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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

El Inca (24 page)

BOOK: El Inca
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Huacas
semejantes abundaban a todo lo largo de los caminos del Imperio, y la mayoría de ellas solían servir de punto de reunión de los «vecinos» en un país demasiado extenso y poco poblado, en el que familias de pastores y campesinos podían pasarse meses sin ver a extraños.

Ordenó a los porteadores que se detuvieran a unos cincuenta pasos de distancia, y avanzó solo para ir a postrarse de hinojos a la entrada, permaneciendo largo rato como en éxtasis ante la atenta mirada de casi mil peregrinos.

Por fin hizo un gesto al capitán que estaba al mando de la tropa de escolta para que se aproximara, y cuando lo tuvo frente a él, señaló con voz ronca y profunda:

—Mi señor, Pachacamac se me ha aparecido para comunicarme que ha descubierto que nos estamos burlando de él.

—¿Burlándonos de él? —repitió el otro visiblemente inquieto.

—Eso ha dicho. Y también me ha advertido que si antes de tres días no le hemos ofrecido el sacrificio que exigió, rugirá con tal furia que en el Cuzco no quedará piedra sobre piedra.

—¡Tres días! —se horrorizó el pobre hombre—. ¡Pero eso es imposible! El Misti está a más de diez días de distancia a marchas forzadas.

—Lo sé —admitió con sorprendente calma Tupa-Gala—. Y Pachacamac también lo sabe. Por lo tanto ha accedido a mis súplicas, y aceptará que le ofrezcamos el sacrificio en la cima de aquel nevado que se distingue en el horizonte.

—¿Allí?… —El atribulado capitán casi se desmayó de la impresión.

—¡Exactamente allí!… ¿Cómo se llama esa montaña?

—No tengo ni la menor idea. Por aquí abundan tanto las montañas que ni siquiera se les da un nombre.

—Con nombre o sin nombre servirá a nuestros propósitos, y si Pachacamac la ha aceptado, por algo será.

—¿Y qué dirá el Emperador?

—En lo que se refiera a los deseos de mi señor, el Emperador no tiene nada que decir ya que ha ordenado expresamente que sea yo quien decida… —Le apuntó con el dedo para añadir en tono amenazante—: ¡Y recuerda! Dentro de tres días tenemos que estar en la cima de aquella montaña, o la responsabilidad de cuanto pueda ocurrirle al Cuzco caerá sobre tu cabeza.

El pobre capitán era un buen militar y un hombre que había demostrado sobradamente su valor en media docena de batallas, pero que no tenía la más mínima idea de cómo hacer frente a una situación semejante.

Le habían ordenado que diese escolta a la caravana hasta el lejano Misti, procurando que el farragoso viaje durase el mayor tiempo posible, pero nada le habían advertido sobre la posibilidad de tener que asumir una responsabilidad de semejante envergadura.

¿Quién era él para poner en duda las aseveraciones del sumo sacerdote del más terrible de los dioses?

¿Quién era él para negarse a aceptar que aquel que tantísimas veces había movido la tierra desde que tenía memoria estuviese dispuesto a moverla de nuevo?

Con Pachacamac no se jugaba.

Se podía jugar con los dioses pequeños, e incluso con la muerte, puesto que la muerte tan sólo derrotaba en campo abierto a aquel que la desafiaba cara a cara, pero desafiar a Pachacamac significaba atraer su ira sobre miles de seres inocentes.

Se quedó por tanto inmóvil, lívido y desorientado, mientras Tupa-Gala se encaminaba con paso firme a la gran tienda de campaña que sus siervos se habían apresurado a levantar, y cuando al fin acertó a reaccionar fue para ir a postrarse a su vez ante la
huaca
para pedir a los dioses que allí moraban que le iluminaran en tan difíciles momentos.

Sopay, el Maligno, había acudido a visitarle.

El peor demonio de todos los demonios del averno había hecho acto de presencia cuando menos se lo esperaba, obligándole a enfrentarse a una difícil situación que no sabía cómo encarar.

Las indicaciones del Emperador habían sido muy claras, y tenía la ineludible obligación de retrasar por todos los medios a su alcance el avance de la procesión, manteniéndose siempre en contacto por medio de
chasquis
con la capital, a la espera siempre de nuevas instrucciones, pero ahora de pronto los acontecimientos se precipitaban.

Por mucho que lo intentara, no existía forma humana de retrasar en exceso la llegada a una montaña que se encontraba a la vista, y el plazo que le habían dado parecía inexcusable.

¡Tres días!

Que los cielos le protegieran.

¿Qué se podía hacer en tres días?

Cuando al fin regresó al improvisado campamento que se había montado en la única zona relativamente seca del páramo, llamó al más veloz de sus
chasquis
y le ordenó que emprendiera a toda prisa el regreso a la capital.

—Mensaje para el Emperador… —le dijo—. Pero no es secreto, y debes intentar que tus compañeros lo extiendan a todo lo largo del camino: Tupa-Gala tiene intención de consumar el sacrificio dentro de tres días en la cima de una montaña desconocida que domina la puna negra que se alza a unas veinte leguas al suroeste del río Apurímac. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido.

—¡Repítelo!

—Tupa-Gala tiene intención de consumar el sacrificio dentro de tres días en la cima de una montaña desconocida que domina la puna negra que se alza a unas veinte leguas al suroeste del río Apurímac… ¡Queda tranquilo! —añadió—. Mañana al mediodía el Emperador habrá recibido tu mensaje.

—Corre entonces, y que los dioses guíen tus pasos. El
chasqui
hizo una leve inclinación de cabeza y partió a tal velocidad que quien le viera pasar imaginaría que no podría soportar semejante ritmo más que unos pocos minutos.

En el enrarecido aire de una altitud de más de tres mil metros y un suelo fangoso y frío en el que se hundían los pies, ni el mejor atleta hubiera conseguido mantener tan increíble velocidad ni tan siquiera el tiempo que tardara en perderse de vista, pero aquél, al igual que el resto de sus compañeros, había sido seleccionado desde muy niño para semejante menester y estaba dispuesto a reventar con tal de cumplir su misión.

Sus piernas de acero, sus dilatados pulmones, su fe y un pequeño saco de hojas de coca que tan sólo tenían derecho a consumir cuando se encontraran en plena carrera los impulsaban siempre hacia adelante porque sabían que de ello dependía en gran parte la seguridad del Incario.

Comenzaba ya a nublársele la vista cuando alcanzó la siguiente posta en la que un hombre aguardaba. Le transmitió por dos veces el mensaje, le obligó a repetírselo, y permitió que partiera a toda carrera rumbo al norte.

Luego se dejó caer sobre la caliente manta de piel de alpaca, se arrebujó en ella y se quedó profundamente dormido.

Tal como había prometido, antes incluso de la hora marcada, un sudoroso
chasqui
se arrastró a los pies del Emperador para repetir puntualmente las palabras del capitán de la guardia.

El hijo del Sol, casi un semidiós, dueño y señor de la vida de millones de seres humanos, no pudo evitar sentirse profundamente abatido, y no por lo que significara la vida de una niña a la que ni siquiera había visto nunca, sino porque le preocupaba la reacción de su esposa cuando tuviera conocimiento de tan infausta noticia.

Los
hampi-camayocs
, aquellos sesudos doctores a los que en lo más profundo de su alma despreciaba, pero que eran los que en aquellos momentos estaban al cuidado de la reina, le habían advertido con la máxima sinceridad de que eran capaces de que debía evitarle todo tipo de disgustos.

—Necesita tranquilidad y reposo… —habían diagnosticado—. Mucho reposo, alimentos sanos, nada de picantes, nada de coca, y en especial ni un solo sobresalto. Los dos próximos meses son cruciales.

—¡Maldito Tupa-Gala! —musitó una vez más para sus adentros—. ¡Mil veces maldito! Con cien vidas que tuvieras no pagarías por el daño que nos estás causando.

Para un hombre que desde el mismo día en que tomó conciencia de que descendía de una estirpe de Emperadores se consideraba prácticamente omnipotente, el hecho de sentirse atado de pies y manos por culpa de un sucio intrigante le producía una sorda ira que amenazaba con devorarle.

Sabía que le bastaba con pronunciar una sola palabra, «Mátalo», para que todo volviese a la normalidad, pero sabía también que dar tan drástica orden significaba aceptar que cuando se enfrentaba a un difícil problema su única razón se limitaba al uso de la fuerza.

Se preguntó cómo habría actuado en semejante situación el ladino Pachacuti, que tenía justa fama de ser el Inca más inteligente desde que Manco Cápac fundara la estirpe.

Pachacuti reunía en una sola persona la fiereza del jaguar, la astucia del zorro y la visión del cóndor, por lo que había sabido consolidar y engrandecer el Imperio hasta unos límites que nadie había soñado con igualar.

Sentado en aquel mismo trono, Pachacuti habría sabido imponerse a Tupa-Gala sin permitir que la situación se le fuera de las manos, probablemente porque ningún Tupa-Gala de este mundo se hubiera atrevido siquiera a planteársela.

Ahora él, sentado en el trono de Pachacuti, se veía obligado a reconocer que en su afán por convertirse en un Emperador demasiado justo había acabado por convertirse en un hombre demasiado débil.

Con el paso de los años había conseguido ganarse el sincero amor de su pueblo, eso era muy cierto, pero al mismo tiempo había propiciado que no se le temiera tal como se había temido por tradición a la mayor parte de sus antecesores.

A causa de ello emergían los Tupa-Gala que le desafiaban abiertamente, los Rusti Cayambe que se atrevían a traicionarle, su propia hermana que se entregaba a un indigno esclavo o todos aquellos que en los más apartados rincones del Incario comenzaban a plantearse la posibilidad de abandonarle si no proporcionaba pronto un heredero al trono.

A solas en el acogedor gabinete en el que solía refugiarse cuando necesitaba meditar sobre los complejos asuntos de Estado, se planteó una vez más que tal vez había llegado el momento de demostrar que cuando decidía ser fuerte podía llegar a ser más fuerte que nadie.

Si la voz no le tembló a la hora de ordenar ajusticiar a la princesa Ima, que llevaba su propia sangre, no veía por qué razón tenía que temblarle a la hora de acabar con rebeldes y enemigos.

Al atardecer ordenó que trajeran a su presencia a Tito Guasca, del que ya sabía que había regresado al Cuzco abiertamente enfrentado a Tupa-Gala, y en cuanto lo tuvo arrodillado a sus pies inquirió sin rodeos:

—¿Qué dictan las normas del Templo de Pachacamac acerca de un
capac-cocha
en la cima de una montaña desconocida?

—Nada en absoluto, y por lo tanto, a mi modo de ver, es ilegal, mi señor —fue la firme respuesta—. «Aquel que mueve la tierra» puede dormir en el Misti, el Picchu-Picchu, el Chanchani, el Sara-Sara e incluso el Ampato, pero jamás lo haría en un picacho desconocido.

—¿Estás seguro de eso?

—Completamente, mi señor. Al igual que un rey no acostumbra a dormir en una choza de pastores, un dios no duerme durante meses en una ignota montaña, y por lo tanto, ofrecerle un sacrificio en un lugar semejante carece de toda lógica y responde únicamente a intereses personales de alguien a quien el resto de la comunidad del templo repudia.

—¿Es cierto eso?… —se interesó de inmediato el Inca—. ¿Tu comunidad repudia a Tupa-Gala?

—Totalmente, mi señor. Siempre nos hemos opuesto frontalmente a esta insensatez.

—¿Y tu comunidad puede garantizar que la tierra no se moverá pese a que no se celebre semejante sacrificio?

—Eso nunca podemos garantizarlo, oh, gran señor —se apresuró a puntualizar el interrogado, visiblemente inquieto—. Pero lo que sí puedo aclararte es que no apreciamos síntomas de que vaya a ocurrir en breve plazo con sacrificio o sin sacrificio.

¿Estáis dispuestos a hacer público el repudio al que ha sido hasta ahora vuestro sumo sacerdote?

—En cuanto tú nos autorices, mi señor.

—Bien… —sentenció el Inca—. Desde este mismo momento quedas autorizado. Quiero que mañana todos los miembros de la comunidad salgan a las calles del Cuzco proclamando abiertamente su rechazo a la actitud de vuestro antiguo líder. Ello me permitirá ordenar su inmediata ejecución.

—¿Crees que aún estás a tiempo de impedir el
capac-cocha
, mi señor? —quiso saber el otro.

—Me temo que ya es demasiado tarde, pero al menos esa inútil muerte servirá para dejar claramente establecido, de cara al futuro, que nadie, ni tan siquiera un sumo sacerdote, puede hablar o amenazar en nombre de los dioses.

—Confío en que lo ocurrido no te haya predispuesto contra nuestra comunidad, oh, gran señor. Nunca estuvimos de acuerdo con las decisiones de Tupa-Gala, pero la ley nos obligaba a obedecer.

—Injusto es aquel que culpa a inocentes por los pecados que no les corresponden. Y la primera obligación de un gobernante es la de ser justo. ¡Vete en paz y considérate desde este momento sumo sacerdote del Templo de Pachacamac!

Cuando Tito Guasca hubo abandonado la estancia, el Emperador mandó llamar al
chasqui-camayoc
, responsable de las comunicaciones del reino, para tratar de averiguar cuánto tiempo tardarían sus hombres en transmitir un mensaje al capitán de la guardia allá en la lejana puna negra.

—Día y medio, mi señor.

—¿Por qué tanto, si tardaron menos en venir?

—Está a punto de caer la noche, hace mucho frío, y el tiempo amenaza lluvia, mi señor. En semejantes circunstancias mis hombres deberán extremar las precauciones o corren el riesgo de sufrir un accidente y no llegar nunca.

—La vida de una niña dependerá de ellos.

—Lo sé, mi señor, y estoy convencido de que se esforzarán al máximo, pero tú conoces bien la peligrosidad de esos caminos.

—¡Bien! Que partan cuanto antes.

—¿Y el texto del mensaje?

—Impedir el sacrificio y traer a mi presencia, encadenado, a Tupa-Gala.

—«Impedir el sacrificio y traer a mi presencia, encadenado, a Tupa-Gala» —repitió casi como un loro el
chasqui-camayoc
—. Si existe una sola posibilidad entre un millón de que tu mensaje llegue a tiempo, llegará, mi señor.

—Serán recompensados por ello.

—Su mejor recompensa es servirte, mi señor.

El buen hombre abandonó la estancia a toda prisa, y apenas lo había hecho cuando hizo su presencia la reina Alia, que parecía haber estado aguardando en la antesala el final de la entrevista.

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