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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (13 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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Pero las Vélez Sarsfield eran tres y, por favor, Carlitos, son tres y te necesitamos y tú mismo nos has contado que Natalia tiene que viajar un par de semanitas a Europa, nosotros sólo te pedimos que nos acompañes, hermano, qué le puede importar a Natalia que esas tres mocosas nos reciban en su casa. A Natalia, la verdad, lo de las tres mocosas feísimas esas le importaba un repepino, precisamente porque eran horrososas, más feas todavía que su madre y que su padre, pero claro que Carlitos no era tan cruel como para soltarles a sus amigotes todo lo que Natalia había opinado sobre esas pobres chicas, ni mucho menos lo que había opinado sobre esos pobres chicos, refiriéndose por supuesto a ustedes, este…

—Una lacra social, mi amor. El retrato robot de dos tarros de caca.

—Pero me apena lo de su papá, que murió tan pronto y parece que prometiendo mucho, Natalia, o al menos así me cuentan ellos a mí…

—Vete tú a saber si será verdad.

—-La prueba es su mamá, pobre señora, si la vieras subir la escalera y… Bueno, suba o baje, o lo que sea, todo lo hace con esa cara de resignación, la pobrecita… A mí esa señora me da mucha pena y me parece sumamente buena y decente, Natalia. Y toda una víctima.

—Y qué le queda, con el par de monstruos esos.

—Bueno, por quedarle, le queda todavía la hija, que es como más resignada todavía… No se llama Martirio, pero sí algo por el estilo. La verdad es que siempre me equivoco con el nombre de esa pobre chica. Pero se llama Soledad, Consuelo, Encarnación, Martirio. En fin, la pobrecita como que hasta tiene un nombre medio tristón o medio dramático.

—Pues ésa es la que te ha tocado a ti en suerte, mi amor, en la repartición del mundo que hacen tus amigotes. Créeme. Estoy segurísima, Carlitos. Esa es mi rival. Ya verás tú algún día.

—No te entiendo, Natalia…

—Entonces, abre bien los ojos, mi amor, porque el día menos pensado te encuentras con la chica esa ante un altar.

—Y de testigo, Colofón, seguro —se imaginó Carlitos, de golpe, e inmediatamente asoció mil ideas y soltó la carcajada.

—Amor, cuídate mucho de ese par de tipos. Es cierto que en este momento nos conviene mucho que la gente te vea saliendo con chicas, mientras yo estoy en Europa. Ya te he contado que tu padre quiere demandarme y, aunque le tiene terror a un escándalo y le está dando tiempo al tiempo, tiene toda la ley a su favor. He hablado con un gran amigo abogado y me ha dicho que estamos completamente locos y que perfectamente podríamos llevar esta relación a escondidas, contigo en casa de tus padres y yo en mi casa de Chorrillos. Este huerto sería nuestro escondite y…

—Éste es el huerto de mi amada, Natalia…

—Bueno, pero por ahora, al menos, tu amada se va a Europa a ver unos asuntos. Es horrible alejarnos, lo sé, y tú también. Fíjate lo duro que fue separarnos incluso de mentira.

—Voy a estudiar mucho.

—Y yo te voy a dejar el huerto, sí, pero también a Luigi, para que te cuide del par de canallas de tus amigotes.

—Pero si tú misma me lo has explicado, Natalia. Ellos me necesitan a mí mucho más que yo a ellos. Los pobres, la verdad, no llegarían ni a la esquina de su horroroso mundo sin mí, según tus propias palabras.

—Qué asco, mi amor, la verdad. Me parte el alma dejarte, aunque sea por un par de semanitas, pero créeme que lo que más me desespera es dejarte con ese par de seres tan vomitivos.

—Me cuidaré.

—Yo prefiero que te cuide Molina, mi amor. Ya hablé con él, y créeme que odia tanto a tus mellizotes que hasta se ha ofrecido solo para llevarte con ellos de un lado a otro, con tal de vigilarte. Y créeme que cuando a Molina se le mete algo entre ceja y ceja…

—Estudiaré mucho, Natalia. Y rezaré…

—Vas a estudiar y a rezar muchísimo, Carlitos, pero casi siempre dentro de un Daimler o en casa de las chiquillas esas. Y lo único que me consuela es que, cuando yo regrese, habrás aprendido muchísimo acerca de la ciudad en que vives.

La verdad es que los primeros rezos de Carlitos, aquella semana, fueron para que las pobres chicas Vélez Sarsfield no fueran tan feas como decía todo el mundo, empezando por los propios mellizos Céspedes, claro está. Las conocía, sí, pero llevaba mucho tiempo sin verlas y además podía jurar ante un altar que nunca se había fijado en que fueran muy feas o muy bonitas. O será que, una vez más, lo más elemental debió de escapársele.

—Reconozco que soy un despistado. ¿Pero las tres son tan feas? —les había preguntado él, en medio de una de esas confesiones que Arturo y Raúl le habían soltado mientras lo sometían a todo aquel curso de capacitación y adaptación a sus circunstancias sociales, a sus temores, a sus sueños, a sus más fervientes anhelos, pero también al pavor que les producía que alguien los mirara de arriba abajo.

Por supuesto que Carlitos no escuchó bien la respuesta porque un ataque de risa lo interrumpió en plena concentración y cuando andaba metido de cabeza en el alma tan oscura de los mellizos, atentísimo a cada complejo y sus ramificaciones, sus orígenes y sus tótems y tabúes, a la mitificación de lo que un automóvil podía representar, a la confianza en sí mismos que ahora sentían al saber que podían llegar donde una chica en un Daimler, ya ni siquiera en el cupé verdecito del 46 con el que habían superado en algo la vergüenza del Ford taxi negro del 42, en pleno verano de 1957, Carlitos, imagínate si las chicas Vélez Sarsfield nos miran de arriba abajo en nuestro debut y delante de ti, que tanto significas para nosotros, y que además nos has permitido —y no sabes cuánto se lo agradecemos a Natalia, te rogamos que le digas a esa gran dama de tan alta cuna y fortuna, perdón, olvida por favor lo que acabamos de decir, te rogamos que le digas a Natalia sólo que un millón de gracias por el Daimler con chofer uniformado— subir a una limusín con estribos y nuevecita, reduciendo prácticamente a la nada el riesgo de que se nos mire…

«¿Pero son realmente tan feas las tres?», estaba a punto de volver a preguntarles Carlitos, cuando asoció lo del Daimler con Molina y a Molina con las miradas de arriba abajo que tanto pavor les causaban a los mellizos, diablos, este par de locos aterrados de que en su debut unas chicas los miren mal y ni cuenta se dan de que a esa casa van a llegar ya pésimamente mal mirados durante todo el trayecto desde la Amargura hasta la avenida San Felipe, qué horror, porque Molina seguro que hasta por el retrovisor los va a ir mirando del cielo hasta el mismito infierno… Y entonces fue cuando le sobrevino la carcajada y no logró enterarse hasta qué punto eran feas las pobres hermanas Vélez Sarsfield. No bien logró contenerse un poco, Carlitos se hizo la firme promesa de fijarse muy bien en cada una de las hermanas, no bien llegaran al caserón ese de la avenida San Felipe.

Porque era desesperante, además, no saber bien cómo eran esas pobres chicas con las que tanto había hablado por teléfono en los últimos días, de acuerdo al plan establecido por los mellizos. Maldito plan el de los hermanos estos, porque a Carlitos lo obligaba a ir conversando cada tarde con una hermana distinta, haciéndose pasar primero por Arturo, luego por Raúl, y finalmente por sí mismo, que fue cuando más trabajo le costó. Y, por supuesto, los mellizos habían escogido a las dos hermanas mayores, aunque hay que reconocer que también ellos le llevaban un buen par de dramáticos años a Carlitos, dramáticos, sí, porque, por favor, no se lo digas nunca a nadie, hermano, pero hubo dos años, que también se los pagaremos con creces, de más está decirlo, en que nuestra pobre madre no logró pagarnos el colegio y por eso hemos terminado tan tarde.

Pero volviendo a las hermanas angloperuanas y tan
cosmopolitan,
a decir de los mellizos, a Carlitos le tocó empezar a llamar el lunes y preguntar por Susy, que estaba destinada, o más bien predestinada, a ser la pareja de Arturo, y la verdad es que la improvisación le salió perfecta o es que la chica esa era un encanto de finura, naturalidad y
cosmopolitan,
porque no puso obstáculo alguno en hablar con un desconocido y en quedar con él para el viernes a la hora del té, que en Lima se llama lonche y se toma más bien a las seis de la tarde, pero el pesado de Arturo dale y dale con que té a las cinco es más británico y ellas estudiaron la primaria en Inglaterra, cuando su papi fue embajador, y otra vez que lonche no, animal, colgado además del teléfono de pared y jode y jode con sus sueños, sus anhelos, sus pavores, sus arribas y sus abajos…

—Pero quién habla, Arturo, ¿tú o yo? —se hartó Carlitos, con el auricular muy cerca de la boca.

—Tú, hermano, por supuesto.

—¿Qué pasa, Arturo? —se oyó la voz desconcertada de Susy.

—Soy Carlitos… Ah, no, soy Arturo, creo…

—¡Animal! En este momento eres Arturo o no eres nadie.

—¿Qué pasa, Arturo?

—Un gran danés que siempre molesta cuando uno habla, je, je. Y además aquí me dicen que se ha cruzado la línea…

—¡Animal! Aunque no, no, Carlitos. Perdón. Sshiii… Eso del gran danés te ha salido cojonudo, Sshiii, sí, toda tuya, hermanito…

—Perro del diablo, el gran danés… Pero ya se va, por fin.

La conversación, que había empezado tan bien, estuvo a punto de irse al diablo por culpa del Arturo mellizo, que finalmente se dio cuenta de que el papel protagónico se lo tenía que dejar todo a Carlitos, sobre todo desde su gran acierto al atribuirle la posesión de un gran danés, nada menos. Entonces, por fin, se recompuso aquella simpática charla y Susy Vélez Sarsfield era un encanto, sumamente bromista, y de gran habilidad y rapidez para captar todas aquellas locas asociaciones de ideas con que Carlitos logró recrear a un Arturo francamente simpático y socialmente perfecto, una especie de
gentleman
distraído y agudo, al mismo tiempo, para gran felicidad de un Arturo Céspedes Salinas, que nunca había colgado tan satisfecho de sí mismo de teléfono de pared alguno en su perra vida.

Al día siguiente, martes, le tocó su turno a Mary Vélez Sarsfield, que también resultó ser encantadora y sumamente natural y probablemente
cosmopolitan,
también, y tragó íntegro al Raúl Céspedes Salinas, que también le pidió cita para el té de las cinco, el viernes, no para el lonche de las seis, por supuesto, y que al final del diálogo colgaba del telefonote de pared lleno de Daimler en la mirada y con un
 
pie ya en el estribo.

Lo complicado vino el miércoles, porque a Carlitos le tocaba ser Carlitos Alegre e invitar a Melanie, la tercera de Vélez Sarsfield, casi una niñita, pero con muchísimo mundo parece ser, aunque la verdad es que hubiera pagado por llamar a sus hermanas y preguntarles por las chicas Vélez Sarsfield, porque ahora no sólo se le confundían con muchas otras amigas de Cristi y Marisol, sino que de pronto como que se le borraban del todo o reaparecían pero con unas caritas tan lindas que, resulta, podían ser cualquiera menos ellas. Casi se queda sin cita para el viernes, Carlitos, por imitarse a sí mismo imitando a los mellizos, primero, después por insistir en que mejor era un lonche a las seis que un té a las cinco, porque entre otras cosas les daba más tiempo para estudiar, y finalmente porque la que contestó primero y les contó de unos hermanos muy simpáticos pero que insistieron venir a las cinco y a té y no lonche, no seas pesado, Carlitos, era Susy, nada menos.

—Pero si contigo ya he quedado.

—Siempre tan loquito y despistado, ¿no, Carlitos? Pero yo contigo no hablo desde niña, casi, y creo que con quien realmente quieres hablar es con Mary.

—Con ella también ya quedé, te lo juro.

—Pues entonces te paso con Melanie. Y ojalá que te acepte, para que la pobrecita también tenga algo que hacer…

—Qué mala eres, Susy…

—Pues a mí me cuentan que el malvado eres tú. Y, la verdad, me muero de ganas de conocerte. Por lo de la señora Natalia de Larrea, para serte bien sincera. Me
muero
de curi
osidad de conocer al gran malvado, aunque no sé si mi mai te va a dejar entrar a la casa. Mira, por qué no te cambias de nombre. Inventa algo, por favor, que me muero de curiosidad. Y yo te juro que nunca le contaré esto a nadie. Quedará entre nosotros, Carlitos. Te lo digo de verdad.

—¿Y cómo me llamo?

—Pues Carlitos Sylvester no está mal. De niña yo tuve un gran amigo en Londres que se llamaba Carlitos Sylvester. Era un encanto, un verdadero encanto.

—¿Carlitos Sylvester?

—Exacto. ¿Llamo a Melanie de parte de Carlitos Sylvester?

—Encantado, sí. Sobre todo porque llevo unos días maravillosos desde que no soy yo.

Carlitos maldijo a los mellizos por no haber estado ahí, la única vez que necesitó ayuda para hacer una llamada telefónica. Estaba solo, tumbado en la camota de la alcoba del huerto. Y Natalia era un sueño demasiado grande y duro. Despedirse de ella varias veces por calles y plazas y hasta carreteras de Lima ya había resultado bastante duro. Despedirse de ella en la realidad era esto, a pesar de Luigi y Marietta, de Cristóbal, de Julia, de la devoción y solicitud con que lo atendían. Despedirse de ella era esto, a pesar de que, desde hacía un momento, él era Carlitos Sylvester para unas chicas llamadas Susy, Mary y Melanie.

Despedirse de Natalia y quedar enteramente entregado a los delirios de los mellizos Céspedes era algo que, incluso, se agravaba a ciertas horas del día y podía ser demasiado duro cuando un reloj de pie, en la penumbra de la sala, le golpeaba con su tictac esas horas de la noche en que mantenemos los ojos abiertos y todo absolutamente nos duele.

Como ahora, por ejemplo, en que la oscuridad lo cubría todo en el huerto, pero aún entre esas tinieblas Carlitos lograba ver muy precisos los rostros penosos de los hermanos Céspedes hablándole de las mujeres feas con que tenían que empezar sus salidas en las altas esferas de la sociedad limeña. Porque ellos tenían una larga lista de mujeres, para los próximos años, para irse formando y, al mismo tiempo, haciéndose conocer. Porque la gente, Carlitos, tiene que irse acostumbrando a nosotros, a nuestros apellidos, a nuestro origen, a la muerte de nuestro padre, que dejó a nuestra madre en la miseria y en la amargura, nunca mejor dicho, porque hasta la calle de la Amargura fuimos a dar con ella y con Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, y con esos premios al esfuerzo y a la constancia y esa humildad para todo y ante todo que a nosotros nos joden tanto, carajo, hermano…

—¿Y Colofón? —les soltó Carlitos, bastante harto de tanto melodrama, solamente para su uso, por supuesto. Y porque Carlitos no soportaba que despreciaran así a Consuelo ni a nadie—. ¿Y Colofón? —insistió, al ver entre las tinieblas del huerto que los tipos éstos se miran y me miran como si yo fuera un caído del palto.

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