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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (49 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
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Kamerynn volvió la ancha cabeza hacia el zumbido que se acercaba desde atrás, casi como si todavía tuviese ojos, y oyó una voz que chillaba excitada. Una serie de preguntas asaltaron al unicornio con demasiada rapidez para que pudiese comprenderlas. Sin embargo, estaba seguro de que el extraño visitante no era un enemigo.

Newt pestañeó agitado y afligido al mirar al antes poderoso unicornio. Kamerynn había enflaquecido en las últimas semanas. Sus anchas costillas se destacaban claramente debajo de la ahora maltrecha y antes resplandeciente piel. Pero lo que más advirtió Newt fue los ojos dañados y pálidos del unicornio, y la ceguera del animal le causó una honda impresión.

Como todas las criaturas del valle de Myrloch, Newt sabía que el unicornio era el buen hijo de la Madre Tierra y protector del valle. Ahora, al verlo tan invalido, un sentimiento de peligro y desesperación atenazó al pequeño dragón. Quería frenéticamente ayudar al unicornio. Pero ¿cómo?

Newt continuó hablando a Kamerynn, pensando y hablandole. Por lo visto, el unicornio no comprendía sus palabras, pues el dragón—duende le había hecho muchas preguntas sin obtener respuesta, mientras aquél seguía andando por el sendero del bosque. Cómo encontraba el camino, aunque anduviese despacio, era algo que Newt no podía adivinar.

Un pequeño arroyo cruzaba su camino, y el unicornio se detuvo con cautela. Newt pasó zumbando sobre la corriente. Casi sin pensarlo, se imaginó un puente sobre el arroyo: un acto casual de su magia ilusionista. Y apareció el puente. Era una sólida estructura de piedra, demasiado grande para el riachuelo, pero a Newt le gustó de todos modos. Volvió la espalda a la ilusión, decidiendo, regocijado, dejarlo allí y esperar que algo intentase cruzarlo antes de que la magia dejase de surtir efecto.

Entonces Newt se detuvo, olvidándose de agitar las alas en su asombro. Vio, mientras saltaba ligeramente al suelo, que los ojos ciegos del unicornio seguían el perfil de su puente ilusorio.

¡El unicornio podía ver las ilusiones!

La mente de Newt, por lo general bastante distraída, pasó con rapidez de este conocimiento a una sencilla deducción y, después, a un plan. ¡Sabía cómo ayudar al unicornio i

Palmeteando con alegría y pestañeando excitado, proyectó una ilusión delante del unicornio, una ilusión que imitaba con toda exactitud la realidad del camino que se abría delante de ellos. Kamerynn saltó gozoso hacia adelante y emprendió tal galope que Newt tuvo que lanzarse a toda velocidad para alcanzarlo. Cuando el unicornio llegó al extremo de la mágica visión, Newt repitió su pequeño truco y así continuó una y otra vez.

Por último, el dragón—duende se posó sobre la cabeza del unicornio y después se arrastró sobre el ancho cuerno. Y así, con el dragón proyectando sus hechizos y el unicornio saltando sobre el suelo mágicamente reproducido delante de el, corrió la pareja por los caminos apartados del valle de Myrloch.

22
El páramo envuelto en niebla

Un revuelo de pelos negros llamó la atención de Tristán, quien se volvió a tiempo de ver el caballo del Jinete Sanguinario cruzando el patio al galope. En un primer momento, su mente no captó toda la significación de la escena; después distinguió la cara pálida y el cuerpo flaccido doblado sobre la cruz del corcel.

—¡Robyn!

El nombre se pegó en su garganta. Sin pensarlo, corrió hacia la caballeriza en busca de Avalón.

Pero el Jinete había salido ya del castillo y descendía galopando por el camino. Con un sentimiento de aversión, Tristán miró la resplandeciente espada que tenía en la mano y supo que el arma no le permitiría marcharse mientras la Bestia permaneciese allí.

Tristán trató de arrojar la espada al suelo. ¡Tenía que rescatar a Robyn! Pero la empuñadura parecía estar pegada con firmeza a la palma de su mano. A pesar de todos los esfuerzos de su voluntad, no pudo soltar el arma.

—¡Maldita seas! —gruñó, volviéndose hacia la Bestia, que había retrocedido hacia el borde del patio.

Vio que el monstruo observaba al Jinete y a su cautiva, con los ojos chispeantes y la cara torcida en una grotesca mueca.

Tristán levantó la Espada de Cymrych Hugh y avanzó hacia la imponente criatura.

Los hombres del norte se apartaron en tropel de la Bestia y, en su afán por escapar, rodaron o cayeron por las vertientes de la colina.

Con un grito estremecedor de frustración, la gran cabeza escamosa dejó de mirar al principe de Corwell para seguir la negra estela dejada en el páramo por el caballo de Laric. Antes de que el príncipe pudiese atacar, el monstruo se deslizó sobre la cima y saltó como un enorme felino por el camino empinado. A los pocos momentos, desapareció también en el ondulado terreno de los páramos.

El monstruo seguía el rastro del Jinete Sanguinario.

Las fauces de Canthus estaban teñidas de sangre roja de hombres del norte y su peluda piel tenía cortes y señales de una docena de heridas. Pero la presión de la Manada había sido demasiado fuerte para los hombres del norte y los últimos vestigios del ejército invasor huían ahora de los gruñidores atacantes.

Levantaron el sitio de Caer Corwell, corriendo por las calles de la villa hacia el refugio de sus barcos, todavía varados más alla del pueblo.

El ataque de los lobos perdió poco a poco intensidad, al dejarse sentir la fatiga y las heridas. A su alrededor, el campo estaba rojo con la sangre de los hombres del norte muertos.

Pero ahora, al detenerse los lobos, la sed de sangre comenzó a extinguirse de sus ojos. Con curiosidad y recelo, miraron a su alrededor. La Manada se desentendió de los últimos invasores que huían al darse cuenta, de pronto, de que habían entrado en un poblado humano.

Escabulléndose y gruñendo con nerviosismo, los lobos abandonaron la villa, volviendo a toda prisa al páramo. Una docena de ellos corrieron hacia el sur, seguidos de más de una veintena, en una pequeña banda. Varias veintenas salieron trotando hacia el este y otros corrieron hacia el norte. La Manada se dispersó en dirección a los cuatro puntos cardinales.

La llamada de la diosa ya no los mantenía unidos. En cambio, oían la voz de la Madre que les hablaba de cubiles, de cañadas en el bosque, de claros estanques de aguas cristalinas.

Los lobos pensaron en venados y en conejos, y sus estómagos se estremecieron con un hambre natural. Ninguno se detuvo a comer la carne que su furioso ataque había dejado atrás, sino que, disuelta la Manada, los lobos regresaron a sus silvestres parajes.

La enorme y maligna figura se movía con agilidad por el páramo, siguiendo el negro y humeante rastro dejado por el Jinete Sanguinario y su cautiva.

Desde el montículo de Caer Corwell, Tristán y el resto de los defensores observaron cómo corría el monstruo y, poco a poco, sintieron desvanecerse el calor del combate.

Al príncipe le escocían los ojos con las lágrimas. Contempló el castillo, hogar de su familia durante generaciones, y vio la muerte y los destrozos ocasionados por la Bestia y sus secuaces. Y miró el ondulado páramo y la figura de la Bestia que desaparecía, y la masa de hombres del norte que se retiraban más allá de la villa de Corwell.

El dominio ejercido por la espada sobre Tristán fue menguando, a medida que la Bestia se alejaba más y más. Por fin, el príncipe se volvió y buscó a sus amigos entre la multitud de silenciosos y estupefactos observadores.

—¡Daryth! Debes tomar el mando de la fuerza —gritó al calishita, que estaba cerca.

La piel morena de Daryth estaba manchada de mugre negra, pero su semblante resplandecía de resolución. Sonrió y asintió con la cabeza.

—¡Brigit! ¡Finellen! —Tristán se volvió a las dos hembras que habían sido tan firmes aliadas durante la lucha—. ¿Podéis ayudar a Daryth y a los ffolk a arrojar a los hombres del norte hacia sus barcos?

—¡Será un placer! —gruñó la barbuda capitana de los enanos, acariciando su hacha manchada de sangre.

—Desde luego —dijo con voz serena Brigit.

—¡Combatientes ffolk! —gritó Tristán, dirigiéndose a la creciente congregación de su gente en el devastado patio—. ¡Los salvajes invasores de nuestra tierra han huido! ¡Sólo falta empujarlos a sus barcos y lejos de aquí...! ¡Con unos recuerdos que no los inviten a volver jamás!

—¡Mueran los hombres del norte!

—¡Arrojémoslos al mar!

Los gritos fueron en aumento al darse cuenta la gente de Corwell de que la batalla estaba casi ganada. Sólo les quedaba recoger la recompensa.

Keren estaba plantado entre la multitud, observando al príncipe con renovado respeto. Tristán se volvió hacia el bardo y sus miradas se cruzaron.

—¿Quieres venir conmigo?

No necesitaba explicarle su misión.

—Ya están ensillando nuestros caballos —respondió Keren—. ¡La rescataremos o moriremos en la empresa!

Aunque el bardo era un buen orador, no parecía del todo convencido del éxito de su acción.

—¡Yo iré también!

Esta declaración, en voz estridente pero muy resuelta, procedía de Pawldo. Tristán se volvió y vio al halfling con una venda blanca cubriéndole la frente y un ojo.

—Gracias, viejo amigo —respondió el príncipe, arrodillándose al lado del halfling—. Pero debes quedarte aquí y recobrar fuerzas. Tus heridas...

—Mi príncipe —dijo Pawldo, en un tono suplicante inusual en él—, es la dama Robyn...

—Desde luego.

Tristán se levantó, apretando los dientes para reprimir unas súbitas lágrimas.

—Tendrás que encontrar a otro para perseguir a los hombres del norte —dijo Daryth—. Yo iré también contigo.

—Pero... —empezó a objetar Tristán, pero la gratitud hacia sus amigos fue como una cálida oleada en su interior—. Muy bien. Partiremos los cuatro en cuanto podamos.

Miró desesperado a su alrededor, buscando a alguien que fuese capaz de encargarse de la situación.

Como en respuesta a su pensamiento, se abrieron de golpe las puertas de la caballeriza y salieron de ella varios hombres de armas conduciendo una gran yegua castaña. Al ver al jinete, Tristán pestañeó asombrado. Al mismo tiempo, una ronca y frenética aclamación brotó de las gargantas de los ffolk que se hallaban en el patio.

El rey Byron Kendrick montaba una vez más su caballo de guerra.

Al acercarse corriendo, el príncipe vio con sorpresa que su padre había sido atado a la silla. Sus piernas fracturadas estaban sujetas a las espuelas y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Sin embargo, su vigoroso brazo derecho blandía un pesado sable.

—¡Pueblo de Corwell! ¡Seguidme al combate! ¡Libremos a nuestro reino de la chusma de invasores!

Las palabras del rey enardecieron de nuevo a su gente.

El rey Kendrick miró al príncipe, que estaba en pie al lado de su caballo.

—Que tengas suerte, hijo mío. Sé que la encontrarás.

Sujetando el sable bajo el brazo lesionado, alargó la mano ilesa y oprimió el hombro de Tristán. Después levantó la barba de plata en un gesto agresivo.

—¡A las armas, mis ffolk! ¡Los arrojaremos al mar!

Mientras los combatientes bullían en el patio, organizándose para la persecución, el príncipe y sus tres compañeros corrieron a las caballerizas y montaron. Los mozos de cuadra habían ensillado ya tres caballos blancos de las amazonas y se afanaban llenando de provisiones las alforjas.

Tristán recogió la vara de roble en la puerta de la torre.

—Es posible que la necesite —dijo a los otros, al montar en Avalón.

De pronto, un ladrido alegre y familiar resonó en el patio y, al volverse, Tristán vio un podenco que saltaba en su dirección.

—¡Canthus!

Tristán saltó al suelo en el momento en que el gran podenco se lanzaba jubiloso sobre él y lo hacía caer sobre las losas. Las fauces de Canthus estaban manchadas de sangre seca y su cuerpo, marcado con muchas heridas, pero se comportaba como un alegre perrito que diese la bienvenida a su amo después de una larga ausencia.

—Perro fiel —suspiró Tristán, acariciando el peludo cuello del can.

Canthus agitó el rabo.

—¡Todo un podenco! —dijo Daryth, arrodillándose junto a ellos y acariciando el cuello del perro, mientras luchaba por reprimir las lágrimas—. ¡Nunca pude creer que hubieses muerto!

Canthus se volvió y lamió la cara del calishita. Después se soltó, inclinó la cabeza a un lado y miró hacia el patio y el castillo como si buscase a alguien más.

Sabiendo que el perro lo comprendería, Tristán le dijo:

—No está aquí —y montando de nuevo a su caballo blanco añadió—: ¡Pero la traeremos!

Las vigorosas patas impulsadas por la magia del negro corcel transportaron a Laric y a su prisionera mucha distancia antes de que cesara el embrujo. Pero, incluso entonces, el resistente caballo siguió corriendo con imponente velocidad, manteniendo un medio trote regular y alejándose más y más de Caer Corwell.

Laric sabía que habría una persecución. En realidad, sospechaba que tanto los amigos de la druida como su propio amo estarían ansiosos de venganza. Pero ninguno de estos perseguidores sería un digno rival para él, pensó el macabro Jinete.

La pálida luna se elevó en el cielo nocturno. Dos noches más, calculó Laric, y habría luna llena. No parecía un tiempo demasiado largo.

Robyn gimió y se movió. Complacido, el Jinete miró a su prisionera, apartándole con brusquedad el hombro para poder verle la cara. La piel de la doncella tenía una palidez espectral y el brazo izquierdo estaba manchado de sangre seca de las heridas producidas por las garras de Laric. Se estremeció de dolor, manteniendo los ojos cerrados con fuerza.

Aunque la carne y la piel se habían desprendido, corrompidas, de la mayor parte de la cara de Laric, unos labios carmesíes marcaban todavía su boca, y habló con la lengua hinchada y ulcerada.

—Ahora eres mía, druida.

Sus garras esqueléticas acariciaron los largos mechones negros casi con ternura. Pasó una uña mellada, que brotaba de un dedo huesudo y grotesco, a lo largo de la mejilla de Robyn, riendo entre dientes ante el estremecimiento de ella.

Habiendo sentido que sus músculos se contraían, Laric estaba apercibido cuando ella se retorció de pronto tratando de desprenderse de él. Despiadadamente, Laric, el Jinete Sanguinario, sujetó con más fuerza sus cabellos y la empujó con dureza sobre la cruz del caballo.

—Muy bien —dijo, riendo entre dientes y con voz estropajosa.

Apretó sus garras sobre la nuca de ella y sintió fluir su sangre caliente entre los dedos. Robyn permaneció completamente inmóvil.

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