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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (31 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Mas el faraón continuó impertérrito su camino, como si nada oyese. Él era el dios y haría lo que más conviniera a su país.

Tras Ramsés, el ejército entero irrumpió en la plaza.

Primero venían los escuadrones de carros, formado cada uno con veinticinco unidades, que eran mandados a su vez por un Auriga de la Residencia. Cada carro iba tirado por dos caballos y transportaba a un conductor y un combatiente
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Luego pasó la infantería. Las cuatro divisiones de Ramsés: Amón, Ptah, Ra y Sutejh, con sus vistosos estandartes y mandadas cada una por su
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desfilaron en perfecta formación.

Entre ellos, los prisioneros enemigos se alineaban dispuestos en filas con los codos atados a la espalda y una larga cuerda que enlazaba cuello con cuello. Arrastraban los pies como parias entre horribles sufrimientos, pues Ramsés había ordenado que les cortaran la lengua. A su lado, soldados con látigos, hechos de palmas trenzadas, les golpeaban inmisericordes cuando veían que alguno perdía el paso.

Ante aquella demostración de crueldad el pueblo se regocijaba, dando rienda suelta a oscuros instintos alimentados por la angustia vivida los días anteriores. Nadie tenía duda de lo que les hubiera ocurrido de haber sido vencidos por aquellas hordas del desierto.

Cerraban la marcha los arqueros nubios, los mejores del mundo, con sus arcos de doble curva que les hacían tan temibles. Luego, una procesión interminable de lamentos; mujeres, niños, animales…

Todo cuanto aquellas gentes poseían estaba ahora en poder del rey que lo donaría, en su mayor parte, al clero de los principales dioses.

Como era costumbre, el populacho vejaba cuanto podía a aquellos desgraciados que por allí pasaban, abrumados por el temor de su futuro incierto
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.

Toda la comitiva se detuvo cuando Ramsés llegó a la entrada del Gran Templo. Allí, hombres vestidos de un blanco inmaculado aguardaban solícitos; entre ellos, los sacerdotes
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con sus pieles de pantera.

Desde su posición, algo alejada, Nemenhat sólo acertó a distinguir cómo una figura, quizás el sumo sacerdote, se adelantaba de entre los demás invitando al faraón a entrar en el templo mientras se postraba ante él. Acto seguido, la sagrada comitiva desapareció tras los muros del santuario entre extraños cánticos. Ramsés se internaría en las profundidades del templo, hasta la sala donde habitaba el dios Ptah. Sólo el faraón, como reencarnación divina, y los sacerdotes encargados del culto diario del dios podían entrar allí. Los demás deberían esperar afuera, en la sala hipóstila, a que finalizara el acto de reencuentro con el dios.

Cuando la ceremonia finalizó, Ramsés apareció de nuevo por la puerta y el público volvió a aclamarle efusivamente. El pueblo vitoreaba así al último de los grandes faraones guerreros.

Finalmente, llegó la hora de los valientes; momento en el que el rey distinguiría públicamente a los soldados que habían sobresalido en la batalla.

Nemenhat no podía oír lo que Ramsés decía, tan sólo veía cómo se adelantaban los elegidos para ser ungidos por él. Pudo reconocer fácilmente cómo Userhet era abrazado por su majestad, ennobleciéndole así ante todo el país.

El acto continuó hasta que quedó enaltecido el último de los favorecidos. Éste se adelantó al ser llamado; tenía un aparatoso vendaje en la cabeza y caminaba orgulloso hacia el dios.

Al distinguirle, Nemenhat quedó sorprendido. Era Kasekemut el que se dirigía con paso marcial al encuentro del señor del mundo conocido, para ser a su vez honrado como hijo predilecto de su pueblo. Aunque Nemenhat supiera reconocer los valores de su amigo, no pudo por menos que admirarse por aquello. El ser condecorado por el faraón era un honor que muy pocos alcanzaban. Viejos soldados curtidos en mil campañas apenas llegaban a ser considerados ni con una simple mirada del rey. Sin embargo, Kasekemut, en su primera acción de guerra, entraba por el vestíbulo que conducía a los grandes hacia la gloria.

Recapacitando un poco, a Nemenhat tampoco le extrañó demasiado lo que veía, pues sabía de lo que su amigo era capaz; y él había marchado a aquella guerra dispuesto a todo. Se jugaría la vida tantas veces como fuera preciso con tal de llegar a la meta que se había trazado. Kasekemut era así.

Desde aquella distancia, Nemenhat no acertó a apreciar que la condecoración que recibía su amigo era una mosca de oro; preciado galardón otorgado en premio a la combatividad
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. Mas a él le daba igual, pues una gran emoción le embargaba por lo sucedido y sólo ansiaba el poder abrazarle.

Fue un sentimiento espontáneo enseguida velado por la amarga realidad. Él jamás volvería a abrazar a Kasekemut, sencillamente porque su amistad se había quebrado para siempre. Ya nada podía hacer; sus caminos se separaban en este punto y él debía seguir el suyo solo.

Nemenhat no esperó a ver cómo el faraón y sus tropas marchaban hacia sus cuarteles. Ya nada le retenía allí, así que abandonó aquel lugar por una de las innumerables callejuelas camino de su casa.

Las siguientes jornadas pasaron monótonas para él, pues trabajó todo el día ayudando a su padre en la carpintería. Era un encargo hecho por Seneb para uno de sus futuros clientes; un ataúd de pino.

Ahora que Shepsenuré disponía de esta magnífica madera, podía hacer este tipo de trabajos para todo aquel que pudiera permitírselo, pues el pino era muy caro. Era un buen negocio, en el que participaba también el embalsamador. Este ofrecía sus servicios al futuro finado, incluyendo el sarcófago de pino; el interesado pagaba por adelantado el precio estipulado por la caja, y Shepsenuré la fabricaba repartiendo con Seneb parte de la ganancia. El cliente recogía el encargo y su familia lo guardaba para usarlo cuando pasara a mejor vida.

Para Shepsenuré era un trabajo más sencillo y lucrativo que hacer muebles, así que acabó prefiriendo este tipo de servicios. Se sorprendió al ver el número de pedidos que le requerían, dado su precio, mas no había dinero mejor empleado para un egipcio que el de su funeral; por ello, la gente solía costearse el mejor que podía.

El trabajo absorbió totalmente al joven distrayéndole por completo de sus problemas. Pero era un mal ardid para aliviar conciencias, por eso, cuando por la noche se estiraba en la cama con las manos bajo la cabeza, aquélla se removía. Si quería estar en paz con ella debería solucionar aquel asunto.

Así, una tarde se despidió de su padre argumentando una urgencia y se fue en busca de Kasekemut. Shepsenuré, que había notado a su hijo más taciturno de lo normal durante los últimos días, no dijo nada. Sabía que algún problema le acuciaba y lo mejor era que él mismo intentara resolverlo.

Era media tarde cuando Nemenhat llegó a casa de Nebamun preguntando por su hijo. Por el camino había estado pensando en cómo afrontar el problema, pero ello no hizo más que aumentar su confusión; nadie podría cambiar lo ocurrido.

—Kasekemut no está —respondió su padre mientras se protegía los ojos del sol de la tarde con una mano—. Últimamente anda muy ocupado con los preparativos de su boda. Seguro que le encontrarás en casa de Kadesh.

Nemenhat le dio las gracias y se marchó dejando al viejo sentado a la puerta de su casa.

Ir a casa de la muchacha era lo último que se le hubiera ocurrido hacer, por lo que estuvo deambulando por las calles cercanas a ésta, para ver si encontraba a su amigo.

En vista de su infructuosa búsqueda, decidió apostarse en una esquina próxima desde donde podía observar la casa discretamente. Esperó durante más de una hora infructuosamente, lo cual acrecentó su desazón; dentro de poco se pondría el sol, por lo que decidió desistir de su espera.

Se disponía a hacerlo, cuando la puerta que tan pacientemente había estado vigilando se abrió súbitamente dando paso a Kasekemut. Iba acompañado por Userhet y ambos salían con cierta prisa. Tomaron una de las calles que bajaban a los muelles y Nemenhat se dispuso a seguirles a prudente distancia. Kasekemut parecía eufórico y no cesaba de dar palmadas en la espalda del gigante, que reía de quién sabe qué ocurrencias.

Con ese estado de ánimo, Nemenhat pensó que seguramente se dirigían a alguna de las tabernas de moda en el puerto, a celebrar algo.

Nemenhat resolvió terminar de una vez con aquello, por lo que se adelantó rápidamente y le llamó por su nombre.

Al oírle, Kasekemut se volvió presto. Los últimos rayos de un sol, que ya moría, acertaron a darle de lleno en su cara iluminando la fea herida que le cruzaba su frente.

Ambos se aproximaron hasta quedar a menos de dos codos de distancia, observándose sin decir nada.

—No pensé que tuvieras el atrevimiento de venir a verme —dijo al fin Kasekemut.

—En realidad ya te vi cuando entraste en triunfo en la ciudad; y me alegré de tu ascenso.

—¿Que te alegraste? Hablas como el amigo que no eres.

—Entiendo que pienses así, mas créeme si te digo que te aprecio como tal.

—Nunca imaginé que tuvieras tal desvergüenza después de lo que hiciste.

—Admito que tuve parte de culpa en…

—¿Parte de culpa? —estalló Kasekemut colérico—. ¿Llamas parte de culpa a llevar a Kadesh por un solitario bosque e intentar abusar de ella aprovechándote de su confianza?

—Pero, pero eso no fue lo que pasó, yo…

—Tú eres una vergüenza para cualquiera que crea ser tu amigo. Cuando escuché lo que habías hecho no daba crédito a lo que oía; mas al saber los detalles…

—¿Los detalles? Te juro que yo no abusé de Kadesh.

—¿Ah no? Y entonces ¿cómo llamas tú al hecho de abalanzarte sobre ella? ¿Acaso niegas que estabas tan excitado que descargaste tu simiente sobre su vestido mientras ella intentaba librarse de ti?

Nemenhat puso ojos de asombro ante aquello.

—Eso no ocurrió así —dijo con tono ofendido.

Kasekemut se acercó entonces quedando a un palmo de él.

—¿Qué es lo que insinúas? ¿Acaso dices que ella se ha inventado todo esto porque sí?

—Sólo te digo que yo nunca abusé de Kadesh.

—Debería cortarte el cuello aquí mismo por sólo pronunciar su nombre. Te confié a mi futura esposa y tú te aprovechaste de ella.

—Admito mi culpa en eso y me siento despreciable por haber cedido a la tentación de…

—¿Haber cedido a la tentación?

Al decir esto, a Kasekemut se le congestionó la cara. Nemenhat le miró la frente y le pareció que aquella herida estaba a punto de estallar.

—Desde luego eres un insolente.

—Siento que creas eso, y el que nunca sepas la verdad de lo ocurrido.

—Miserable —bramó Kasekemut escupiéndole a la cara.

Nemenhat ni tan siquiera pestañeó cuando sintió como la saliva le recorría el rostro. Sus ojos se limitaron a mirar fijamente a los de Kasekemut con toda la frialdad que les fue posible.

—Ya no somos amigos —dijo Kasekemut en un susurro—, y escúchame bien, Nemenhat, si te cruzas de nuevo en mi camino lo lamentarás.

Así acababa la amistad entre los dos muchachos, con un salivazo y una velada amenaza.

«Dioses que regís los destinos de todas las criaturas, decid si a veces vuestros designios no hacen de los hombres sino marionetas movidas por invisibles hilos; terribles en ocasiones. De nada vale lo que pensemos, pues nuestro entendimiento no es capaz de abarcar tales sutilezas; tumultos de emociones que tratamos de racionalizar y no podemos.»

Algo así sentía Nemenhat viendo alejarse al que, hasta ese momento, había sido su mejor amigo. Una inmensa pena le embargaba y, sin embargo, notaba que había aliviado su conciencia.

El sol se encaminaba ya a un inframundo que mandaba a su ejército de sombras a cubrir la tierra; su amistad, como el día, acababan al unísono. Las calles se llenaban de débiles candelas, cuyas tenues luces eran devoradas por la oscuridad; era ya tiempo de regresar a su casa.

Seneb se encontraba eufórico. La victoria sobre los pueblos del oeste había inflamado su inagotable llama patriótica hasta tal punto, que bien podría ocupar un cargo como responsable de la propaganda del Estado. Hasta Shepsenuré se sentía contagiado por su pasión.

—Eres un escéptico recalcitrante; ya te dije que nuestros dioses no nos abandonarían.

—Fueron las cuatro divisiones de Ramsés, Seneb —contestó moviendo negativamente la cabeza.

—¡Almas de Nejen!
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—exclamó Seneb abriendo los brazos—. Jamás vi tanta obstinación.

—¿Obstinación? ¡Si nos salvamos por poco! Si las tropas tardan un día más en encontrarlos, a estas horas no estaríamos aquí hablando tranquilamente.

—¡Precisamente! Qué mejor prueba necesitas; los dioses nos protegieron en el último instante dirigiendo a nuestro ejército hacia el combate.

Shepsenuré lanzó una carcajada.

—No te rías por tener un corazón tan ciego.

—Perdóname, amigo mío; te aseguro que no me río de ti.

—Bueno, no pasa nada; ocurre que a veces no pierdo las esperanzas de poder hacer llegar un poco de luz a ese corazón duro que tienes.

—Duro como el granito, ¿eh?… Bien, bebamos un poco más para ablandarlo.

—Sabia decisión, este vino no podemos dejarlo aquí.

Bebieron durante toda la tarde en animada charla cantando las excelencias de este o aquel vino.

—Tengo que reconocer que los vinos que me has dado a probar, provenientes de las tierras lejanas que circundan el Gran Verde, eran magníficos. Aunque al principio mi paladar los encontrara algo extraños. No entiendo por qué no acostumbran a endulzarlos como nosotros.

—Cada pueblo tiene sus costumbres, pero has de reconocer que, una vez te habitúas a ellos, dejan en tu paladar los más exquisitos matices.

—Es cierto —dijo Seneb moviendo la cabeza—. Tienen una nobleza incuestionable, pero qué quieres; quizá sea un caso perdido pero siento debilidad por los vinos nacionales.

Shepsenuré le miró maliciosamente.

—No me mires así, te lo ruego; pero este vino que estamos bebiendo es para mí el más preciado de los néctares. Vino de Per-Uadjet (Buto), creo que no existe nada igual —dijo apurando su copa de un trago.

No había duda de que Seneb tenía sus razones al decir aquello; mas el vino de Buto tenía la propiedad de soltar la lengua y la del embalsamador hizo honor a aquella fama.

Ya al abrir la segunda ánfora, los dos amigos se desternillaban de risa por cualquier comentario y Nemenhat, que acababa de llegar, se sorprendió al verles tan contentos.

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