de los árboles al otro lado de los cristales desvaídos de la ventana. De vez en cuando le sobrevenían unas ganas irrefrenables de llorar y entonces ponía más empeño en el trabajo hasta que se le pasaban. Le dolían las rodillas de fregar el entarimado del suelo y su espalda protestó cuando se estiró para alcanzar las vigas del techo bajo. Barrer lo dejó para el final, y cuando levantó los escasos objetos de Nico para limpiar debajo tuvo mucho cuidado en volver a ponerlos exactamente igual que habían estado antes.

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