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Authors: Col Buchanan

El Extraño (64 page)

BOOK: El Extraño
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—Pero ya hace días que regresaste. Tengo mis informadores, ¿sabes? Ya deberías estar descansado y haberte recuperado.

Las suaves cascadas de la fuente enfriaban la atmósfera de la cámara. Ché vio su reflejo en la superficie del estanque; sin embargo, estaba poco iluminado, sombrío, y no se apreciaban los detalles de sus facciones. Agitó el agua con las yemas de los dedos para deshacerlo.

—Últimamente no duermo bien —confesó.

La mujer contempló con detenimiento a su hijo. A Ché le incomodó su mirada y evitó que sus ojos se encontraran.

—¿Te preocupa algo?

Ché levantó la vista. Al otro lado de la cámara había sentado un grupo de eunucos cuchicheando. El murmullo de la fuente apenas le permitía oír lo que decían; aun así, él bajó la voz.

—Madre... —empezó, pero se interrumpió esforzándose por encontrar las palabras precisas para decir lo que quería expresar—, ¿Alguna vez te has planteado dejar todo esto?

—¿Dejar el templo? —exclamó, con un gesto de sorpresa.

—Me refiero a Q'os, madre, a la orden de Mann. ¿No has pensado nunca que quizá podríamos irnos de aquí y vivir nuestras vidas como quisiéramos?

La mujer echó un vistazo fulgurante a los eunucos.

—¿Te has vuelto loco?—repuso en un hilo de voz, inclinándose hacia él—, ¿Dejar la orden? ¿Qué te ha dado para que te plantees algo así? ¿Por qué querría yo abandonar mi hogar y a mis amistades?

Ché desvió la mirada de los ojos brillantes de indignación de su madre. La mujer se tranquilizó.

—Hijo, te guste o no, ésta es la mejor vida para mí. Aquí me siento segura. Puedo conseguir todo lo que quiera, y a cambio aporto mi granito de arena a la grandeza de Mann. Aquí me necesitan. Se me valora.

—¡Eres una puta! —le espetó Ché antes de poder contenerse.

El joven se dolió del cachetazo abrasador en la mejilla. Los eunucos interrumpieron su cháchara y se los quedaron mirando desde el otro lado de la fuente burbujeante.

—¡Meteos en vuestros asuntos!—les amenazó Ché, y los eunucos apartaron rápidamente la mirada—. Madre —insistió, esta vez en apenas un susurro—, aquí corres peligro. Seguro que tú ya lo sabes. Te utilizan para mantenerme atado.

—Tonterías. En estos años he hecho amigos, Ché... gente importante. Saben de mi lealtad a Mann. Nunca permitirían que me ocurriera algo malo. —Hizo una pausa y entornó los párpados—, Pero ¿por qué iban a hacerme daño? ¿Acaso planeas algo que pudiera enfadar a tus superiores?

Ché se dio cuenta de que estaba pisando terreno pantanoso y se mordió la lengua. Cogió agua de la fuente con la mano y se la echó por el rostro; se despabiló un poco, aunque le dejó un extraño regusto amargo en los labios.

—Sólo estoy un poco tenso —dijo al cabo—. Quizá debería buscar un trabajo más tranquilo.

Se puso en pie todavía con el agua goteándole de la barbilla.

—Ahora tengo que irme.

Cualquier indicio de suspicacia se borró de las facciones de su madre.

—¿Tan pronto? ¡Pero si acabas de llegar!

Ché asintió. Por un momento se le pasó por la cabeza alargar una mano y posarla en la mejilla de su madre... tocarla, conectar con ella, sentirse cercano a esa mujer que después de tanto tiempo continuaba siendo una desconocida para él. Pero sabía que ella encontraría extraño ese gesto y que sólo contribuiría a delatarlo.

—Volveré pronto a verte. Cuídate.

Hoy la voz apestaba a especias. No era la estridente e histérica que le había hablado justo antes de su partida hacia Cheem, ni la brusca de barítono a la que había relatado su informe a su regreso. Esta era una voz femenina, y la menos habitual de todas.

No le gustaba esa voz. No le gustaba ninguna, pero especialmente ésa. Ché siempre se azoraba cuando la oía empezar a hablar desde el otro lado de la celosía que cubría aquel hueco en sombras; el efecto amortiguado la hacía sonar tétrica y ancestral, como de ultratumba.

—Tengo una nueva misión para ti.

—Ya lo imaginaba.

Se oyó un resuello, seco como la yesca.

—Contrólate, diplomático. Refrena esa arrogancia o haré que te la arranquen.

«Confunde el resentimiento con la arrogancia —pensó Ché—. Qué gente tan previsible.»

Ché recobró la compostura, lo suficiente al menos para mascullar una disculpa.

—Está bien —dijo la voz—. Hablemos de tu misión. La Santa Matriarca partirá de Q'os en breve. Como es habitual, ha solicitado que la acompañe un diplomático en la campaña que está a punto de emprender, por si necesitara realizar gestiones diplomáticas entre las filas de su ejército.

«En otras palabras —pensó Ché—, por si alguno de los generales desobedece sus órdenes o trata de arrebatarle el mando.» Ché iba a convertirse en el matón de la matriarca, la amenaza que mantendría a todo el mundo a raya durante la campaña.

—Entonces, ¿la invasión sigue adelante?

—Por supuesto, la matriarca ha visto debilitado su poder político por la muerte de su hijo. Una victoria en el campo de batalla ayudaría a reforzar su posición.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—¡Ah! A veces olvido que vuestros instructores sólo os informan de lo imprescindible... Quizá sea la edad, empiezo a perder facultades. —De nuevo se oyó un resuello áspero. Ché de pronto cayó en la cuenta de que era un chasquido que su interlocutora hacía con la lengua—. Te explicaré. Verás, tenemos una tradición en la orden... una tradición que se remonta a los primeros días del Imperio. Cuando un patriarca o una matriarca marchan al campo de batalla se escoge a un diplomático para que la acompañe.

—¿Por qué yo? —preguntó Ché sin andarse con rodeos.

—Nunca habías hecho esa pregunta —murmuró la voz.

Ché se mordió la lengua. Empezaba a preocuparle que se le escaparan las palabras sin pensar. Su máscara empezaba a resquebrajarse y, peor aún, tenía la sensación de que no podía detenerlo.

—Se te ha elegido porque la mayoría de tus colegas diplomáticos ya han partido hacia Minos para entablar las primeras rondas de negociaciones... y también para reforzar la creencia de que Minos y no Khos es nuestro objetivo real. Tú, Ché, eres el mejor de entre los que aún siguen aquí.

Era una respuesta sincera.

—¿Cuáles son mis instrucciones?

—Muy simples. Sólo has de obedecer en todo momento a la matriarca.

—¿Eso es todo?

—Hay algo más.

Ché esperó. Ya había aprendido que a sus instructores les gustaba dejar para el final el aspecto más importante de las misiones.

—La vida de la matriarca Sasheen corre un gran peligro en esta campaña —continuó la voz, aunque entonces titubeó un momento, como reafirmando su voluntad de decir lo que dijo a continuación—: Si se da una situación que no deje lugar a dudas de que va a caer en manos del enemigo... o, de la misma manera, si resuelve que todo está perdido e intenta huir... entonces, joven diplomático, debes matarla.

—¿Matarla?

—Matarla.

Ché echó un vistazo por encima del hombro, como si temiera que alguien estuviera escuchando.

—¿Es esto una prueba?

—No, es una orden. No podemos arriesgarnos a que la Santa Matriarca de Mann caiga en manos de los mercianos. Ni tampoco a que vuelva con el rabo entre las piernas. El prestigio del Imperio se resentiría en cualquiera de los casos. Debe regresar victoriosa o morir como una mártir. ¿Ha quedado claro?

A Ché se le hizo un nudo en la garganta. Se preguntó cuántos diplomáticos habrían acompañado anteriormente al líder del Imperio al campo de batalla con las mismas instrucciones, y comprendió que seguramente todos, pues ninguno de los patriarcas había caído nunca en manos del enemigo o, en su defecto, huido de la batalla.

De repente, todo lo que Ché creía saber sobre la estructura del poder del Imperio —y sobre quién ejercía verdaderamente ese poder— se derrumbó. —Sí, ha quedado claro.

—Perfecto. Entonces, ya te puedes ir, mi niño.

Capítulo 32

El Ministerio

La sede del Ministerio de la Guerra era enorme, tanto que sus corredores y salones, la mayor parte del tiempo desiertos, hacían pensar que el edificio estaba abandonado, pues uno podía recorrerlos sin llegar a cruzarse nunca con un alma. Además reinaba un silencio similar al de un museo o una biblioteca; de vez en cuando podía oírse un murmullo de voces al otro lado de las macizas puertas de tiq y, en los salones, el continuo y pesado tictac de los relojes. Del parque que lo rodeaba llegaban los ladridos de los perros y los gritos de los niños, si bien atenuados por los centenares de ventanas de marcos blancos que inundaban de luz el interior del edificio, y cuyos vidrios vibraban ahora con el distante estallido de los cañones.

En las zonas críticas del ministerio había apostados centinelas que permanecían quietos como estatuas y apenas aportaban su presencia, y que observaban con mirada perdida a los escasos funcionarios que diariamente pasaban por delante de ellos.

Eso mismo hacía la pareja de soldados que veía a un hombre a buen paso a la cámara del general, cuya puerta custodiaban. Ya lo conocían, pues era el asesor jefe de Creed y solía visitar el despacho del general varias veces a lo largo de la jornada. Sin embargo, advirtieron que ese día su rostro estaba más pálido de lo habitual y sus pisadas aporreaban el suelo con el ritmo estrepitoso de un corazón acelerado. Según se aproximaba, también repararon en los trocitos cuadrados y verdes de hoja de graf pegados en el rostro para cubrir los cortes que se había hecho al afeitarse y en que llevaba su negra cabellera despeinada.

El secretario personal del general, el joven Hist, levantó la mirada cuando el hombre pasó como una exhalación junto a su escritorio pulcramente ordenado y abrió la boca para decir algo. Sin embargo, los centinelas apostados en la puerta se le adelantaron.

—¿Asunto, teniente Calvone? —entonó uno de los guardias cuando el hombre se detuvo respirando entrecortadamente frente a ellos.

—No tengo tiempo —espetó Bahn, que se abalanzó sobre la puerta sin dar tiempo a los centinelas a apartarse.

—¡Despacho urgente, general! —anunció Bahn, irrumpiendo en la cámara con un trozo de papel aferrado en la mano.

El general Creed, Señor Protector de Khos, no dijo nada. Estaba sentado con los ojos cerrados en una silla abatible de piel mientras su anciano conserje, Gollanse, se dedicaba a la tarea diaria de recogerle en trenzas su larga cabellera.

—General —insistió Bahn, y como continuó sin obtener respuesta de Creed suspiró y pensó para sí: «No hay forma de alterar a este hombre.»

Gollanse tarareaba de una manera poco melodiosa mientras acababa de arreglar el pelo del general, que a la luz del sol parecía el plumaje de un cuervo, apenas con visos canos a la altura de las sienes. El general se enorgullecía de su melena, y durante la batalla la dejaba suelta, pues sabía que daba un aire juvenil a su rostro ajado.

Creed exhaló un suspiro cuando Gollanse le dio unas palma— ditas en la espalda para indicarle que ya había terminado.

El general se levantó de la silla y miró a Bahn por primera vez desde que su asesor había entrado en el despacho.

—Traigo un informe —dijo Bahn desde el otro lado de la cámara—, Es de Minos, señor. Lo envía uno de sus agentes destinados en Lagos.

—Léemelo.

Bahn se aclaró la garganta.

—«Ministerio de Inteligencia, Al-Minos, Sección Exterior. General Creed, le informamos de que uno de nuestros agentes destinados en la vecina Lagos ha interceptado un mensaje imperial. En este mensaje se felicita al almirante Quernmore por su aportación en la extinción de la reciente revuelta que se produjo en la isla. Además se le revocan las disposiciones previas de regresar inmediatamente con la Tercera Flota a Q'os y se le ordena permanecer en Lagos por tiempo indefinido a la espera de nuevas instrucciones. Creemos que todo esto puede implicar algún tipo de acción contra los Puertos Libres.»

Bahn ya había leído y releído varias veces la nota y, sin embargo, volvieron a temblarle las manos. «Vamos, hombre, tranquilízate. Quizá no signifique nada.»

—Fue enviado con un pájaro mensajero hace cuatro días, señor. Lo recibimos esta mañana.

El general Creed no reveló ninguna muestra de alarma, si bien Bahn ya esperaba esa reacción serena de su superior. Desde el fallecimiento de su esposa, tres años atrás, el general había dejado de alterarse por lo que acontecía en aquella guerra interminable contra los mannianos; era como si nada pudiera ser peor que las noticias que había recibido el día aciago de su fallecimiento.

—Ya me extrañaba a mí que estuvieran tan tranquilos últimamente —masculló el general Creed desde el otro lado de la habitación. Se había dado la vuelta con las manos cogidas a la espalda para asomarse a la ventana, desde donde se dominaba el Escudo.

Pese al significado implícito de sus palabras, el tono tranquilo del general de algún modo calmó a Bahn, que una vez más se dio cuenta de la confianza ciega que tenía en la capacidad de liderazgo de ese anciano.

«Se ha convertido en un padre para mí —discurrió Bahn—, y yo soy como su hijo adolescente.»

Bahn tiró de una de las dos sillas de madera que había frente al escritorio y se dejó caer en ella. Él estaba hecho de una pasta muy distinta a la del general. Esa mañana, poco antes del amanecer, Hanlow —del servicio de inteligencia khosiano— lo había arrancado de la larga noche en vela que había pasado dándole vueltas a la cabeza. Lo había ido a visitar de buena mañana y en el recibidor de su casa le había entregado el despacho, el original con la versión ya descifrada garabateada en el margen. Hanlow le había dicho que el general todavía debía de estar durmiendo y que no quería dejarlo sin más encima del escritorio. Cuando hubo leído la nota, Bahn levantó los ojos para encontrarse con los de Hanlow y carraspeó. «De acuerdo», le dijo. Él se encargaría de entregarlo personalmente a Creed.

Cuando el mensajero se fue, convirtió la simple tarea de encontrar la bota del pie izquierdo en una discusión con su esposa. La paciencia de Marlee sólo había conseguido aumentar su repentino mal humor, y había recorrido la casa hecho una furia, arrojando por los aires todo lo que caía en sus manos durante la búsqueda de la bota perdida, con una ira frenética creciendo en su interior, un sentimiento nuevo para él y totalmente ajeno a su naturaleza.

Se había vuelto para encarar a Marlee y le había gritado en un arrebato tan insólito como si le hubiera pegado. Su hijo había huido de la habitación y Ariele había roto a llorar en el dormitorio del piso superior.

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