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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (33 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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El patio de su casa se encontraba siempre lleno de grano, legumbres, hortalizas… los vecinos le daban lo que podían como reconocimiento a su desinterés; y a veces no tenía más remedio que aceptar aquellos regalos, pues si no, se sentían ofendidos. Era, por tanto, absurdo el pensar que ella sintiera desconsideración alguna hacia Nemenhat, aunque sí curiosidad.

La polémica que habían mantenido hacía tiempo le creó alguna confusión. Era imposible para una persona educada en las más profundas tradiciones, el comprender los puntos de vista del muchacho. La discrepancia era inevitable, sin embargo la rebeldía de sus palabras ante el orden establecido, la desconcertó. Nunca en su vida había oído a nadie hablar así. Además había algo en él que no podía precisar y que le daba un sutil atractivo; algo misterioso sin duda. Por otra parte, le había agradado verlo aquella noche junto a las murallas trabajando con el resto de los hombres, ante el peligro que se cernía sobre la ciudad.

Conversaron sobre banalidades, algo que suele resultar apropiado para distender el ambiente y que Nemenhat agradeció; pues no le apetecía hablar de cuestiones personales.

En una de las pausas, Nubet se levantó para traer un poco de natrita disuelta en agua y así poder realizar el
sen shem shem;
limpieza de boca y dientes. Se dio entonces cuenta Nemenhat de la extraordinaria limpieza que había en la casa y en el hecho de que las moscas, que tanto abundaban en Menfis, no les hubieran molestado.

—Supongo que será debido al natrón de las paredes —dijo.

—El natrón es efectivo, pero si quieres librarte definitivamente de ellas, lo mejor es el aceite de oropéndola.

—Curioso. Y dime, ¿cómo te las arreglas para ahuyentar a los roedores? Con todos los alimentos que guardas en el patio, será difícil evitar que se te llene de ratas.

—No hay ni una —contestó la muchacha sonriendo—. Para ello no hay nada mejor que poner sacos llenos de grasa de gato.

—¿Grasa de gato?

—Sí; al principio huele un poco, pero luego se pasa y es sumamente efectivo.

—Y si quieres que las serpientes no te molesten —intervino Seneb—, pon semillas de cebolla. Aunque lo mejor sería que las pusieras en el nido del reptil.

El joven asentía sorprendido pues nunca antes había escuchado nada de aquello.

Seneb bostezó y luchó con sus ojos para que no se le cerraran; pero enseguida su cabeza cayó sobre el pecho y acto seguido abrió los ojos sobresaltado.

Era el momento para marcharse y Nemenhat dio las gracias a padre e hija por la magnífica velada y su grata compañía.

—Siempre serás bienvenido a esta casa —decía Seneb mientras le acompañaba a la puerta—. Puedes venir a compartir nuestros alimentos cuando quieras.

—Gracias, Seneb; y gracias también a ti, Nubet, por la comida y por tus consejos. ¿Así que, grasa de gato?

—Sí, en sacos —contestó ella burlona.

El final del período de la inundación (Akhet) era el preferido de Nemenhat. Los días, menos calurosos, invitaban a disfrutar de todas las maravillas que el Valle regalaba magnánimo. Las aguas, que todo lo habían anegado, se retiraban ahora perezosas dejando multitud de charcas por doquier y una tierra negra que era una bendición para todos los habitantes; al haber sido fecundada por el limo. Las riberas bullían de vida, ya que todas las especies se beneficiaban de la crecida, que renovaba aquel valle por completo. Donde ahora había agua, en poco tiempo germinarían magníficas cosechas, motivo éste de eterna alabanza al dios Hapy.

Nemenhat disfrutaba recorriendo las riberas y fundiéndose con el ancestral paisaje, que permanecía en comunión perfecta con la naturaleza desde tiempos remotos. Era la época preferida por los cazadores para capturar presas, puesto que el río se hallaba lleno de aves migratorias ante la proximidad del invierno; por eso era fácil verles tender sus redes para apresarlas. En Egipto había una gran afición por la caza; no sólo como fuente alimentaria, pues los egipcios eran grandes amantes de los animales y gustaban de domesticarlos. Por ello era común el capturar las presas vivas y luego venderlas en los mercados.

Con la llegada al poder de Ramsés III también había proliferado la aparición de grandes cazadores. Éstos habían sido organizados en grupos por el faraón con la misión de capturar animales para sacrificarlos a los dioses. Gacelas, antílopes y sobre todo oryx eran presas codiciadas por estos cazadores que no dudaban en adentrarse en el desierto en su persecución, desafiando grandes peligros. Porque, además de inofensivos animales, Egipto estaba poblado por especies peligrosas. Cuando se caminaba junto a las orillas del Nilo convenía ser precavido, puesto que los cocodrilos estaban permanentemente al acecho y era mejor mantenerse a una prudente distancia del agua para evitarlos. También los hipopótamos eran peligrosos, sobre todo para las frágiles barcas de los pescadores que, a veces, eran volcadas por estos animales muy proclives a volverse irritables, y que podían partir en dos a un hombre con sus mandíbulas.

Si se abandonaba los fértiles márgenes del Nilo y se adentraba en el desierto, otros muchos peligros amenazaban a los incautos. Allí abundaban los leones, que solían mantenerse alejados del hombre y de las zonas urbanas, los chacales y las hienas. Por si esto fuera poco, había tal cantidad de cobras, víboras o escorpiones, que podía parecer un milagro que las gentes del país pudieran sobrevivir a tanta amenaza. Sin embargo, todos convivían en una extraña armonía. Los habitantes de aquellas tierras sabían que todos los animales estaban allí con ellos, desde el principio, desde que los primeros dioses visitaron Kemet; por lo que llegaron a aceptarlos como parte consustancial del país. Y no sólo eso; fueron capaces de estudiar sus hábitos y costumbres, alabando las cualidades que cada cual tenía y acabando por hacerles formar parte de su iconografía sagrada, llegando a divinizarlos.

Eso no significaba que no hubiera que tomar precauciones, y por ello, Nemenhat caminaba siempre acompañado de su arco al que se había aficionado. Era un arco magnífico que él mismo se había fabricado tomando como referencia el utilizado por los arqueros reales. Como el muchacho disponía de pulso firme y una vista muy aguda, hacía puntería con gran facilidad y pronto se convirtió en un extraordinario tirador.

Después de pasear por los frondosos palmerales que rodeaban la ciudad, solía dirigirse a su lugar preferido; un altozano situado en los lindes del desierto, desde el que tenía buena vista. Desde allí veía a los pescadores compitiendo por la pesca, por la que a veces llegaban a pelearse, y a los cazadores que gritaban alborozados al atrapar los pájaros en sus redes; aquello le gustaba. Mirar el Valle sentado sobre las primeras arenas del desierto, creaba el más grandioso de los contrastes; y él sentía su poder. El desierto le atrapaba con su enigmática belleza, hasta el punto, de experimentar por él un extraño hechizo.

Había pasado unos días algo melancólico desde que supo la noticia de la boda de Kasekemut. Arguyendo varios pretextos a su padre, salía por la mañana temprano para vagar por los campos sin rumbo, absorto en sus pensamientos. Al final, siempre acababa allí repasando una y otra vez lo que ya no tenía solución.

Kadesh y Kasekemut se habían casado, y se habían instalado en una casa situada al otro lado del río, próxima a los cuarteles militares.

La noticia le había entristecido, porque era la última línea del papiro de la gran amistad que con Kasekemut tuvo. Allí moría, de la peor forma posible que podía hacerlo, con traiciones y engaños. Pero el papiro se había acabado; aquella última línea lo cerraba y así debía quedar.

Su mente analítica decidió archivarlo en la más recóndita estantería de su corazón, como último vestigio de lo que jamás debería volver a hacer. Llegada la hora en que su alma fuera pesada, Osiris decidiría si debía ser castigado.

Aquella tarde se levantó del lugar con el ánimo renovado, dejando el peso que lo atormentaba abandonado junto a aquellas arenas. Estiró sus miembros desentumeciéndose mientras volvía su cabeza al desierto que, un poco más arriba, se extendía hasta los confines de la tierra conocida. Allí mismo comenzaba Saqqara, la mayor necrópolis que el hombre haya conocido. Reyes, reinas y nobles se habían hecho enterrar allí durante mil años y Nemenhat sintió de nuevo el deseo de explorarlo en busca de tumbas perdidas.

La carretera que salía de Menfis bordeaba la sagrada necrópolis en su dirección al sur. Por una extraña coincidencia separaba la región en dos territorios, la tierra negra (Kemet), que representaba la munificencia, y la roja (Deshert), yerma, baldía y dominio de Set. Era una obviedad para cualquiera de los caminantes, que de ordinario transitaban, el contraste entre aquellos parajes. De un lado la gran llanura de aluvión que llegaba hasta el río y en la que palmerales y cultivos cohabitaban juntos aprovechando la vida que ofrecía cada palmo de tierra fértil. Por otro, la altiplanicie calcárea sobre la que se asentaba el inmenso desierto. La vida y la muerte separadas por una carretera, como una clara advertencia a lo próximas que caminan las dos en la realidad.

Para los habitantes de Menfis aquella vía era el acceso natural a Saqqara, pues de ella nacían caminos que se adentraban en sus primeras arenas, para morir súbitamente engullidas por ellas.

Nemenhat se desvió en un punto donde antaño se alzó el templo del valle del faraón Unas. Allí existió un embarcadero, en lo que fue el lago sagrado de su complejo funerario. De todo ello sólo quedaban algunas columnas palmiformes en pie, y bloques de piedras esparcidas por los alrededores. El muchacho respiró con satisfacción a la vez que dirigía sus ojos entrecerrados al sol. Era un día de finales de otoño y la temperatura era tan agradable que invitaba a pasear a aquellas horas. Miró aquellas ruinas sin interés y siguió caminando. De la parte trasera de lo que una vez fue templo, salía una larga calzada. Era la vía procesional que unía aquel templo con otro, a setecientos cincuenta metros, adjunto a la pirámide en la que Unas se enterró. La vía alternaba partes comidas por la arena, con otras en buen estado en la que la calzada mantenía sus muros y cubierta intactos.

Caminó junto a ella por aquel terreno ascendente sintiendo los tibios rayos del sol como un elixir delicioso. Al principio, esto le hizo andar despreocupado, pero luego pensó que sería más prudente evitar a los vigilantes que, a veces, deambulaban por la necrópolis. Torció a la derecha entre las hondonadas de un terreno más escarpado y ascendió con cuidado deteniéndose de vez en cuando, para cerciorarse de que únicamente la soledad le acompañaba. Cuando llegó arriba, la planicie le mostró en toda su extensión su enigmática fuerza.

A Nemenhat el lugar le sobrecogía; y no porque allí estuvieran sepultados los más antiguos reyes de Egipto, no era eso. A él no le importaban en absoluto los reyes, por los que no sentía ningún respeto; mas las obras que habían erigido eran algo bien diferente. Lo que el hombre había sido capaz de crear para culminar el sueño megalómano de un dios, era algo que le maravillaba.

Clavó sus ojos en la imponente estampa que el complejo de Djoser le ofrecía: la primera pirámide concebida por el hombre en seis escalonados pedestales; para que el alma del faraón pudiera ascender por ellos a los cielos y unirse con los dioses en una comunión estelar.

Aunque la había visto con anterioridad, le seguía maravillando tanto como la primera vez. Para él, simbolizaba el poder, el auténtico poder sobre la tierra; no el que ejercía Ramsés actualmente.

Con toda la grandeza de la que se quisiera revestir, el poder de Ramsés estaba hipotecado en un equilibrio complejo con otras fuerzas políticas que ejercían su dominio en la sombra. Y aunque Nemenhat no era capaz de determinarlo, sospechaba que eran de una magnitud que iba más allá de lo imaginable.

Allí enfrente estaba la representación de la autoridad sin ambages. Todo el pueblo había trabajado para culminar aquella obra; y al terminarla, se habían sentido orgullosos del esfuerzo realizado. Lejanas épocas sin duda, en las que el poder del rey no había sido menoscabado todavía, por el clero y la nobleza.

Suspiró mientras se aproximaba. El recinto se encontraba en un estado de lamentable abandono. La muralla de caliza de Tura que lo rodeaba había desaparecido en algunas partes y en otras la arena casi la cubría. Tampoco la pirámide tenía muy buen aspecto, pues aparte de su ruinoso estado, el viento del desierto había ido acumulando arena sobre las terrazas durante casi diez siglos, haciendo olvidar la gracia que sus formas tuvieron en un principio. Pero a pesar de todo, aquélla seguía siendo la referencia de la necrópolis, pues no había ningún otro monumento que se le pudiera comparar en Saqqara.

Todo el mundo lo conocía en Egipto y sabían que pertenecía a Netjerykhet, el nombre con el que reinó el faraón Djoser III. Alrededor de aquellas quince hectáreas que componían el recinto, no había más que ruinas, escombros y cascotes; vestigios al fin de glorias pasadas. Sólo al suroeste, y muy próxima al recinto sagrado de Djoser, se encontraba un monumento en buen estado. Se trataba de la pirámide de Unas, cuya vía procesional había seguido en un principio y que, aunque más pequeña que la de Djoser, brillaba bajo los reflejos que los rayos del sol causaban sobre la piedra caliza que la cubría. Aquel brillo era como un reclamo, pensó el joven, que de inmediato se interesó por ella.

Nemenhat también había oído muchas veces ese nombre, pues no en vano, su calzada salía de la misma carretera general y era punto de encuentro para numerosos viandantes que la tomaban como referencia.

Djoser y Unas eran los únicos nombres que Nemenhat conocía. Los demás restos arqueológicos que veía alrededor, no tenía idea de a quién habían pertenecido. Suponía que el amasijo de piedras que se alzaba junto al muro, al noreste, fue en otro tiempo una pirámide; mas no sabía que había sido construida por Userkaf. Se aproximó por curiosidad y sólo pudo admirar algunos fustes y capiteles caídos, donde en otro tiempo se alzó un templo funerario anexo a la pirámide.

Mas allá se veían montículos de piedras sobre el suelo, que no eran sino los vértices de pirámides tragadas por la arena con pequeñas lomas de tierra a su alrededor que, con seguridad, ocultaban las mastabas donde se habían hecho enterrar los nobles servidores de aquel faraón.

Nemenhat se sonrió al pensar lo fácil que le parecía descubrirlas. Realmente no había más que localizar la tumba del dios para poder saber dónde estaban las de sus más inmediatos allegados; todos querían enterrarse cerca del señor de Egipto. Pero además, él parecía poseer un sexto sentido para ubicarlas.

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