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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

El rapto de la Bella Durmiente (26 page)

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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»Fue lo mejor que pudo pasar, porque lord Gregory lo presenció todo. No lo supe entonces; sólo sabía que pasaban otras personas y, cuando oí sus voces y supe que eran nobles y damas, experimenté una consternación increíble. Veían cómo yo, el orgulloso príncipe que se había rebelado contra la reina, era humillado por este mozo de cuadra. No obstante, todo lo que podía hacer era llorar, sufrir y sentir la pala que me zurraba.

»Ni siquiera pensé en que la reina pudiera enterarse de todo esto. Había perdido toda esperanza y sólo pensaba en aquel instante. Bueno, Bella, éste es un aspecto de la entrega y la aceptación, desde luego. Y sólo pensaba en el mozo de cuadra, y en agradarle y en escapar al horror de la cocina durante un rato más, pese al terrible precio que tendría que pagar. En otras palabras, estaba haciendo precisamente lo que se esperaba de mí. »Luego, mi mozo de cuadra se cansó de aquello. Me ordenó que volviera a agacharme a cuatro patas sobre la hierba y me llevó de esta guisa por entre la maleza. Yo estaba completamente desligado, pero seguía totalmente a su merced. En ese instante encontró un árbol, me dijo que me incorporara y que me agarrara a una rama que quedaba por encima de mi cabeza. Me colgué de ella, con los pies en el aire, mientras él me violaba. Me penetró repetidamente, con fuerza, a fondo. Pensé que no iba a acabar nunca, y mi pobre pene se mantenía duro como el propio tronco del árbol, lleno de dolor.

»Cuando acabó conmigo pasó la cosa más extraordinaria. Me encontré de rodillas, besándole los pies. Es más, retorcía mis caderas, impulsándolas adelante y hacía todo lo que estaba en mi mano para rogarle que liberara la pasión que me atormentaba entre las piernas, para que me concediera cierto alivio, ya que no había tenido ocasión para ello en la cocina.

»Él se reía de todo esto. Me levantó, me empaló con toda facilidad en el mango del látigo y me condujo de vuelta hacia la cocina. Yo lloriqueaba descontroladamente como nunca lo había hecho en mi vida.

»La enorme habitación estaba casi vacía. Todos estaban fuera, cuidando las huertas o en las antesalas de arriba, sirviendo la comida. Sólo quedaba una joven criada que se levantó

de un brinco al vernos. Al cabo de un momento, el mozo de cuadra le susurraba algo al oído y, mientras ella asentía con la cabeza y se limpiaba las manos en el delantal, él me ordenó que me subiera a una de las mesas cuadradas. Y allí estaba yo de nuevo, en cuclillas y con las manos detrás de la cabeza. Obedecí sin tan siquiera pensarlo. Más paletazos, pensé, como tributo hacia esa muchacha de rostro enfermizo y trenzas marrones. Mientras tanto, ella se acercó y me miró con lo que parecía verdadera admiración. Luego, el mozo de cuadra empezó a atormentarme. Había cogido una pequeña escobilla que se utilizaba para sacar la porquería del interior del horno, y con esto empezó a cepillar y a frotar suavemente mi pene. Cuanto más lo tocaba, mayor era mi padecimiento. Cada vez me resultaba más insoportable que apartara la escobilla medio centímetro de mi pene y, en consecuencia, yo me esforzaba por seguir sus movimientos. Era más de lo que podía soportar. Sin embargo, él no me permitía mover los pies, y me azotaba de inmediato si le desobedecía. Comprendí enseguida su juego. Debía impeler mi cadera hacia delante todo lo que pudiera para mantener mi hambriento pene en contacto con las suaves cerdas de la escobilla que me acariciaban, y así lo hacía, llorando sin parar mientras la muchacha miraba fijamente, con obvio deleite. Finalmente, la jovencita le suplicó que le permitiera tocarme. Yo me sentí tan agradecido por ello que no pude dejar de sollozar. El mozo de cuadra puso la escobilla bajo mi barbilla y me levantó la cara. Dijo que le gustaría ver cómo satisfacía la curiosidad de la joven doncella. Ella nunca había visto realmente a un hombre joven consumar su pasión, así que mientras él me sostenía, escrutaba y observaba mi rostro cubierto de lágrimas, ella frotó suavemente mi pene y, sin orgullo ni dignidad, sentí que mi pasión se descargaba en su mano, con mi rostro enrojecido de calor y completamente ruborizado mientras un estremecimiento me recorría los riñones al sentir semejante alivio de todos aquellos días de frustración.

»Después de aquello me sentí muy debilitado. No tenía orgullo, no pensaba en el pasado ni en el futuro. No oponía resistencia cuando estaba maniatado. Sólo quería que el mozo de cuadra volviera pronto. Estaba adormilado y asustado cuando todos los cocineros y pinches regresaron y retomaron su inevitable entretenimiento ocioso.

»Los días siguientes no faltaron los habituales tormentos de la cocina: me azotaban con la pala, me perseguían, me ridiculizaban y también me trataban con sumo desprecio. Soñaba con el mozo de cuadra. Estaba convencido de que él regresaría, con toda seguridad. Creo que ni siquiera llegué a pensar en la reina, pues cuando la imaginaba sólo sentía desesperación.

»Finalmente, una tarde, el mozo de cuadra llegó primorosamente vestido de terciopelo rosa ribeteado en oro. Me quedé estupefacto. Ordenó que me lavaran y me restregaran. Yo estaba demasiado excitado para temer las manos rudas de los pinches, aunque eran tan crueles como siempre.

»A pesar de que mi órgano se ponía rígido ante la mera visión de mi señor, el mozo de cuadra, éste me dijo que debía mantenerlo perfectamente firme, siempre así, o sería severamente castigado.

»Asentí lleno de vigor. Luego retiró la embocadura de la mordaza de la boca y la sustituyó por una más decorativa.

»¿Cómo puedo describir lo que sentí entonces? No me atrevía a soñar con la reina. Había padecido tanto que cualquier respiro era maravilloso para mí.

»En aquel instante el mozo de cuadra me conducía al interior del castillo y yo, que me había rebelado contra todo el mundo, corría a cuatro patas tras él por los pasillos de piedra pasando junto a las pantuflas y botas de los nobles y damas, que se volvían para prestarme atención y dedicarme algunos cumplidos. El mozo de cuadra se mostraba muy orgulloso.

»Entramos en un gran salón de altos techos, donde tuve la impresión de que nunca antes en mi vida había visto terciopelo de color crema ribeteado en oro y estatuas contra las paredes, ni tantos ramos de flores frescas. Me sentí nacer otra vez sin pensar en mi desnudez ni en mi servilismo.

»Allí, en una silla de alto respaldo, estaba sentada la reina, resplandeciente, vestida con su terciopelo púrpura y su capa de armiño sobre los hombros. Me escabullí hacia delante con atrevimiento, dispuesto a pecar de servilismo, y colmé de besos el bajo de su falda y sus zapatos.

»De inmediato me acarició suavemente el pelo y me levantó la cabeza. "¿Habéis sufrido bastante por vuestra testarudez?", preguntó, y mientras no apartó sus manos las besé, besé sus suaves palmas y sus cálidos dedos. El sonido de su risa me parecía hermoso. Vislumbré los montículos de sus pechos blancos y la apretada faja que le rodeaba la cintura. Le besé las manos hasta que me detuvo y me sostuvo la cara. Entonces abrió mi boca con sus dedos y me tocó los labios y los dientes. Luego me quitó la mordaza, al tiempo que me advertía que no debía hablar. Yo asentí de inmediato.

»"Éste será un día de prueba para vos, mi joven príncipe voluntarioso", dijo. Y luego, al tocar mi pene, me elevó en un paroxismo de placer exquisito. Ella percibió la dureza, y yo intenté evitar que mi cadera se adelantara hacia ella.

»Dio su visto bueno y luego ordenó mi castigo. Dijo que había oído hablar de mi tormento en el jardín, y pidió que mi joven criado, el mozo de cuadra, le hiciera el favor de fustigarme para su entretenimiento.

»Enseguida me encontré en la mesa redonda de mármol que estaba frente a ella, donde me coloqué de cuclillas obedientemente. Recuerdo que las puertas estaban abiertas. Vi las figuras distantes de los nobles y las damas que andaban por allí. Sabía que había otras damas en esa misma habitación, puesto que podía distinguir los colores suaves de sus vestidos e incluso el resplandor trémulo de su cabello. Pero únicamente pensaba en agradar a la reina. Sólo esperaba conseguir permanecer en esa difícil posición acuclillada todo el tiempo que ella quisiera, sin importar la crueldad de la pala. Los primeros golpes me parecieron cálidos y buenos. Sentí que mis nalgas se encogían y se apretaban y tuve la impresión de que mi pene no había experimentado nunca el placer de una hinchazón tan plena, insatisfecho como estaba. »Naturalmente, los golpes no tardaron en hacerme gemir y, mientras me esforzaba por contener mis quejidos, la reina me besó en la cara y me dijo que, aunque mis labios debían permanecer sellados, tenía que hacerle saber cómo sufría yo por ella. La entendí inmediatamente. En aquel instante, las nalgas me escocían y palpitaban de dolor. Arquée la espalda, con las rodillas cada vez más separadas, las piernas rígidas y doloridas por la tensión de los azotes, y gemí sin reserva; mis quejidos sonaban más fuertes con cada azote. Entendedme, Bella, nada me reprimía. No estaba maniatado ni amordazado.

»Toda mi rebeldía había desaparecido. Cuando a continuación la reina ordenó que me azotaran con la pala por toda la habitación, me moría de ganas de complacerla. Ella arrojó un puñado de bolitas de oro del tamaño de unas uvas grandes, de color púrpura, y me mandó traérselas una a una, exactamente igual que cuando a ti te ordenaron que recogieras las rosas. El mozo de cuadra, mi criado, como ella lo llamaba, no tenía que conseguir darme más de cinco palazos antes de que yo colocara una bola en la mano de su majestad, puesto quede lo contrario ella se disgustaría enormemente conmigo. Las bolas doradas estaban esparcidas por rincones alejados y dispersos; no podéis imaginaros la prisa que me di para recogerlas. Escapaba corriendo de la pala como si fueran a quemarme vivo. Por supuesto, aquellos días tenía la piel muy sensible e irritada, me habían salido un montón de ronchas, pero me apresuraba tanto solamente por contentarla a ella.

»Le llevé la primera tan sólo con tres golpes. Me sentí muy orgulloso. Pero mientras la depositaba en su mano, caí en la cuenta de que se había puesto un guante de cuero negro, que tenía los dedos dibujados con pequeñas esmeraldas. Entonces me ordenó que me diera la vuelta, que separara las piernas y le mostrara mi ano. Obedecí de inmediato y sentí de pronto un sobresalto al notar esos dedos enfundados en cuero que abrían mi ano.

»Como os he explicado, mis brutos captores de la cocina me habían violado y me habían introducido agua en el cuerpo repetidas veces. No obstante, ésta era una nueva vejación para mí. Ella me abría con simpleza y descuido, sin la violencia de la violación. Hizo que me sintiera debilitado de amor y no opuse resistencia alguna a su posesión. De inmediato me di cuenta de que estaba introduciendo en mi ano las bolas de oro que yo había recogido. Entonces me dio instrucciones para que las retuviera dentro de mí, a menos que quisiera provocar su furioso descontento.

»A continuación tenía que recoger otra bola. La pala me alcanzó con gran velocidad. Yo me apresuré, le llevé otra canica, me ordenó que me diera la vuelta y me la introdujo a la fuerza.

»El juego se prolongó durante mucho rato. Mis nalgas estaban completamente irritadas. Tenía la impresión de que se habían vuelto enormes. Estoy seguro de que conocéis esta sensación. Me sentía hinchado, enorme, y muy desnudo; cada roncha ardía bajo la pala. Me estaba quedando sin aliento pero me desesperaba la idea de fallar; y cada vez tenía que correr más lejos de ella para recoger las bolas de oro. Sin embargo, la nueva sensación era ese relleno, el atestamiento de mi ano, que para entonces tenía que mantener muy apretado para no soltar las canicas de oro en contra de mi voluntad. Al cabo de poco rato sentí que tenía el ano ensanchado y abierto, aunque cruel' mente relleno al mismo tiempo.

»El juego se volvía cada vez más frenético. Enseguida entreví a otras personas que observaban desde las puertas. A menudo tuve que pasar a toda prisa bajo la falda de alguna dama de su majestad.

»Fue muy duro. Los dedos enfundados en cuero me rellenaban cada vez con más firmeza, y aunque las lágrimas corrían por mi cara, y respiraba muy deprisa y entrecortadamente, conseguí acabar el juego sin recibir más de cuatro palazos en ninguna de las tandas.

»La reina me abrazó. Me besó en la bocoy me dijo que era su fiel esclavo y su favorito. Se oyó un murmullo de aprobación y la reina permitió por un instante que me recostara en su seno mientras ella me abrazaba.

»Naturalmente, yo sufría. Por una parte, me esforzaba por aguantar las bolas de oro, y por otra intentaba que mi pene no rozara su vestido y me deshonrara.

»Entonces envió a buscar un orinal dorado, y supe entonces al instante lo que se esperaba de mi. Estoy seguro de que me sonrojé intensamente.

Tenía que sentarme en él y soltar las bolitas que había reunido; y lo hice, por supuesto.

»Después de aquello, el día fue una sucesión interminable de tareas. No intentaré contarlas todas, pero os diré que yo era objeto de todas las atenciones de la reina, y me propuse con toda mi alma mantener su interés. Aún no sabía con seguridad que no me volverían a enviar a la cocina, y temía que en cualquier momento me mandaran de vuelta allí.

»Recuerdo muchas cosas. Pasamos un largo rato en el jardín. La reina caminaba entre las rosas, su pasatiempo favorito, y me llevaba con el bastón en cuyo extremo estaban el falo de cuero. En ocasiones parecía que me levantaba las nalgas por encima del bastón. Mis rodillas necesitaban el alivio que me producía la suave hierba después de haberlas arrastrado por los suelos del castillo. Entonces estaba tan debilitado y sensible que el menor roce de mis nalgas me provocaba dolor. Pero ella se limitaba a hacerme andar de un lado a otro. Luego se acercó a una pequeña glorieta con enrejados y cepas y me condujo sobre las losas del suelo haciéndome gatear por delante de ella.

»Me ordenó que me levantara y entonces apareció un paje, no recuerdo si se trataba de Félix, pero sea quien fuere me puso grilletes enlazándome las manos por encima de la cabeza de manera que las puntas de mis pies apenas tocaban el suelo. La reina se sentó justo frente a mí. Dejó a un lado el bastón con el falo y levantó otra vara que llevaba atada a su faja. No era más que una larga y delgada lámina de madera envuelta en cuero.

»"Ahora, debéis hablarme —me dijo—. Dirigíos a mí con el tratamiento de majestad, y contestad siempre a mis preguntas con gran respeto." Al oír esto sentí una excitación casi incontrolable. Me permitirían hablar con ella, a mí que nunca lo había hecho puesto que siempre había estado amordazado a causa de mi rebeldía. No tenía ni idea de lo que sentiría cuando me permitieran decir algo. Yo era su cachorrillo, su esclavo mudo, pero en aquel momento debía hablarle. Jugueteó con mi pene, me levantó los testículos con el fino bastón de cuero y los empujó, adelante y atrás. Dio una palmetada juguetona a mis muslos.

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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