El lenguaje de los muertos (38 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—También yo os conozco, señor. Os he visto en mi futuro. A menudo. ¡No sois un extraño!

Me quedé sin palabras. O si las tenía, se me habían quedado atragantadas. Pero… ¡yo era el señor de Ferenczy! ¿Qué debía hacer? ¿Bailar, reír, cogerla en mis brazos y hacerla girar por el salón? Era lo que deseaba, pero no podía revelar mis sentimientos. Me quedé allí, de pie, atónito, como un tonto, hasta que ella vino en mi ayuda.

—Si queréis que os lea el futuro, mi señor, llevadme a otro lugar, porque aquí no puedo concentrarme. Hay demasiada tristeza en este lugar, demasiada gente que entra y sale, demasiado barullo, y todo eso perturba mi videncia. Lo mejor sería un lugar más íntimo…

¡Vaya si sería mejor!

—Ven conmigo —le dije.

—¡Señor! —nos detuvo su padre—. ¡Ella es inocente! —la última palabra fue dicha con tono plañidero; los cíngaros no desconocían mi naturaleza.

Pero… ¿no conocía él a su propia hija? Pensé decirle: «¡Perro mentiroso! ¿Inocente esta mujer? ¡Si me ha lamido todo el cuerpo como si me estuviera bañando! ¡Si cada noche he derramado mis fluidos en su garganta incitado por su lengua y sus manecitas de cuatro dedos! ¿Inocente? Sí, tan inocente como yo».

Pero ¿cómo podía yo decir eso? ¡Mis noches de amor con Marilena no habían sido más que sueños!

Ella acudió una vez más en mi ayuda.

—¡Padre! —dijo—, he visto el porvenir, y no he leído ningún mal en mi futuro. O al menos, no a manos del señor de Ferenczy.

Él, no obstante, había percibido mi mirada, y sabía hasta qué punto había puesto a prueba mi hospitalidad.

—Perdonadme, señor —dijo bajando la cabeza—. No he hablado como un hombre que os lo debe todo, sino como un padre. Mi hija sólo tiene diecisiete años, y estamos entre extraños. Los Zirras hemos perdido demasiado en el día de hoy. ¡Ah, no he debido decir esto, pero es mi lengua, que habla casi sin que yo me lo proponga! Quiero decir, el pesar que me embarga es quien habla por mí —y se desplomó al suelo sollozando.

Me incliné y posé mi mano en su cabeza.

—Cálmate. Si alguien te hace daño, a ti o a los tuyos, en la casa de Ferenczy, deberá responder ante mí.

Después, conduje a Marilena a mis aposentos…

Una vez allí, donde nadie iba a molestarnos, y solos, le quité su abrigo de pieles y quedó con su vestido de campesina. Ahora se parecía más a la princesa que yo conocía, pero aún no era bastante. Mis ojos la quemaban con su mirada, ardían de sólo verla. Y ella lo sabía.

—¿Cómo puede ser? —dijo ella, asombrada—. ¡Realmente os conozco! ¡Mis sueños nunca fueron más vívidos!

—Tienes razón —le respondí—. No somos desconocidos. Hemos compartido los mismos sueños.

—Tenéis grandes cicatrices —dijo—, aquí en el brazo, y en el costado. —Y entonces yo, el señor de Ferenczy, me estremecí cuando me tocó.

—Y tú tienes un pequeño lunar rojo —le dije—, como una lágrima de sangre, en el centro de la espalda…

Junto a la gran chimenea, en la que crepitaba el fuego, había una pila de piedra para bañarse. Sobre el fuego, un gran caldero de agua añadía vapor al humo. Marilena se agachó junto al trípode y dio vuelta a la manecilla, vertiendo el agua en la pila. ¡Había aprendido a hacerlo en sus sueños!

—Estoy sucia del viaje y la nieve —me dijo.

Se desnudó y yo la bañé, y luego ella me bañó a mí.

—¿No es ésta una espléndida lectura privada del porvenir? —dije riendo.

Pero cuando la abrí e iba a deslizarme dentro de ella:

—¡Ah! —gimió—. Nuestros sueños no tuvieron en cuenta mi falta de experiencia, señor. Mi padre os ha dicho la verdad, señor. El futuro se acerca deprisa, eso es cierto, pero yo todavía soy virgen.

—¡Ah! —respondí gemido por gemido mientras la penetraba—. ¿Acaso no lo fuimos todos alguna vez?

Mi vampiro rugía en mi interior, pero yo lo contuve, y la amé sólo como hombre. De otro modo, para Marilena la primera vez hubiera sido también la última…

Lo diré ahora sin rodeos. Esto fue lo que sucedió:

En mis sueños onirománticos, tanto por curiosidad como por otras razones, había buscado a Marilena, me había enamorado de ella y la había seducido. O, mejor dicho, nos habíamos seducido el uno al otro.

Pero, me preguntarás, ¿cómo podría seducirme una niña sin experiencia? Y yo te responderé. ¡Porque en los sueños el peligro no existe! Suceda en ellos lo que suceda, cuando se despierta, nada ha cambiado en la realidad. En sueños ella podía permitirse todas sus fantasías sexuales sin pagar las consecuencias. Y también preguntarás, ¿cómo podía yo, Faethor Ferenczy, incluso dormido y soñando, ser otra cosa que un wamphyri? ¡Ah, pero yo era soñador mucho antes de convertirme en vampiro! Porque yo fui, en tiempos remotos, solamente un hombre. Las cosas que me habían perturbado en mi juventud de vez en cuando, todavía perturbaban mi sueño: los antiguos miedos, las viejas emociones y pasiones.

Estoy seguro de que me comprendes: todos sabemos que mucho después de que algo se haya convertido en una experiencia cotidiana e insignificante en el mundo de la vigilia, podemos aún revivirla en nuestros sueños con tanto miedo —o emoción— como la primera vez. En mis sueños, por ejemplo, yo todavía revivía el instante de mi propia conversión, cuando había recibido el huevo de mi padre y me había vuelto vampiro. ¡Ay, y qué terror me producían todavía esos sueños! Pero en la fría luz del día ese horror era rápidamente olvidado, y yo no era un vacilante adolescente, sino el señor de Ferenczy.

El encuentro de los sueños de Marilena con los míos, sin embargo, no había sido producto del puro azar: yo la había buscado, y la había encontrado. Y cuando me introduje en sus sueños, yo había soñado —como lo haría cualquier hombre— en tener relaciones sexuales con ella. ¡Y lo repito una vez más, ésos no eran simples sueños! Yo tenía los poderes de los wamphyri, y ella predecía el porvenir. Esos talentos son análogos a la telepatía. Ambos habíamos compartido realmente nuestros sueños; y por medio de ellos, conocimos nuestros cuerpos.

Todos nuestros besos y abrazos, y más tarde nuestros vigorosos e imaginativos apareamientos, habían tenido lugar en otro mundo —el de la mente—, donde todo estaba permitido; de modo que cuando finalmente estuvimos juntos, éramos como antiguos amantes. Salvo que, en la realidad, Marilena era inocente, y su cuerpo no había sido probado por hombre alguno. Yo comprendía esas cosas, pero ella no. Ella pensaba tanto que conocía el futuro, su futuro, gracias solamente a su talento, que no hubo en ello ninguna interferencia del exterior. No sabía que yo la había guiado en sus sueños con el magnetismo, y el hechizo de los vampiros y con…; todas las artes son instintivas en mí desde el comienzo de los siglos. ¡Ella creía que estábamos predestinados a ser amantes! Y quién sabe, tal vez de todas formas lo hubiéramos sido, pero yo no era tan tonto como para contárselo todo, y correr el riesgo de decepcionarla.

Y ahora, puede que también te preguntes cómo una joven guapa, fresca como una manzana, nueva de cuerpo y de alma, podía encontrar algún tipo de satisfacción cuando estaba despierta en una criatura vieja, no-muerta y llena de cicatrices como yo, en una criatura salvaje, cruel y llena de horror. ¡Me sorprendería que no te lo hubieras preguntado! Pero puede que hayas recordado lo que sabes sobre los poderes hipnóticos de los vampiros, y tal vez pienses que ésa es la explicación del misterio. Dirás: «Ella era su sierva, su juguete, no actuaba por su propia voluntad». Bien, no negaré que, antes de Marilena, había sido siempre así. Pero con ella no.

Para empezar, yo no era tan grotesco como tú posiblemente supones. Siendo un wamphyri, mis setecientos cincuenta años de edad no se notaban, salvo ocasionalmente en mis ojos, o cuando yo quería que los advirtieran. E incluso podía aparecer a voluntad tan viejo o tan joven como yo lo deseaba. Y en el caso de Marilena, siempre deseé ser joven, cuarenta años a lo sumo. Aun sin mi vampiro, era alto y fuerte, y tenía siglos de sabiduría, de encanto, de ingenio —y de fantasía— a los que recurrir. ¿Cicatrices? Sí, eran numerosas. Pero había retenido aquellas marcas por vanidad (me gustaba exhibir las muescas de viejas batallas) y para no olvidar a aquel que había causado muchas de ellas. Podía haber permitido a mi vampiro que las borrara por completo, pero no lo haría mientras Thibor viviera. No, usaba esas cicatrices como espuelas contra mis propios flancos, para estimularme si alguna vez mi odio flaqueaba.

Pero si dudas de que fuera guapo, recuerda cómo me describió Ladislao Giresci cuando te habló de la noche en que me quitó la vida. ¡Ah! ¿Lo ves? Aún entonces yo era todo un hombre. Pero debes disculparme; quien habla es mi vanidad. Los wamphyri han sido siempre vanidosos.

Y también te pido disculpas por haberme demorado tanto hablando de Marilena…, pero me daba placer hacerlo. Porque, ¿con quién más puedo compartir mis recuerdos? Sólo un necroscopio puede escucharme…

Tú sabes, claro está, que soy el padre de Janos, y ahora puede que hayas adivinado que Marilena era su madre. Él era mi hijo carnal, nacido del amor y el deseo entre un hombre y una mujer, de la ardiente fusión de la sangre, de la transmisión de un germen de vida del uno a la otra, para fecundar el óvulo de ella y producir la vida. Mi hijo carnal, mi hijo «natural», sin nada en él de vampiro. Así era como debía ser. Yo no sabía si se podía hacer, pero de todas formas lo intenté: traté de traer al mundo una vida independiente de la influencia de los wamphyri. Lo hice por Marilena, para que ella pudiera ser madre tal como manda la naturaleza.

¿Y si fracasaba y el niño se convertía en un vampiro? Aun así, sería hijo mío. Y yo le enseñaría las costumbres de los wamphyri, para que cuando yo saliera al mundo, él guardara de los enemigos mi castillo y mis montañas.

¡Ja! ¡Ja! Recordarás que en épocas anteriores había tenido las mismas esperanzas con el ingrato valaco Thibor. Bien, está en la naturaleza de todos los grandes hombres, supongo, intentarlo una y otra vez, y no hacer nunca cálculos en su porfía por alcanzar la perfección. Sólo que, y ya lo he dicho antes, yo no soportaba el menor fracaso…

Cuando Janos nació parecía normal. Había nacido de madre soltera, lo que desesperaba a Grigor, su abuelo, pero no significaba nada para mí. Sus manos tenían tres dedos y el pulgar, igual que las de Grigor y Marilena, pero esto no era más que una rareza, un rasgo heredado, sin ninguna connotación siniestra.

A medida que Janos crecía, se hizo evidente que yo había fracasado. Mi esperma, que yo intentaba por la pura fuerza de la voluntad mantener libre de las influencias púrpuras, había sido no obstante ligeramente infectado. Mi experimento era insensato: ¿puede un águila procrear una golondrina, o el lobo un sonrosado cerdito? Y cuánto más difícil es que un vampiro, cuyo mero toque infecta, engendre un niño inocente. Janos no era un verdadero vampiro, pero tenía la mala sangre de una de esas criaturas. Sí, y todos mis vicios multiplicados por dos, pero había heredado muy poco de mi flexibilidad, y nada de mi cautela. Claro que yo también había sido obstinado cuando joven; era su padre, y por consiguiente debía mostrarle el rumbo a seguir. Lo hice, y cuando hizo falta mano dura para que se detuviera, o rectificara su curso, la empleé sin demora.

Pero… él continuó siendo obstinado, orgulloso y cruel más allá de lo necesario. Su único aspecto bueno, en el que seguía fielmente mis enseñanzas, era la manera en que tenía dominados a los cíngaros. No sólo a los de Zirra, la tribu de su madre, que había aumentado con los años, sino a mis propios cíngaros, los de Ferengi. Todos ellos le amaban aún más que a mí. Y tal vez esto me amargó, e hizo que le tuviera un poco de celos. Y también podría ser que por esta razón me haya mostrado demasiado duro con él.

De todos modos, diré sólo una cosa más en su favor: amaba a su madre. Algo que está muy bien en los niños mientras lo son…; pero que no necesariamente sigue estándolo cuando se convierten en hombres. Porque hay amores y amores…, y tú comprenderás lo que quiero decir.

Entretanto, otros conflictos se habían ido gestando, y finalmente habían estallado en el mundo. Diez años antes, Saladino había invadido los reinos de los cruzados en Palestina; el siniestro mercenario Thibor combatía ahora en las fronteras de Valaquia, pagado por el oro de los príncipes títeres; en Turquía, los alzamientos mongoles se extendían como el fuego en un bosque cuando es atizado por el viento, y llegaban cerca de la frontera con Hungría. Otro Inocencio, el tercero, había sido elegido papa. Sí, relámpagos de tormenta cruzaban las oscuras nubes que cubrían los cielos del mundo.

¿Y qué lugar ocupaba Faethor Ferenczy en el orden de las cosas? En plena vejez y decadencia, deben de haber pensado algunos, en su castillo de las montañas. Enseñando modales a su hijo bastardo, mientras sus guardias cíngaros, feroces en otras épocas, bebían demasiado, se levantaban tarde y se burlaban de él a sus espaldas.

El tiempo seguía pasando sin demasiadas consecuencias para mí. Pero una mañana me levanté, sacudí la cabeza y miré a mi alrededor. ¡Me sentía atónito, aturdido, perplejo! Habían pasado veinte años, veinte rapidísimos años, sin que yo me diera cuenta. Pero en ese instante sí que lo percibí. Había vivido en una especie de letargo, enfermo, como hechizado: poseído por eso que los hombres vulgares llaman «amor». Sí, y me había reducido a la misma dimensión de esos hombres. Porque, ¿cuál era mi enigma ahora? No era más que un miserable boyardo, un oscuro barón cuyas posesiones, tierras baldías, nadie codiciaba. ¡Era el señor de una cochiquera de piedra en los riscos!

Acudí a Marilena y ella me leyó el futuro. Yo iba a embarcarme en una gran cruzada, grande y sangrienta, y ella no se interpondría en mi camino. No sabía cómo interpretar sus palabras. ¿Que no se interpondría en mi camino, ella, que no soportaba separarse de mí? ¿Y a qué cruzada se refería? Pero ella se limitó a menear la cabeza. No había visto nada más, pero yo lucharía en una terrible guerra santa; y después de eso… todas sus artes adivinatorias al parecer fracasaban. ¡Ah!, ¿cómo podía yo saber que ella había leído su propio porvenir… y había descubierto que no tenía futuro?

Pero… Marilena había hablado de una terrible guerra santa. Medité sobre sus palabras, y decidí que era posible que estuviera en lo cierto. Las noticias viajaban lentamente en aquellos días, y en ocasiones ni siquiera me llegaban. Comencé a sentirme encerrado, y mis antiguos sentimientos de frustración retornaron, más intensos que nunca.

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