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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El prisionero en el roble (9 page)

BOOK: El prisionero en el roble
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Uriens parpadeó, sorprendido, pero no dijo nada. Accolon negó con la cabeza.

—No, hermanastro. Simplemente, Lanzarote es el más generoso de los hombres. También vistió a Gareth cuando vino a la corte, desconocido hasta para sus hermanos. Si os preguntáis si a Lanzarote le gusta mucho ver sus presentes lucidos por jóvenes apuestos, eso también se ha dicho, aunque no sé de nadie con quien haya tenido un gesto que no fuera de caballeresca cortesía.

—¿De veras? —musitó Gwydion. Morgana notó que guardaba la información como un avaro el oro en su cofre. Luego dijo lentamente—: Ahora recuerdo que en la corte de Lot se burlaron de él por sus canciones sobre el amor entre caballeros. Desde entonces sólo celebra la belleza de nuestra reina o aventuras caballerescas.

Morgana no pudo soportar el tono desdeñoso de su voz.

—Si has venido a reclamar un regalo por tu nombramiento, hablaré contigo después de mi audiencia con Arturo. Ahora no.

Gwydion bajó la vista a sus zapatos. Era la primera vez que parecía perder la seguridad en sí mismo.

—El rey también ha mandado por mí, madre. ¿Puedo ir con vos?

Eso estaba un poco mejor: que pudiera confesar así su vulnerabilidad.

—Arturo no quiere perjudicarte, hijo mío, pero si prefieres presentarte con nosotros, a lo sumo te mandará salir para hablar aparte contigo.

—Venid, hermanastro —invitó Accolon, tomándolo del brazo de modo que el joven pudiera verle las serpientes tatuadas en las muñecas—. Mi padre irá primero con su señora; vos y yo los seguiremos.

A Morgana le gustó que Accolon se hiciera amigo de su hijo y lo reconociera como hermano. Pero al mismo tiempo se sintió estremecer. Uriens la cogió de la mano.

—¿Tienes frío, Morgana? Coge tu manto.

En las habitaciones del rey había fuego encendido y se oían los sones de un arpa. Arturo estaba sentado en una silla de madera cargada de almohadones. Ginebra bordaba una estrecha faja con hebras de oro. El criado anunció ceremoniosamente:

—El rey y la reina de Gales del norte, con su hijo Accolon y el señor Lanzarote…

Ginebra levantó la vista y se echó a reír, corrigiendo:

—No, aunque el parecido es mucho. Es el señor Mordret, a quien vimos armar caballero el día de hoy.

Gwydion se inclinó ante la reina sin decir nada. Pero en esa reunión familiar Arturo no estaba dispuesto a ceremonias.

—Sentaos todos. Voy a ordenar que traigan vino.

Uriens protestó:

—Ya he tomado vino suficiente para poner a flote un barco Arturo. Para mí no, gracias. Tal vez los jóvenes tengan más resistencia.

Ginebra se acercó a su cuñada. Morgana comprendió que, si no hablaba inmediatamente, Arturo iniciaría una conversación con los hombres, esperando que ella se sentara en un rincón con la reina, a discutir en susurros cosas de mujeres: bordados, criados y embarazos. Hizo un gesto al criado que llevaba el vino:

—Yo tomaré una copa —dijo, recordando con dolor que, como sacerdotisa de Avalón, se había enorgullecido de beber sólo agua del Pozo Sagrado. Después del primer sorbo dijo—: Me inquieta profundamente la recepción dada a los enviados sajones, Arturo. No, no hablo como mujer que se entromete en asuntos de estado. Soy la reina de Gales del norte y la duquesa de Cornualles. Lo que afecte al reino me afecta a mí también.

—Entonces tendrías que alegrarte de que haya paz —observó Arturo—. Me he esforzado toda la vida en poner fin a las guerras con los sajones. Al principio creí que sólo acabarían cuando se les obligara a retroceder hasta el otro lado del mar. Pero la paz es la paz; si se puede conquistar con un tratado, sea. Hay muchas maneras de utilizar un toro, aparte de asarlo para la cena. Resulta igualmente efectivo castrarlo y ponerlo a tirar del arado.

—¿O reservarlo para servir a las vacas? ¿Pediréis a vuestros reyes vasallos que casen a sus hijas con los sajones, Arturo.

—Quizá. Los sajones son sólo hombres y tienen los mismos deseos de paz. Ellos también han vivido en tierras asoladas una y otra vez.

—Yo también ansío la paz y la recibo de buen grado, aún con los sajones —dijo Morgana—, pero ¿habéis hecho que renuncien a sus dioses para aceptar el vuestro al hacerlos jurar sobre la cruz?

Ginebra escuchaba con atención y dijo:

—No hay otros dioses, Morgana. Han aceptado abandonar los demonios que adoraban bajo el nombre de dioses. Ahora adoran al único Dios verdadero.

Gwydion intervino.

—Si en verdad creéis eso, reina y señora, para vos es verdad: todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas, una misma Diosa. Pero ¿osaríais imponer una sola verdad a la humanidad?

—¿Decís que eso es osadía? Sólo hay una verdad —aseguró Ginebra—, y llegará el día en que así lo reconozcan los hombres del mundo entero.

—Tiemblo por mi pueblo al oíros decir eso —dijo el rey Uriens—. Me he comprometido a proteger los bosques sagrados, y mi hijo después de mí.

—¡Vaya! Os creía cristiano, mi señor de Gales.

—Y lo soy, pero no renegaré de dioses ajenos.

—Es que no hay otros dioses.

Morgana abrió la boca para hablar, pero Arturo interpuso:

—Basta ya de esto, basta. ¡No os hice venir para discusiones teológicas! Demasiados sacerdotes hay ya para eso. ¿Qué deseabas decirme, Morgana? ¿Sólo que desconfías de la buena fe de los sajones, pese a sus juramentos sobre la cruz?

—No. —Mientras hablaba, reparó en Kevin, que estaba sentado entre las sombras con su arpa. ¡Bien! ¡Que Merlín de Britania fuera testigo de su protesta en nombre de Avalón!—. Pongo al Merlín como testigo de que los hicisteis jurar sobre la cruz…, y para eso transformasteis en cruz la santa espada de Avalón. ¿No es eso blasfemia, señor Merlín?

Arturo se apresuró a responder:

—Fue sólo un gesto para apelar a la imaginación, Morgana, como el que hizo Viviana al comprometerme, sobre esa misma espada, a luchar por la paz en nombre de Avalón.

Kevin dijo, con su melodiosa voz:

—Querida Morgana, la cruz es un símbolo más antiguo que Cristo. Venerado antes de que existieran los seguidores del Nazareno. En Avalón hay sacerdotes traídos por José de Arimatea, que rinden culto junto a los druidas.

—Pero no afirman que su Dios es el único —objetó Morgana, airada—. Y no dudo que el obispo Patricio los acallaría si pudiera.

—Aquí no se trata del obispo Patricio ni de sus creencia Morgana —dijo el músico—. Los no iniciados pueden creer que los sajones juraron sobre la cruz de Cristo. Nosotros también tenemos un Dios sacrificado, ya lo veamos en la cruz, ya en el centeno que tiene que morir en la tierra para renacer de entre los muertos.

Ginebra señaló:

—Vuestros dioses sacrificados sólo fueron enviados para preparar a la humanidad para el Cristo…

Arturo levantó la mano con impaciencia.

—¡Silencio, todos vosotros! Los sajones juraron mantener la paz sobre un símbolo al que daban…

Pero Morgana lo interrumpió:

—De Avalón recibisteis la espada sagrada y a Avalón jurasteis proteger los Misterios. ¡Y ahora convertís la espada de los Misterios en la cruz de la muerte ignominiosa! Viviana vino a esta corte para exigiros que cumplierais con vuestro juramento y le dieron muerte. Ahora yo he venido para completar su obra y para reclamaros la sagrada
Escalibur
que habéis osado poner al servicio de vuestro Cristo.

—Llegará el día en que desaparezcan todos los falsos dioses y todos los símbolos paganos sean puestos al servicio de Cristo —aseveró la reina.

—¡No he hablado contigo, grandísima necia! —se enfureció Morgana—. ¡Y ese día llegará sobre mi cadáver! Los cristianos tenéis santos y mártires. ¿Creéis acaso que Avalón no los tendrá?

Y se estremeció: sin querer acababa de hablar por la videncia. Veía el cuerpo de un caballero amortajado en negro; sobre él, un estandarte con la cruz. Habría querido arrojarse a los brazos de Accolon.

—¡Cómo lo exageras todo, Morgana! —protestó Arturo, con una risa intranquila.

Esa risa la enfureció, alejando al mismo tiempo el miedo y la videncia. Se irguió en toda su estatura. Por primera vez en muchos años se recubrió con todo el poder y la autoridad de las sacerdotisas de Avalón.

—¡Escúchame, Arturo de Britania! Así como la fuerza y el poder de Avalón te pusieron en el trono, así la fuerza y el poder de Avalón pueden llevarte a la ruina. ¡Piensa bien cómo profanas la Regalía Sagrada! No se te ocurra jamás ponerla al servicio de tu Dios cristiano, pues todos los objetos del Poder pon su maldición…

—¡Ya es suficiente! —Arturo se había levantado. Su ceño era como una tempestad—. Aunque seas mi hermana, no te atrevas a dar órdenes al gran rey de toda Britania.

—¡No apelo a mi hermano, sino al rey! Avalón te puso en el trono y te dio esa espada, Arturo. En nombre de Avalón te exijo Devolverla a la Regalía Sagrada! Si tu intención es usarla como a una espada cualquiera, ordena a tus herreros que te forjen otra.

Hubo un horrible silencio. Por un momento Morgana tuvo la sensación de que sus palabras caían en los grandes espacios resonantes abiertos entre los mundos, despertando a los druidas en la lejana Avalón, y hasta la misma Cuervo alzaría su voz contra la traición de Arturo. Pero lo primero que oyó fue una risa nerviosa.

—¡Qué tonterías dices, Morgana! —era Ginebra quien hablaba—. ¡Bien sabes que Arturo no puede hacer eso!

—No te entrometas, Ginebra —dijo Morgana, amenazante—. Esto no tiene nada que ver contigo. Pero si fue por ti que Arturo faltó a su juramento, ¡cuídate!

—Uriens —apeló la reina—, ¿vas a quedarte ocioso mientras tu rebelde esposa habla así al gran rey?

El anciano tosió.

—Morgana, sé razonable. —Su voz sonaba tan nerviosa como la de Ginebra—. Arturo hizo un gesto dramático por motivos políticos. Los dioses pueden cuidarse solos, querida.

En ese momento, si hubiera tenido un arma, Morgana habría derribado a su marido. Había llegado a respaldarla y ahora la abandonaba. Arturo dijo:

—Si esto te atribula tanto, hermana, déjame decirte que no quise hacer ninguna profanación. Si la espada de Avalón ha servido como cruz para un juramento, ¿no significa eso que los poderes de Avalón participan para servir a este país? Así me lo aconsejó Kevin.

—¡Supe que era un traidor cuando hizo enterrar a Viviana fuera de la isla Sagrada! —replicó Morgana, iracunda—. ¡Esa espada no es tuya, sino de Avalón! Y si no la usas como has jurado, tiene que ser entregada a quien sea fiel a su palabra.

—¡Una espada es de quien la usa! —exclamó Arturo, ya tan furioso como su hermana, cerrando la mano sobre la empuñadura de
Escalibur
, como si alguien pudiera quitársela en ese mismo instante—. ¡Y me la he ganado al expulsar de este suelo a todos los enemigos…!

—Que has tratado de someter al servicio del Dios cristiano. Ahora, en el nombre de la Diosa, te exijo que sea devuelta al templo del Lago.

Arturo aspiró una larga bocanada de aire. Luego, con estudiada calma, replicó:

—Me niego. Si la Diosa quiere que le sea devuelta, ella misma tendrá que quitármela de las manos. —Luego suavizó la voz—. Querida hermana, te lo ruego: no riñamos por el nombre que damos a nuestros dioses. Tú misma has dicho que todos los dioses son un mismo Dios.

«Y jamás comprenderá su error —pensó Morgana, desesperada—. Pero ha convocado a la Diosa. Sea: permitidme ser vuestra mano, Señora.» Por un momento inclinó la cabeza. Luego dijo:

—Que sea la Diosa, pues, quien disponga de su espada.

«Y cuando haya terminado, Arturo, te arrepentirás de no haber querido tratar conmigo.» Luego fue a sentarse junto a Ginebra, mientras Arturo se dirigía a Gwydion.

—Señor Mordret, estaba dispuesto a armarte caballero cuando lo pidieras. No tenías que obligarme con esa treta.

—Pensé que, si lo hacíais sin una buena excusa como ésta, podían circular rumores indeseables —explicó Gwydion—. ¿Me perdonaréis la triquiñuela, señor?

—Si Lanzarote te ha perdonado, no veo motivos para guardarte rencor —reconoció el rey—. Ojalá estuviera en mi poder reconocerte como hijo, Mordret. Hasta hace algunos años no sabía que existías. ¿Sabes?, supongo que para los sacerdotes y los obispos tu mera existencia es señal de algo pecaminoso.

—¿Y vos lo creéis así, señor?

Arturo lo miró a los ojos.

—Oh, a veces creo una cosa, a veces otra, como todos. Eso no importa. El hecho es que no puedo reconocer mi paternidad, aunque cualquiera se enorgullecería de un hijo así, mucho más un rey sin descendencia. Pero ha de ser Galahad quien herede el trono.

—Si vive —apuntó el joven. Y ante el gesto asustado de Arturo añadió en voz baja—: No, señor: no estoy profiriendo una amenaza contra su vida. Estoy dispuesto a jurarlo, por la cruz o por el roble: que la Diosa me quite la vida si alguna vez alzo una mano contra mi primo Galahad. Pero lo he visto: morirá honorablemente por la cruz que venera.

—¡Dios nos salve de todo mal! —exclamó Ginebra.

—Por supuesto, señora. Pero si no llega a ocupar el trono, ¿qué pasará?

—Si Galahad muriera antes de llegar al trono (Dios lo proteja de todo daño) —dijo Arturo—, no me quedará alternativa.

La sangre real es sangre real y la tuya lo es, por Pendragón y por Avalón. Si llega ese día, supongo que hasta los obispos preferirán verte en el trono a dejar este país en un caos corno el que temían a la muerte de Uther.

Se levantó para poner las manos en los hombros de su hijo, mirándolo frente a frente.

—Ojalá pudiera decir más, hijo mío. Pero lo hecho, hecho está. Lamento de corazón que no hayas nacido de mi reina.

—También yo —se sumó Ginebra, levantándose para abrazarlo.

—De cualquier modo no te trataré como a un vulgar plebeyo —continuó Arturo—. Eres hijo de Morgana, Mordret, duque de Cornualles y caballero del gran rey: serás la voz de la mesa redonda entre los reyes sajones. Tendrás la facultad de dictar justicia y de cobrar mis impuestos, reteniendo la porción adecuada para mantener la casa que corresponde al canciller real. Y si lo deseas, te autorizo a casarte con la hija de uno de esos reyes; de ese modo tendrías una corona, aunque no heredes la mía.

Gwydion se inclinó en reverencia.

—Sois generoso, señor.

«Sí —pensó su madre—, y de ese modo lo mantiene donde no moleste hasta que tenga necesidad de él.» Luego levantó la cabeza.

—Ya que sois tan generoso con mi hijo, Arturo, ¿puedo abusar nuevamente de vuestra bondad?

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