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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (70 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Nemenhat observaba admirado cómo Min desarrollaba su labor a conciencia. Éste exhibía una pulcritud y un orden encomiables que aquél sólo era capaz de reconocer dentro de su absoluta ignorancia. Por eso, se limitaba a obedecer a su gigantesco amigo, y a admirar su obra.

Aceites, resinas, vino de palma, ungüentos; metros y metros de vendas de lino de diferentes calidades. Todo se hallaba dispuesto en la forma pertinente, listo para su uso.

Nemenhat no pudo evitar el alabar la habilidad demostrada por el hombre de ébano.

—Esto no es nada comparado con la pulcritud con que Seneb hacía su trabajo. Te aseguro que no vi nunca manos tan hábiles como las suyas para desempeñar este oficio. Siempre haciendo la incisión en el lugar oportuno, poniendo la cantidad adecuada de natrón en la lavativa, extrayendo los órganos enteros… No como esa chusma de advenedizos que prolifera hoy en día por ahí, y que sólo son capaces de sacar las vísceras a pedazos. ¡Escoria! —juraba Min escupiendo en el suelo—. Deberías haberle visto extraer los cerebros por la nariz. ¡Qué precisión!, y sin vanagloriarse en absoluto por ello. Era un hombre digno hasta para desarrollar este trabajo.

—El más digno de cuantos conocí —intervino Nemenhat mientras atendía a la labor del africano.

—Qué duda cabe que a veces era un poco rígido, pues llevaba su ideal de la justicia a límites difíciles de entender para los que no teníamos sus conocimientos. Pero te aseguro que fue para mí el mejor padre, pues nunca conocí al verdadero. Él me enseñó lo poco que soy capaz de comprender.

—Su sabiduría nos sobrepasaba a todos.

Min movió su cabeza afirmativamente conteniendo a duras penas las lágrimas.

—Él nos ha dejado —continuó Nemenhat—, pero quedará en nuestro corazón para siempre. Allá donde se encuentre, seguro que se sentirá dichoso si permanecemos juntos; como la familia que somos. Tú eres nuestro hermano, Min, y siempre estarás a nuestro lado. Ésa es sin duda la última voluntad de Seneb.

Min miraba al joven con aquella expresión tan suya de niño grande, en la que sus ojos mostraban una inocencia difícil de imaginar en un hombre de su gran tamaño. Acabó sonándose los mocos con gran estruendo, pues era de lágrima fácil, como la más sensible de las matronas de Menfis.

Embalsamaron con gran cuidado el cuerpo inconsciente de Ankh, aunque, lógicamente, sin extraer ninguna de sus vísceras ni órgano alguno que pudiera ocasionarle la muerte.

Min se empeñó que sería conveniente ponerle una lavativa y vaciarle el vientre antes de embalsamarle, pero Nemenhat se negó haciéndole ver que no era ése el propósito que les movía. Por tanto, se tuvo que contentar con lavar bien su cuerpo con vino de palma y embadurnárselo con aceites y resinas antes de vendarlo.

Como es natural, utilizó lino de una calidad inferior, pues no estaba dispuesto a utilizar el de Sais en semejante canalla. Aun así, tuvo que emplear más de cincuenta metros de tan noble lienzo; era lo mínimo que debía hacer si quería terminar bien el trabajo.

A la mitad del proceso, Ankh despertó de su letargo. Tenía la parte inferior de su cuerpo vendada y al no poder moverlo se incomodó; de tal suerte, que se incorporó levemente para ver lo que ocurría. Como se encontraba todavía un poco atontado debido a los efectos del fármaco, no acertó a comprender lo que pasaba, y se limitó a mirar con cara de tonto las vendas que le cubrían de cintura para abajo.

Nemenhat le sonrió y volvió a sacar otro recipiente, éste un poco más grande, y se lo acercó para que lo tomara.

El escriba le observó mientras luchaba por mantener sus párpados abiertos, sintiendo cómo una mano le ayudaba a abrir su boca y cómo de nuevo aquel líquido amargo bajaba por su garganta hacia sus entrañas. Al poco rato, la inconsciencia volvió a apoderarse de él y ya no se despertó más.

Cuando Min acabó su labor nadie hubiera podido asegurar que, bajo el vendaje de lino, se ocultaba la figura de Ankh. Metros y metros de tela envolvían por completo aquel cuerpo en su totalidad como si de un cadáver más se tratara. Sólo un pequeño detalle le diferenciaba de éstos; eran las dos aberturas que Min había dejado en el vendaje, sobre los ojos del escriba, y las pequeñas incisiones en el lino para que pudiera respirar.

Aquella noche el viento no amainó y siguió soplando con fuerza. Dos hombres avanzaban casi encorvados para protegerse de la furia de los elementos mientras a su lado un pollino les seguía. Sobre éste, un fardo de considerables dimensiones se bamboleaba de un lado a otro azotado por la arena. Iban por la vieja carretera del sur como tres figuras espectrales procedentes de las tinieblas del Amenti sin más compañía que la suya, pues ningún mortal se hubiera atrevido en semejante noche a salir de su casa.

Anduvieron por aquel camino que tan bien conocían hasta pasar la antigua calzada que, mil años atrás, había ordenado construirse Unas para llegar a su pirámide. Nemenhat la reconoció a pesar de las ráfagas de arena que se empeñaban en anegarla, e hizo un gesto inequívoco a Min para que la siguieran. De inmediato, ambos se introdujeron en la necrópolis.

Los dos amigos no olvidarían en su vida aquella noche, en la que atravesaron Saqqara camino de la zona sur de la necrópolis en medio de una tormenta de arena como no habían visto jamás.

Cada paso que daban, era como subir un peldaño más de una escalera que parecía conducirles a la demencia. Sólo dos locos podían aventurarse en una noche como aquélla en las arenas del desierto, pues nadie en su sano juicio hubiera sido capaz ni tan siquiera de pensarlo. Incluso el pollino, demostrando con creces su mayor cordura, lo consideró un disparate, negándose a seguir avanzando en un momento dado. Pero aquellos dos hombres estaban resueltos a continuar, por encima de cualquier temporal que se les interpusiera; siendo su determinación mucho más fuerte que su sentido común, puesto que estaba movida por el potente resorte de la venganza.

Hundidos hasta las pantorrillas en el arenal, tiraban del pobre asno mientras el vendaval ululaba a su alrededor con un silbido espeluznante. Si cualquiera de ellos se hubiera detenido a escuchar, no habría tenido ninguna dificultad en reconocer en semejante aullido, el clamor de los miles de cadáveres que vociferaban desde las tumbas sobre las que caminaban.

Cómo Nemenhat pudo encontrar el lugar en medio de tal tempestad es un enigma. Quizá la respuesta estuviera en el hecho de que el joven formara ya parte indisoluble de la necrópolis, y que aquel mar de arena que lo cubría resultara para él como un libro abierto.

Min quedó muy impresionado cuando ambos llegaron al lugar donde había enterrado a Seneb y Shepsenuré. Había permanecido muy callado tratando de localizar el sitio exacto donde deberían estar los cuerpos, pues los restos de la cercana pirámide de Pepi I se adivinaban más que se veían en medio de semejante polvareda. Nemenhat le hizo signos inequívocos de que aquélla era la pirámide, y el gigantesco africano pudo entonces orientarse encontrando al poco el emplazamiento.

Excavó durante un buen rato mientras Nemenhat trataba de protegerle del viento lo mejor posible. La arena se acumulaba constantemente como si fluyera, incontenible, por un río cuya corriente creara el mismo desierto; pero Min continuó cavando tenaz, convencido de que, en cualquier momento, daría con ellos.

Por fin la herramienta se topó con uno de los cuerpos y, enseguida, las momias de sus viejos amigos aparecieron entre la arena.

Nemenhat le ayudó ahora presa de un incontenible frenesí, hasta liberarlos por completo. Miró a Min, y éste le hizo una señal con la cabeza indicándole quién de ellos era su padre. El joven se arrodilló y, cogiendo aquel cuerpo cubierto por su eterno sudario, lo abrazó, dando rienda suelta al torbellino de emociones contenidas desde hacía muchos meses, en su interior.

A través del silbido del viento, Min pudo oír los inconsolables lamentos de su amigo abriéndose paso, desgarradores, en medio del temporal. Tras unos minutos se acercó a él, por fin, ayudándole a levantarse, haciéndole ver que no podían permanecer por más tiempo allí. Nemenhat, limpiándose la sólida mezcla de polvo y lágrimas con el dorso de la mano, se incorporó prisionero de su rabia al tiempo que ayudaba al hombre de ébano a colocar los dos cadáveres sobre el pollino.

La macabra comitiva se puso otra vez en marcha con paso cansino y decaído aliento. La tumba de Sa-Najt se hallaba muy próxima, junto a la cercana pirámide de Merenra; pero por primera vez, Nemenhat se sintió desfallecer. El encontrarse con los restos de su padre había desencadenado en su interior poderosos sentimientos imposibles de explicar. Experiencias de toda una vida pasada junto a él, que amenazaban con deshacerle el corazón en mil pedazos a cada paso que daba. Advirtió la imposibilidad de tragar saliva, pues su garganta parecía negarse a ello, a la vez que pensamientos de toda índole se extraviaban a su control. Sintió cómo la enorme mano de Min le aferraba con fuerza uno de sus hombros dispuesta a levantar su ánimo, y le zarandeaba invocándole para que regresara de nuevo; justo en ese momento, los restos de la pirámide de Merenra aparecieron como por ensalmo.

El monumento funerario donde se había hecho enterrar el faraón era pequeño, como también lo había sido su reinado
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, y desparramaba sus milenarias piedras alrededor de su perímetro, incapaz de sostenerse solo. Nemenhat lo rodeó por su derecha y se dirigió hacia la zona rocosa cercana a la pirámide. Se detuvo de improviso y dio varias vueltas sobre sí mismo antes de proseguir su camino. A los pocos metros se detuvo e hizo una inequívoca seña a Min para que se acercara. Ambos se inclinaron y empezaron a apartar con las azadas la espesa capa de arena que cubría aquel paraje.

Cuando por fin el área quedó despejada, aparecieron los tablones que Nemenhat había dejado para tapar el pequeño pozo que daba acceso al lugar. Los retiraron con presteza, y Nemenhat dispuso que Min esperara arriba con las sogas, junto al asno, para ayudarle a bajar los cuerpos.

El joven descendió por el oscuro agujero y de inmediato se sintió aliviado al verse Ubre del espantoso viento. Encendió su lámpara y miró a su alrededor comprobando que todo estaba tal y como lo había dejado un año atrás, luego la movió suavemente haciéndole una señal a Min, e instantes después los tres cuerpos, uno tras otro, bajaron por el pozo atados por las cuerdas que Min sujetaba. Una vez abajo, Nemenhat asió el cadáver de Seneb y lo introdujo con cuidado por la abertura de la puerta hasta el interior de la tumba. El joven se incorporó entonces desplazando con cuidado su lámpara de un lado a otro mientras volvía a percibir la emoción que sintió el día que la descubrió. Enseguida recordó el largo corredor en el que se encontraba y los extraordinarios bajorrelieves que lo decoraban y que tanto le admiraron.

—Son los más maravillosos que he visto nunca —se dijo sin poder evitar el disfrutarlos de nuevo.

Pero de inmediato volvió a la realidad y se concentró de nuevo en la misión que le había llevado allí, cargando el cuerpo del embalsamador sobre sus hombros.

Caminó por el pasillo dejando la primera estancia hasta llegar a la segunda, desde donde el corredor doblaba a la derecha desembocando en la capilla para las ofrendas de Sa-Najt. Nemenhat depositó la momia de Seneb en el suelo con delicadeza, junto a una pared donde podía verse representado a un sacerdote que realizaba ritos de purificación para el difunto.

—Éste es el sitio apropiado para ti —susurró mientras tocaba con su mano el corazón de Seneb.

Regresó a por el segundo cuerpo, el de su padre, y realizó la misma operación. En un principio, Nemenhat había pensado dejar los cadáveres en estancias diferentes, pero en ese momento cambió de idea y decidió que los dos amigos descansaran juntos para siempre.

Sintió un pesar indescriptible cuando se separó del postrer abrazo con su padre, mas al incorporarse y observar los muros de la habitación repletos de imágenes que rebosaban vida, pensó que aquél era un buen lugar donde reposar durante toda la eternidad.

—Mucho mejor que cualquier otro que hubieras podido tener —dijo el joven casi en un murmullo—. Aquí estaréis en paz.

Después sacó el pequeño escarabajo de cornalina que en su día robó a aquella tumba y lo dejó suavemente en el suelo. Era el mundo al que pertenecía y del que nunca debió salir.

Nemenhat abandonó para siempre la capilla sobreponiéndose a su abrumadora pena y caminó de nuevo por el corredor, ahora con paso decidido. Al llegar junto a la puerta agarró el tercer cuerpo y lo arrastró dentro, esta vez sin miramientos.

Para Ankh había elegido el pequeño patio cuyo techo se hallaba soportado sobre dos pilastras y al que se accedía a partir de la primera cámara situada a la derecha. En aquel patio que hacía las veces de almacén, se habían depositado alimentos y todo tipo de utensilios pertenecientes al finado para que pudieran serle útiles también en la otra vida.

Al depositar sobre el suelo la momia de Ankh, Nemenhat pasó su lámpara por la vendada cara un instante sintiendo tal sobresalto, que a punto estuvo de que el candil se le cayera de las manos. A través de las aberturas que Min había dejado al embalsamarle, se veían los ojos abiertos del escriba que le miraban horrorizados.

El narcótico había dejado de surtir efecto y Ankh se iba recuperando poco a poco de su inconsciencia. Éste hacía ímprobos esfuerzos por mover sus labios, pero los músculos de su cara no le obedecían todavía y sólo era capaz de mirar muy fijamente al joven.

—Tu viaje toca a su fin —dijo Nemenhat con voz glacial.

El escriba apenas pudo parpadear.

—Te dije que te llevaría ante el tribunal de Osiris. ¿Recuerdas?

Ankh intentó moverse bajo su coraza de lino, pero fue inútil.

—Maat, como no puede ser de otra forma, vio enseguida la maldad que anida en tu corazón y tu alma pesó más que su pluma.

Ankh comenzó a proferir los primeros sonidos inconexos a través de sus vendas.

—Por tanto fuiste condenado. Pero Osiris decidió que no sería suficiente castigo para tu alma el ser devorado por Ammit. Así que, me ordenó que te trajera a este lugar. Una tumba olvidada y solitaria que ni siquiera tú conocías y en la que quedarás enterrado para siempre.

El escriba lanzó un grito que apagado por su mortaja sonó extrañamente distorsionado. Nemenhat se inclinó lentamente sobre él, mirando fijamente a los ojos que surgían por entre aquellas dos aberturas del vendaje. Los vio suplicantes; seguramente implorando mil perdones que él no estaba dispuesto a ofrecer, ni en esta vida ni en ninguna de las siguientes que pudiera tener.

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