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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El prisionero en el roble (8 page)

BOOK: El prisionero en el roble
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—¿Queréis que os ayude con las trenzas? —Mientras la Peinaba comentó—: Mordret… Bueno, hoy ha demostrado que los sajones lo bautizaron bien. Se ha ganado un sitio por valor y descaro, en vez de exigirlo de Arturo por parentesco. Pero ignoraba que fuera tan buen combatiente. ¡Se las compuso para ser la nota brillante del día! Aunque Galahad haya ganado el premió, nadie hablará más que de la osadía de Mordret.

Una de las damas de la reina se acercó a ellas.

—Ignoraba que tuvierais un hijo, señora Morgana.

—Yo era muy joven cuando nació —dijo sin alterarse—, Morgause lo ha criado. Yo misma casi lo había olvidado.

—Debéis de estar muy orgullosa de él. ¡Y qué apuesto! Tanto como el mismo Lanzarote —comentó la mujer, con ojos brillantes.

—¿Verdad que sí? —El tono de Morgana era muy cortés; sólo su tía, que la conocía bien, supo que estaba enfadada—. Creo que el parecido los incomoda a ambos. Pero Lanzarote y yo somos primos hermanos; cuando éramos niños, me parecía más a él que a Arturo. Nuestra madre era alta y pelirroja, como la reina Morgause, pero la señora Viviana descendía del antiguo pueblo de Avalón.

—¿Y quién es el padre? —preguntó la mujer.

Morgana apretó los puños, pero respondió con una sonrisa benévola.

—Es hijo de Beltane; el Dios reclama a todos los niños engendrados en los bosques. No olvidéis que fui discípula de la Dama del Lago.

La mujer trató de ser cortés.

—¿Allí todavía se mantienen los ritos antiguos?

—Y la Diosa permita que continúen hasta el fin del mundo.

Tal como esperaba, eso acalló a la mujer. Morgana le volvió la espalda para dirigirse a su tía.

—¿Estáis lista, señora? Bajemos al salón. —Y al salir del cuarto dejó escapar un largo suspiro de exasperación y alivio—. ¡Tontas chismosas! ¿No tienen otra cosa que hacer?

—Probablemente no —respondió Morgause—. Sus muy cristianos padres y maridos se aseguran de que no tengan otra cosa en que ocupar la mente.

Las puertas del gran salón estaban cerradas, para que todos entraran al mismo tiempo.

—De año en año, Arturo aumenta la pompa —comento Morgause—. Ahora, gran procesión de entrada, supongo.

—¿Qué esperabais? Ahora que no hay guerras tiene que apelar ala imaginación de su pueblo; he oído que fue un consejo de Merlín. —Sonrió de verdad, por primera vez en todo e día—. Incluso Arturo sabe que no puede retener a los suyos solo con una misa y un festín. Si no hay ninguna maravilla a la vista, no dudo que el rey y Merlín prepararán alguna. ¡Lástima que no pudieran demorar el eclipse hasta hoy!

—¿Se vio en Gales? —preguntó Morgause—. Mi gente se asustó. Y las necias de Ginebra debieron de chillar como si fuera el fin del mundo.

—Ginebra tiene pasión por rodearse de necias. Pero ella no lo es, aunque le guste parecerlo. No me explico cómo las tolera. —Tendríais que ser más paciente —advirtió la tía—. Me extraña que no hayáis aprendido mejor el oficio de reina, después de vivir tanto tiempo junto a Uriens. Una mujer siempre depende de la buena voluntad de otras mujeres. ¿No lo aprendisteis en Avalón?

—Las mujeres de Avalón no son necias. Pero Morgause la conocía lo suficiente para saber que su enfado disimulaba la soledad y el sufrimiento. —¿Por qué no volvéis allí, sobrina? Morgana inclinó la cabeza, sabiendo que ese tono amable podía hacerla romper en llanto.

—Todavía no ha llegado el momento. Se me ha ordenado permanecer junto a Uriens.

—¿Y Accolon?

—Oh, bueno, con Accolon. Debí prever que me lo reprocharíais.

—Nadie menos que yo —dijo Morgause—. Pero Uriens no vivirá mucho tiempo.

La voz de Morgana fue tan glacial como su cara. —Eso creía yo el día en que nos casaron, hace años. Puede vivir tanto como el mismo Taliesin, que murió con más de noventa años.

Arturo y Ginebra avanzaban lentamente hacia la vanguardia de la fila; él, resplandeciente con sus vestiduras blancas; ella, a su lado, exquisita con sus níveas sedas y sus joyas. Las grandes puertas se abrieron de par en par y ambos entraron. Luego, Morgana, con su esposo y los hijos de éste; Morgause y los suyos, Lanzarote y su familia y, finalmente, los demás caballeros, que fueron ocupando sus puestos ante la mesa redonda.

Algunos años atrás un artesano había escrito, en oro y carmesí, el nombre de cada compañero encima de su asiento acostumbrado. Esta vez el asiento más próximo al del rey, reservado durante todo ese tiempo para su heredero, llevaba el nombre de Galahad. Pero Morgause apenas reparó en eso. Pues en los grandes tronos que tenían que ocupar Arturo y Ginebra se habían colgado dos estandartes blancos con feas caricaturas una, de un caballero encima de dos testas coronadas, que se parecían endiabladamente a Arturo y Ginebra; la otra era una pintura lasciva que hizo enrojecer a la misma Morgause, que no era precisamente mojigata. Representaba a una mujer menuda y morena, completamente desnuda, abrazada por un enorme diablo cornudo; en torno a ella, un grupo de hombres desnudos aceptaba extrañas y repugnantes atenciones sexuales.

Ginebra lanzó un grito agudo.

—¡Dios y la Virgen nos protejan!

Arturo se detuvo en seco y tronó hacia los sirvientes:

—¿Cómo sucedió este… esta…? —A falta de palabras, señaló con la mano los dibujos—. ¿Esto?

—Señor… —tartamudeó el chambelán—, no estaban aquí cuando terminamos de decorar el salón; todo estaba en orden, hasta las flores ante el asiento de la reina.

—¿Quién fue el último en entrar aquí?

Cay se adelantó cojeando.

—Yo, hermano y señor. Vine a asegurarme de que todo estuviera en orden. Y juro por Dios que encontré todo listo para homenajear a mi rey y a su señora. Si descubro al sucio perro que puso esto aquí le retorceré el pescuezo. —Y movió las manos como si estuviera sacrificando a un pollo.

—¡Atiende a tu señora! —ordenó Arturo, bruscamente.

Entre el parloteo de las mujeres, Ginebra empezaba a derrumbarse, desvanecida. Morgana la mantuvo en pie, diciéndole en voz baja:

—¡No les des esta satisfacción, Ginebra! Eres la reina. ¿Qué te importa lo que algún idiota pueda haber garabateado en un estandarte? ¡Domínate!

Ginebra lloraba.

—¿Cómo pueden…, cómo pudieron…, quién puede odiarme tanto?

—Nadie puede vivir sin ofender a algún estúpido —dijo Morgana.

Y la ayudó a llegar a su asiento. Pero allí estaba todavía el más lascivo de los estandartes; la reina retrocedió como si hubiera tocado algo repugnante. Morgana lo arrojó al suelo y ordenó a una de las criadas que llenara una copa.

—No permitas que te altere, Ginebra. Supongo que ése esta destinado a mí. Se dice que me acuesto con demonios. ¿Y que me importa?

Arturo ordenó:

—Sacad esta basura de aquí, quemadla y traed incienso para quitar el hedor del mal.

Los lacayos corrieron a obedecer, mientras Cay prometía:

—Ya averiguaremos quién lo hizo. Debió de ser algún sirviente que despedí. Traed el vino, hombres, y brindaremos por el castigo del cerdo que trató de hacer fracasar nuestro festín. ¡Bebed por el rey Arturo y su señora!

Se elevaron tenues vítores, que se convirtieron en un auténtico grito de aprecio cuando la real pareja se inclinó ante los presentes. Luego los invitados tomaron asiento y Arturo dijo:

—Ahora haced pasar a los peticionarios.

Después de atender cuatro o cinco peticiones menores se llevaron las carnes, mientras tanto acróbatas y malabaristas entretenían a los comensales: un hombre hizo magia, sacando pájaros y huevos de los lugares más inesperados. Morgause, viendo ya serena a Ginebra, se preguntó si atraparían alguna vez al autor de los dibujos. Que uno retratara a Morgana como ramera era malo, pero el otro era peor: representaba a Lanzarote pisoteando al rey y a su consorte. La humillación recibida por el campeón de la reina podría haber sido borrada por su galante actitud hacia el joven Gwydion… No, Mordret. Pero alguien, sin duda, detestaba la obvia inclinación de Ginebra hacia su caballero.

La reina sonrió al oír los cuernos fuera del salón, como si algo la complaciera. Las puertas se abrieron de par en par; resonaron otra vez los toscos cuernos. Luego tres corpulentos sajones, vestidos de pieles y cueros, con grandes espadas, cascos con cuernos y coronas de oro en la cabeza, entraron a grandes pasos, cada uno seguido por su cortejo.

—Mi señor Arturo —anunció uno de ellos—: soy Adelric, señor de Kent y Anglia, y éstos son reyes hermanos. Venimos a pedir que nos permitáis rendiros tributo, cristianísimo rey, y firmar con vos y vuestra corte un tratado definitivo.

—Lot debe de estar revolviéndose en la tumba —comentó Morgause—, pero Viviana estaría complacida.

Morgana no respondió.

El obispo Patricio se levantó para acercarse a los reyes sajones y les dio la bienvenida. Luego dijo a Arturo:

—Esto me da un gran júbilo, mi señor, después de tan largas guerras. Os insto a recibir a estos hombres como reyes vasallos y a tomarles juramento, en señal de que todos los monarcas cristianos deberían ser hermanos.

Morgana, mortalmente pálida, quiso levantarse para hablar, pero Uriens le clavó una mirada ceñuda y ella volvió a sentarse a su lado. Morgause comentó con naturalidad:

—Recuerdo un tiempo en que los obispos se negaban a cristianizar a estos bárbaros por no encontrárselos en el Paraíso Claro que han pasado treinta años.

—Desde que asumí el trono —dijo Arturo—, he deseado poner fin a las guerras que han asolado esta tierra. Llevamos muchos años cohabitando en paz, señor obispo. Y ahora os doy la bienvenida a mi corte, buenos señores.

Otro de los sajones dijo:

—Tenemos por costumbre jurar sobre un acero. ¿Podemos pronunciar nuestro juramento sobre la cruz de vuestra espada, señor Arturo, como señal de que nos reunimos como reyes cristianos bajo el Dios único que impera sobre todos?

—Sea —otorgó Arturo en voz baja.

Y descendió del estrado para acercarse a ellos. A la luz de las antorchas y los candiles,
Escalibur
centelleó como un relámpago al salir de la vaina. Cuando Arturo la sostuvo verticalmente ante sí, una gran sombra ondulante, la sombra de una cruz, cayó a lo largo del salón. Los reyes se arrodillaron.

Ginebra parecía complacida; Galahad estaba arrebolado de gozo. Morgana, en cambio, se había puesto pálida de ira. Su tía la oyó susurrar a Uriens:

—¡Cómo osa dar tales usos a la sagrada espada de los druidas! ¡Como sacerdotisa de Avalón no pudo presenciar esto en silencio!

Quiso levantarse, pero su esposo la sujetó por la muñeca. Aunque anciano, era un guerrero y ella, una mujer menuda. Por un momento Morgause temió que sus huesos frágiles se quebraran, pero Morgana no lanzó un solo gemido. Con los dientes apretados, logró liberar su muñeca y dijo, en voz lo bastante alta para que llegara a Ginebra:

—Viviana murió sin completar su obra. Y yo he permanecido ociosa mientras Arturo caía en manos de los curas.

—Señora —dijo Accolon, inclinándose hacia ella—, ni siquiera vos podéis perturbar este santo día. Harían con vos lo que los romanos hicieron con los druidas. Discutid en privado con Arturo y hacedle esos reproches, si es preciso: no dudo que Merlín os ayudará.

Morgana bajó la vista y se mordió los labios.

Arturo estaba abrazando a los reyes sajones, uno a uno, luego los sentó cerca del trono y les hizo llevar presentes. Morgana se cogió una torta pegajosa de miel para ponerla entre los labios apretados de su sobrina.

—Sois demasiado afecta al ayuno, Morgana —dijo—. ¡Comed! Estáis pálida. Vais a desmayaros en vuestro asiento.

—No es el hambre lo que me demuda —replicó.

Pero comió la torta y bebió un poco de vino. Morgause notó que le temblaban las manos. En una muñeca se veían oscuras moraduras dejadas por los dedos de Uriens.

Luego se levantó y dijo en voz baja a su marido:

—No te preocupes, amadísimo esposo. No diré nada que pueda ofenderte, ni tampoco a nuestro rey. —Y se volvió hacia Arturo para añadir en voz alta—: ¡Hermano y señor mío! ¿Puedo solicitaros un favor?

—Mi hermana, la esposa de mi leal súbdito, el rey Uriens, puede pedir lo que desee —respondió Arturo con simpatía.

—Hasta el último de vuestros súbditos puede solicitar audiencia, señor. Eso os pido.

Arturo enarcó las cejas, pero adoptó su mismo tono formal.

—Esta noche, antes de acostarme, os recibiré en mi alcoba; podéis venir con vuestro esposo, si queréis.

«Me gustaría ser mosca para presenciar esa audiencia», pensó Morgause.

6

E
n la alcoba que Ginebra había asignado al rey Uriens y a su familia. Morgana se peinó con lentos movimientos e hizo que su doncella le pusiera un vestido limpio. Uriens se quejaba de que, tras haber comido y bebido demasiado, no estaba con ánimo para una audiencia.

—Ve a la cama, pues —dijo Morgana—. Soy yo quien tiene algo que decirle. Esto no tiene nada que ver contigo.

—No es así —objetó Uriens—. Yo también fui educado en Avalón. ¿Crees acaso que me gusta ver los objetos sagrados puestos al servicio de un Dios cristiano, empeñado en borrar del mundo cualquier otra sabiduría? No, Morgana. Irá también el reino de Gales del norte: yo, su rey, y Accolon, que tiene que gobernar cuando yo no esté.

—Mi padre tiene razón, señora. —Accolon la miró a los ojos—. Nuestro pueblo confía en que no lo traicionaremos. Arturo tiene que saber que Gales del norte no caerá mansamente bajo el imperio de los cristianos.

Morgana se encogió de hombros.

—Como gustéis.

«He sido una necia —pensaba—. Fui la sacerdotisa de su consagración y le di un hijo. Tendría que haber usado la influencia que tenía sobre su conciencia para convertirme en el poder detrás del trono. Y mientras me escondía a lamer mis heridas, como los animales, perdí mi dominio sobre Arturo. Pude haber mandado y ahora tengo que implorar, sin tener siquiera el imperio de la Dama.»

Iba ya hacia la puerta cuando alguien llamó. Era Gwydion. Aún llevaba la espada sajona que Lanzarote le había ceñido, pero ya no vestía armadura, sino una rica túnica escarlata.

Es de Lanzarote —explicó, al ver que Morgana la observaba—. Arturo me ha mandado decir que quiere verme en sus habitaciones, y como mi única vestimenta estaba arrugada y sucia, Lanzarote se ofreció a prestarme una. Al vérmela puesta dijo que podía quedármela, puesto que me sentaba tan bien y casi no había recibido regalos en mi consagración, cuando el rey hizo tantos a Galahad. ¿Acaso sabe que Arturo es mi padre?

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