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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

El Inca (29 page)

BOOK: El Inca
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—¿Cómo están las mujeres? —quiso saber.

—Sin el menor problema, mi señor… —fue la segura respuesta del hombrecillo de mirada torva—. La primera está ya a punto de dar a luz.

—Demasiado pronto, ¿no te parece?

—Conviene estar prevenidos, mi señor, y ya he enviado a mi gente a localizar otras posibles madres por si fuera necesario.

—Bien… Lo que en verdad importa es conservar el secreto.

—Confía en mí. Si llegara el caso, cosa que sinceramente dudo puesto que en esta ocasión el embarazo de la reina no parece presentar problemas, nadie sabría qué es lo que ha ocurrido en realidad.

—Así lo espero… —El Emperador guardó silencio, pareció dudar, pero al fin observó a su interlocutor con extraña fijeza para inquirir—: Y ahora dime… ¿Se ha dado esta situación con anterioridad?

—No te comprendo, mi señor… —replicó evasivamente Yahuar Queché.

—¡No trates de engañarme! —le reprendió ásperamente el Inca—. Me comprendes muy bien. Quiero saber si, a lo largo de la historia de mi dinastía, se ha presentado alguna vez un problema de sucesión que haya obligado a tomar medidas semejantes.

—No, que yo sepa, mi señor.

—¿Estás completamente seguro?

—Ni los historiadores de más feliz memoria, ni en ningún
quipu
de los muchos que conservan los
quipu-camayocs
, tienen constancia de que algo así haya podido suceder. Por el contrario sabemos que Pachacuti tuvo que deshacerse de alguno de sus hijos con el fin de evitar futuras disputas, y por lo que a mí respecta, estoy absolutamente convencido de que por tus venas no corre más sangre que la de tus gloriosos antepasados.

—Por tu comentario deduzco que presentías que ese tema me preocupaba.

—No soy ningún estúpido, mi señor. Y creo que te conozco bien. Eres un hombre justo que gobierna con mano firme porque está convencido de que lo hace porque ésa es la razón por la que vino al mundo.

—Sin embargo, en este caso en especial no estoy siguiendo las normas que yo mismo me impuse.

—Aún no hemos llegado a ello, mi señor.

—¿Pero y si llegamos?

—En ese caso no me quedaría más remedio que hacerte comprender que la paz y el bienestar de tus súbditos bien merecen semejante sacrificio. Por mucho que te cueste actuar de un modo impropio, o por mucho que pudiera remorderte en un futuro la conciencia, ésa forma parte de la carga que depositaron sobre tus espaldas el día en que fuiste nombrado Emperador.

—¿Pretendes decir con eso que debo gobernar incluso en contra de mis propias convicciones?

—Cuando tus convicciones están en contra de los intereses de millones de seres humanos, desgraciadamente sí… —El hombrecillo hizo un amplio gesto con las manos como queriendo señalar que no existían demasiadas alternativas—. O lo haces así, o renuncias a gobernar, y te recuerdo que en tu caso no tienes en quién abdicar.

—¡Eso es muy cierto! —El Inca lanzó un hondo suspiro—. ¡Bien! —añadió—. Lo único que podemos hacer es confiar en que la reina dé a luz felizmente a un auténtico descendiente del dios Sol.

—¿Me permitirías que te hiciera una pequeña puntualización a ese respecto, mi señor?

—Naturalmente…

El torvo personaje se tomó un tiempo como para medir muy bien sus palabras, y por último señaló:

—Sé que has condenado a muerte a Rusti Cayambe y a la princesa Sangay Chimé, mi señor. Y tengo muy claro, por tanto, que ya no puedes volverte atrás y tendrán que ser ejecutados. —Carraspeó levemente—. No obstante, tengo constancia del profundo afecto que la reina Alia siente por ellos, y sinceramente creo que en su estado actual, tan cerca ya del final de su embarazo, la noticia de su muerte podría afectarla, tanto a ella como a la criatura que está por nacer… —Hizo una significativa pausa—. Mi consejo, por tanto, si es que me consideras digno de darte un consejo, es que aplaces la ejecución hasta que el heredero haya nacido…

—Eso es algo que no puedo hacer.

—¡Mi señor!… El Inca puede hacer lo que le plazca.

Capítulo 20

T
upa-Gala observó con gesto de profundo desagrado al despojo humano que tenía ante él y que apenas hubiera conseguido mantenerse en pie sí el capitán de la guardia no le hubiera cogido por el brazo, y tras agitar una y otra vez negativamente la cabeza, inquirió:

—¿A qué has venido?

—A buscar a mi hija… —replicó un casi balbuceante Rusti Cayambe.

—¿A tu hija? —fue la áspera pregunta—. Tunguragua ya no es tu hija. Es la ofrenda que el pueblo inca le hace a mi señor, Pachacamac, en desagravio por las ofensas a que fue sometido, y para suplicarle que no destruya el Cuzco de una sola sacudida.

—Sigue siendo mi hija, y lo seguirá siendo hasta el fin de los siglos, le guste o no a Pachacamac —musitó roncamente el recién llegado—. Viracocha, el Creador, que es el dios de todos los dioses, tuvo a bien concedérmela, y eso es algo que ni tú ni nadie puede negarme.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que Viracocha pudo concedértela para que se la ofrecieras a Pachacamac?

—Si un dios quisiera hacerle una ofrenda a otro dios, no tendría por qué valerse de simples seres humanos.

—¿Tanto sabes de dioses?

—Menos que tú, desde luego… —puntualizó con un hilo de voz el agotado general Saltamontes—. Y no he llegado hasta aquí para discutir sobre teología, sino para suplicarte que me devuelvas a mi hija.

—Pachacamac exige un sacrificio.

—¿Y no le satisfacerla más la vida de un general de los ejércitos del Inca que una inocente criatura que ningún daño ha hecho a nadie? Deja que suba a esa cima y me siente a esperar la muerte. Yo sabré hacerle comprender que nunca pretendimos ofenderle, que le respetamos, y que lo único que deseamos es ver nacer a un nuevo Emperador que continúe la estirpe.

—¿Estás ofreciendo tu vida a cambio de la de Tunguragua? Rusti Cayambe asintió convencido.

—Mi vida ya nada vale. Y sin ella, menos aún. Probablemente mi esposa ya ha muerto de frío, y por lo tanto me sentiré feliz de presentarme ante tu señor, que apreciará más la ofrenda de un valiente soldado que la de una niña asustada.

Tupa-Gala tardó muchísimo tiempo en responder.

Meditaba, y mientras lo hacía no dejaba de observar cómo la sangre se deslizaba por las piernas del hombre que tenía frente a él, y cómo poco a poco la nieve se iba tiñendo de rojo.

Al cabo de un tiempo que pareció infinito volvió a la realidad, clavó los ojos en el rostro desencajado y trémulo de un hombre absolutamente derrotado y en trance de rodar a sus pies en el momento menos pensado y por último señaló:

—Probablemente tienes razón, y una niña asustada no es el embajador más adecuado para una ocasión tan señalada… —Negó una y otra vez con la cabeza—. Pero también dudo que «Aquel que mueve la tierra» acepte que le enviemos una piltrafa humana, que es lo que en realidad eres en estos momentos… Ofrecerle a mi señor a un condenado a muerte por alta traición que a duras penas se mantiene en pie, significaría añadir una nueva ofensa a las ofensas.

—¡Pero continúo siendo general! —protestó Rusti Cayambe.

—¡Ya no! El Emperador te ha degradado. Ya no eres nada, y Pachacamac no es de los que se contentan con nada. 0 le ofrecemos un auténtico sacrificio, o rugirá con tal ímpetu que no quedará piedra sobre piedra de una punta a otra de la nación.

—Mi vida es todo lo que me queda… —le hizo ver su desesperado interlocutor—. ¿Acaso tu señor no preferirá a alguien que se sacrifica, feliz por lo que hace, que a una criatura aterrorizada?

—Sin duda… —admitió Tupa-Gala con un extraño tono de voz—. Pero más que alguien «feliz», preferiría alguien convencido de la importancia de semejante sacrificio… —Negó con la cabeza para acabar por afirmar—: Y ése no eres tú.

—¿Quién puede estar más convencido que quien se ofrece voluntariamente?

—Quien además admita que Pachacamac merece un grandioso sacrificio que supere todo lo imaginable realizado hasta el presente, y que al propio tiempo limpie por completo todas las dudas que puedan existir sobre el comportamiento de los sacerdotes de su templo… —Sonrió con amargura al añadir—: El sumo sacerdote de ese templo…

Se hizo un silencio en el que Rusti Cayambe y el capitán de la guardia se observaron, como si temieran haber entendido mal.

Por fin, el segundo de ellos inquirió con un hilo de voz:

—¿Tú?

—Yo.

—¿Estás hablando de sacrificarte a «Aquel que mueve la tierra» sentándote a esperar la muerte en lo alto de esa cima?

—Exactamente.

Nuevo silencio en el que dos hombres se mostraban incrédulos y un tercero seguro de sí mismo hasta el punto de que por último señaló con voz pausada:

—Soy consciente de los muchos errores que he cometido; del mal que he causado a muchos inocentes, y del merecido castigo que me espera. Mi pecado ha sido, como siempre, la soberbia, pero me precio de ser un hombre inteligente, y por lo tanto considero injusto que seres inocentes paguen por algo de lo que tan sólo yo soy responsable… —Observó con extraña fijeza a Rusti Cayambe, y a sus labios afloró una levísima sonrisa amarga al añadir—: Has demostrado ser un hombre muy valiente, no sólo por el hecho de llegar hasta aquí descalzo y semidesnudo, sino por el coraje que significa renunciar a todo por salvar a tu hija…

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—Nada —fue la respuesta—. Podías no haber hecho nada, pero al comprobar hasta qué extremos te ha llevado el amor por tu familia, admito que me equivoqué al juzgarte, y eres digno de unirte a una princesa de sangre real. Con hombres como tú el Imperio siempre estará a salvo. —Hizo un leve gesto con la mano hacia la pequeña tienda de campaña que se alzaba a sus espaldas—. ¡Llévate a tu hija! —dijo—. Te la mereces. Yo ocuparé su lugar en la cima de esa montaña, e intentaré convencer a mi señor para que continúe durmiendo durante mucho, mucho tiempo…

Giró sobre sí mismo e inició con paso firme el ascenso hacia la cumbre sin volver ni una sola vez el rostro.

Rusti Cayambe y el capitán de la guardia permanecieron inmóviles, observando cómo se alejaba con la misma serenidad con que solía ascender por las escalinatas del templo en los amaneceres en que se disponía a degollar una alpaca al pie del altar, y cuando al fin lo vieron tomar asiento en la cima para volver el rostro hacia poniente y quedarse muy quieto esperando la muerte, el segundo comentó roncamente:

—Recoge a tu hija y salgamos de esta maldita montaña antes de que caiga la noche y el frío nos mate a todos.

A media tarde habían dejado atrás las nieves eternas e iniciaban ya su apresurada marcha por la negra llanura, cuando vieron llegar hacia ellos un hombre que corría desalentado luciendo en la cabeza la roja cinta de los
chasquis
imperiales.

Cayó de rodillas a los pies del capitán de la guardia, aguardó unos instantes esforzándose por recuperar el aliento y por fin consiguió articular casi con un supremo esfuerzo:

—El Emperador ordena que se impida el sacrificio y Tupa-Gala sea conducido, encadenado, al Cuzco.

El otro hizo un leve gesto negativo al tiempo que indicaba la cima del picacho envuelto en brumas.

—¡Demasiado tarde! —replicó—. Demasiado tarde.

Capítulo 21

U
na silenciosa multitud se apretujaba en torno al cadalso que había sido alzado a los pies de la fortaleza norte, observando, entristecida, lo poco que quedaba de la hermosa pareja que años atrás marcara un hito en la historia del Cuzco, que durante tres días y tres noches vibró de alegría por el hecho de que una princesa de sangre real y un general de origen plebeyo decidieran unir sus destinos.

¡Cómo habían cambiado las cosas!

¡Qué esfuerzo había que hacer para reconocer en aquellas dos figuras demacradas, escuálidas, sucias y cabizbajas, que aguardaban arrodilladas al pie de sus verdugos, a los felices recién casados que antaño recorrieran entre vítores las calles de la ciudad!

¡Qué tristeza que los más dulces sueños concluyeran casi siempre en amargas pesadillas!

Cada soldado del Incario había tenido en Rusti Cayambe un ejemplo vivo del maravilloso futuro que esperaba a los valientes, y cada muchacha del Incario había visto en la princesa Sangay Chimé un espejo en el que reflejarse.

Y ahora estaban a punto de morir estrangulados.

¡Juntos, pero estrangulados!

¿Quién lo hubiera dicho durante aquellos tres gloriosos e irrepetibles días en los que el ancho valle se cubrió con un manto de música y risas?

Resonó la música.

Pero en esta ocasión no se trataba, como entonces, de alegres flautas y vivaces tamboriles, sino del severo retumbar de las trompas que anunciaban la presencia de un Emperador que acudía sentado en un pesado sillón de oro que cargaban entre más de cuarenta hombres.

Arrodillados, con la cabeza gacha, casi rozando la húmeda hierba con la punta de la nariz, los cuzqueños aguardaron, inmóviles, a que la comitiva de un centenar de soldados llegase ante el patíbulo, el Inca fuese acomodado a menos de diez metros de los reos y un tambor diese la señal de que podían alzarse.

Lo hicieron sin que se escuchara ni tan siquiera un murmullo.

El Emperador, lejano e impasible, parecía no encontrarse en aquel lugar y ni tan siquiera reparar en el deplorable aspecto de quienes iban a morir.

Durante largos minutos todo fue quietud.

Oscuras nubes descendían de los cerros del suroeste amenazando lluvia, pero podría creerse que hombres, mujeres e incluso niños se habían convertido en estatuas de piedra a las que nada, más que el destino de aquellos dos desgraciados, afectaba.

Al fin el Inca hizo un leve movimiento, recorrió con la vista la masa humana que se extendía ante él y concluyó por mirar directamente a Rusti Cayambe y a Sangay Chimé, que apenas se habían movido.

Por fin, como si regresara de un largo viaje a un lugar que tan sólo él parecía conocer, el Emperador alzó una voz clara, fuerte y severa.

—Habéis sido declarados culpables de alta traición, y por lo tanto no puede haber para vosotros otro castigo que la muerte… —dijo—. Así lo marcan las leyes, y así lo he ordenado… —Hizo una nueva pausa, y por último añadió—: Sabido es que el Inca no debe volverse atrás cuando toma una importante decisión, pero sabido es, también, que el Inca es todopoderoso por mandato divino, por lo que el destino de los hombres y las naciones depende pura y exclusivamente de su indiscutible voluntad… —Giró la vista con gesto desafiante, alzó aún más la voz y proclamó en un tono indiscutible—: ¡Yo soy el Inca!, descendiente directo de Manco Cápac y del dios Sol, y hoy mi corazón rebosa felicidad porque mi hijo ha nacido sano y fuerte, el futuro de mi dinastía está asegurado, y por lo tanto considero que no es éste momento de muerte y amarguras, sino de vida, felicidad y compasión…

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