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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

El rapto de la Bella Durmiente (14 page)

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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Bella echó un vistazo a las demás.

No muy lejos, a la derecha, había un joven alzado exactamente en la misma posición. Parecía muy joven; no debía de tener más de dieciséis años, como mucho. Era rubio, con el

pelo rizado,. y tenía el vello púbico ligeramente rojizo. Su órgano estaba erecto, la punta brillante, y allí, expuestos a todo el mundo, mostraba su escroto y, cómo no, la pequeña abertura del ano.

Había otros más, varias jóvenes princesas y otro príncipe, pero estos dos primeros ocuparon toda la atención de Bella.

El príncipe rubio gemía dolorosamente. Tenía los ojos secos, pero parecía esforzarse por cambiar de posición allí colgado de los grilletes de cuero, aunque tan sólo conseguía que su cuerpo se volviera un poco a la izquierda.

Mientras tanto, un joven de aspecto en cieno modo más impresionante que el de los pajes y vestido de forma diferente, con terciopelo azul muy

oscuro, recorría la hilera de esclavos doblados y esposados; al parecer inspeccionaba su cara y la configuración de sus órganos despiadadamente exhibidos.

El joven retiró hacia atrás el cabello de la frente del príncipe, que gimió. Parecía que intentaba darse impulso hacia delante, pero el hombre vestido de terciopelo azul le frotó suavemente el pene e hizo que aumentara el volumen de sus gemidos, que sonaron aún más suplicantes.

Bella inclinó la cabeza pero continuó observando al hombre vestido de terciopelo que se acercaba a la princesa Lizetta.

—Es una esclava testaruda, sumamente difícil —le dijo a lord Gregory.

—Un día y una noche de castigo la subyugarán —respondió el noble. Bella se sintió horrorizada con sólo pensar en permanecer así expuesta

durante tanto tiempo. Al instante decidió que haría cualquier cosa para ahorrarse semejante castigo, pero no pudo evitar sentir un temor terrible a que, pese a todos sus esfuerzos, pudiera sucederle a ella. De pronto se imaginó a sí misma colgada en aquella posición y soltó un minúsculo gemido, aunque apretó los labios para contenerlo.

Para asombro de la princesa, el hombre vestido de terciopelo había empezado a acariciar el sexo de la princesa Lizetta con un pequeño instrumento que, como tantas otras cosas en este lugar, estaba cubierto de un fino cuero negro. Se trataba de un vara de tres puntas que tenía cierto parecido con una garra. En cuanto molestó a la indefensa princesa, ésta empezó a retorcerse en sus ataduras.

Bella comprendió de inmediato lo que sucedía. El sexo rosa de la esclava, cuya visión aterraba a la princesa debido a la desprotección que mostraba, pareció hincharse y madurar. Bella podía distinguir incluso las gotitas de humedad que aparecían allí. Mientras continuaba observando, Bella sintió cómo su propio sexo también se humedecía. Advirtió el duro emplasto que le habían colocado allí, sobre la protuberancia de sensibilidad, y que aparentemente no hacía nada para evitar la creciente palpitación.

En cuanto la indefensa princesa despertó de esta manera, el hombre vestido de terciopelo dejó de molestarla, esbozó una sonrisa de aprobación y continuó su recorrido por la hilera de esclavos, deteniéndose de nuevo para molestar y atormentar al príncipe de pelo rubio cuyas súplicas exentas de orgullo y dignidad se oían a pesar de su mordaza de cuero.

La siguiente víctima, otra princesa, estaba incluso más entregada a sus ruegos mudos por autosatisfacerse. Su sexo era pequeño, de gruesos labios, como una boca entre una mata de rizos marrones. Todo su cuerpo se retorcía esforzándose por conseguir mayor contacto con el lord vestido de terciopelo, que en aquel instante la dejó para ir a molestar y atormentar a otro.

Lord Gregory chasqueó los dedos.

Bella volvió a apoyarse a cuatro patas y lo siguió.

—¿Es necesario que os diga que sois muy adecuada para este tipo de castigo, princesa? — preguntó.

—No, milord—susurró Bella, que se preguntaba si lord Gregory tendría poder para castigarla de este modo sin ningún motivo. Añoró al príncipe y los días en que él era el único que tenía poder sobre ella. No podía pensar en nada más que en él. ¿Cómo había osado contrariarlo al mirar al príncipe Alexi? Pero sólo de pensar en el príncipe Alexi, Bella se sumía en el más desvalido padecimiento, aunque si pudiera estar en los brazos de su alteza, no pensaría en nadie sino en él; ansiaba su tierno castigo.

—Sí, querida mía, ¿queríais hablar?—preguntó lord Gregory, pero en su tono había algo

rudo.

—Decidme únicamente cómo obedecer, milord, cómo agradar, cómo evitar esta disciplina. —Para empezar, preciosa mía—dijo con colado—, dejad de admirar y de contemplar a los esclavos varones cada oportunidad que se os presenta. ¡No os recreéis tanto en todo lo que os muestro para asustaros!

Bella se quedó boquiabierta.

—Y nunca, nunca más, volváis a pensar en el príncipe Alexi.

Bella sacudió la cabeza:

—Haré lo que me digáis, milord —dijo con ansiedad.

—Recordad que la reina no está en absoluto complacida con la pasión que su hijo siente por vos. Desde que era un muchacho ha estado rodeado por un millar de esclavos y en ninguno de ellos ha encontrado un objeto de devoción como vos. A la reina no le gusta.

—Oh, pero ¿qué puedo hacer yo?—lloriqueó suavemente Bella.

—Podéis exhibir una obediencia intachable a todos vuestros superiores, y no hacer nada que parezca rebelde o inusual.

—Sí, milord—repitió Bella.

—Sabéis que anoche os vi observando al príncipe Alexi —dijo en un susurro amenazador. Bella se encogió. Se mordió el labio e intentó no llorar.

—Podría explicárselo a la reina en este mismo instante.

—Sí, milord —susurró.

—Pero sois muy joven y encantadora. Por una ofensa así, sufriríais el tormento más terrible; os expulsarían del castillo y os enviarían al pueblo, y eso sería más de lo que podríais soportar...

Bella empezó a temblar. «El pueblo, ¿qué quería decir con esto?»

Lord Gregory continuó:

—No estaría bien que un esclavo particular de la reina o del príncipe de la corona fuera condenado a un castigo tan ignominioso, jamás un esclavo favorito sufrió tal condena — inspiró profundamente como para enfriar su furia—. Cuando estéis debidamente adiestrada, seréis una esclava espléndida, y no hay razón por la que finalmente el príncipe, y todo el mundo no deban disfrutar de vos. Estoy aquí, en definitiva, para hacer algo por vos, no para veros destruida.

—Sois sumamente amable y misericordioso —susurró Bella, pero las palabras «el pueblo», habían causado una impresión indeleble. Si al menos pudiera preguntar...

Una joven dama acababa de entrar en la estancia, y cruzó la puerta con mucho ímpetu. Su largo pelo rubio estaba recogido en gruesas trenzas y llevaba un vestido de color borgoña intenso ribeteado de armiño. Antes de que Bella volviera a bajar la vista, pudo ver a la dama por entero, sus mejillas rubicundas y los grandes ojos marrones que recorrían la sala de castigos como si buscaran a alguien.

—Oh, lord Gregory, qué placer veros —dijo, y mientras él se inclinaba, ella hizo una graciosa reverencia. Bella se quedó anonadada ante su encanto y a continuación se sintió avergonzada y vulnerable. Contempló las preciosas pantuflas plateadas de la dama y los anillos que llevaba en los dedos de la mano derecha, que recogían los faldones graciosamente.

—¿En qué podría serviros, lady Juliana? —preguntó lord Gregory. Bella se sentía desconsolada. Agradeció que la dama en ningún momento la mirara pero luego se sintió otra vez pésimamente. Ella no era nada para esta mujer que estaba vestida; ella, una dama, era libre de hacer todo lo que le apeteciera, mientras que a Bella, una abyecta esclava desnuda, sólo le permitían postrarse de rodillas ante ella.

—Oh, pero si está ahí, esa traviesa Lizetta —dijo la dama, y la jovialidad desapareció de su rostro mientras sus labios temblaban levemente. Cuando se acercó a la princesa, había dos pequeños puntos de color en sus mejillas—. Hoy ha sido tan consentida y mala.

—Bueno, está. siendo castigada con toda severidad por ello, milady —dijo lord Gregory—. Treinta y seis horas aquí deberían mejorar su genio.

La dama dio varios pasos al frente con suma delicadeza para escudriñar el sexo que exhibía la princesa Lizetta. Y ésta, ante la estupefacción de Bella, no intentó esconder su rostro sino que continuó mirando fija y suplicantemente a los ojos de la dama. Profirió varios gemidos tan implorantes como los que anteriormente había emitido el príncipe que tenía a su lado. Y mientras se retorcía en el gancho, su cuerpo se meció ligeramente hacia delante.

—Sois una niña mala, eso es lo que sois —susurró la dama como si regañara a una criatura—. Me habéis decepcionado. Había preparado la cacería para diversión de la reina y os había escogido a vos especialmente.

Los gemidos de la princesa Lizetta se tornaron más insistentes. Parecía haber perdido la esperanza o el orgullo o la rabia. Mostraba el rostro contraído y rosado, la mordaza parecía sumamente dolorosa y sus enormes ojos destellantes suplicaban a la dama.

—Lord Gregory —dijo la dama—, pensad en algo especial.

Entonces, la dama alargó la mano con gran delicadeza y refinamiento y pellizcó con fuerza los labios púbicos, que exudaron humedad. Bella estaba horrorizada, pero la tortura continuaba puesto que ahora la dama pellizcaba consecutivamente el labio derecho y el izquierdo, lo que provocó que la muchacha mostrara una mueca de dolor y angustia.

Mientras tanto, lord Gregory chasqueó los dedos diciéndole al caballero que sostenía el instrumento de hierro parecido a una garra unas palabras de las que Bella sólo pudo oír: «intensificará el castigo.»

Al cabo de un instante apareció con un pequeño cántaro y un pincel y, mientras la dama retrocedía unos pasos, el lord cogió el pincel y empapó el sexo desnudo de la princesa Lizetta de un almíbar espeso. Unas pocas gotas cayeron al suelo. La princesa, a pesar de la mordaza, comunicó una vez más toda su miseria con sus sollozos apagados,

pero la dama se limitó a sonreír inocentemente y a sacudir la cabeza.

—Atraerá cualquier mosca que tengamos por aquí —dijo lord Gregory—, y si no hay ninguna provocará la inevitable comezón cuando se seque. Es de lo más molesto.

La dama no parecía satisfecha. De todas formas su lindo e inocente rostro estaba sereno y suspiró:

—Supongo que por el momento servirá, pero preferiría que estuviera atada a una estaca en el jardín, con las piernas separadas, y dejar que las moscas y los pequeños insectos voladores encontraran su boca melosa. Se lo merece.

Volvió a expresar su agradecimiento a lord Gregory y Bella se asombró una vez más al ver su brillante cara rubicunda. Llevaba las trenzas peinadas con pequeñas perlas y finas cintas de banda azul.

Bella, perdida casi en su contemplación de todo esto, de repente se asustó al darse cuenta de que la dama la miraba.

—¡Oooooh, pero si es la preciosidad del príncipe! —Exclamó, y entonces avanzó hacia Bella que sintió que la mano de la dama le alzaba la cara—. Y qué dulce y hermosa es, ¿verdad?

Bella cerró los ojos e intentó refrenar el temblor de sus pechos cimbreantes. Creyó que no podría soportar el trato autoritario de esta joven dama, pero aun así no había nada que pudiera hacer.

—Oh, cuánto me gustaría que hubiera ocupado el lugar de Lizetta. Hubiera sido un reto para todo el mundo—dijo la dama.

—Eso es imposible, milady —dijo lord Gregory—. El príncipe es sumamente posesivo con ella. No puedo permitir que participe en semejante espectáculo.

—Pero, con toda seguridad, podremos volver a verla. ¿Le harán correr el sendero para caballos? —Estoy seguro, en su momento —dijo lord Gregory—. Hasta ahí no llegan los caprichos del príncipe. Pero, aquí, sí podéis examinarla si así lo deseáis. No hay normas que lo prohíban.

Lord Gregory levantó a Bella por las muñecas y, con el mango de la pata, la obligó a adelantar las caderas.

—Abrid los ojos y mantenedlos bajos—susurró. Bella no podía soportar ver las manos de esta delicada dama que se movían hacia ella. Lady Juliana le tocó los pechos y a continuación le pasó la mano por su liso estómago.

—Pues sí, es deslumbrante y está tan llena de ternura.

Lord Gregory se rió tranquilamente:

—Cierto, y vos sois muy perspicaz al apreciarlo.

—Luego, gracias a esa ternura, resultan las mejores —dijo lady Juliana ciertamente admirada. Pellizcó la mejilla de Bella como lo había hecho con los labios ocultos de la princesa Lizetta—. ¡Vaya!, lo que daría por pasar una hora tranquila a solas con ella en mis aposentos.

—En su momento, en su momento —repitió lord Gregory.

—Sí, y apuesto a que rechaza la pala, con su espíritu tan tierno.

—Sólo con su espíritu—dijo lord Gregory—. Es obediente.

—Ya veo. Bien, mi niña. Ahora tengo que irme. Podéis creer que sois exquisita. Me encantaría teneros sobre mis rodillas. Os azotaría con la pala hasta el amanecer. Participarías en un montón de juegos escapando de mí en el jardín, seguro.—Entonces besó afectuosamente a Bella en la boca y se fue tan deprisa como había llegado, entre un revuelo de terciopelo borgoña y trenzas voladoras.

Justo antes de que Bella tomara la pócima para dormir que le tendía León, le rogó que le ayudara a entender el significado de lo que había oído.

—¿Qué es el sendero para caballos? —preguntó en un susurro—. Y el pueblo, milord, ¿qué significa ser enviado allí?

—No mencionéis nunca el pueblo—le advirtió León con calma—. Ese castigo es para los incorregibles, y vos sois la esclava del mismísimo príncipe de la corona. En cuanto al sendero para caballos, lo descubriréis muy pronto.

La tendió sobre la cama y ató sus tobillos y muñecas con correas, apartándolos del resto del cuerpo para que ni siquiera durmiendo pudiera tocarse.

—Soñad —le dijo—, porque esta noche el príncipe os requerirá.

OBLIGACIONES EN LA ALCOBA DEL PRÍNCIPE

El príncipe estaba acabando de cenar cuando llevaron a Bella a su presencia. El castillo bullía de vida. Las antorchas llameaban en los largos y altos pasillos abovedados. El príncipe estaba en una especie de biblioteca y comía solo, sentado en una mesa estrecha. A su alrededor se movían varios ministros con documentos para firmar, y sólo se oían sus pasos y el sonido de los rollos de pergamino.

Bella se arrodilló junto a la silla del príncipe, atenta al ruido del roce de su pluma, y cuando se cercioró de que no se daría cuenta, alzó la vista para mirarlo.

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