El restaurante del Fin del Mundo (15 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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Infinito: Mayor que la cosa más grande que haya existido nunca, y más. Mucho mayor que eso, en realidad; verdadera y asombrosamente enorme, de un tamaño absolutamente pasmoso, algo para decir: «vaya, qué cosa tan inmensa». El infinito es simplemente tan grande, que en comparación la grandeza misma resulta una nadería. Lo que tratamos de exponer es una especie de concepto que resultaría de lo gigantesco multiplicado por lo colosal multiplicado por lo asombrosamente enorme.

2 Importaciones:
Ninguna

Es imposible importar cosas a una zona infinita, al no haber un exterior del que importarlas.

3 Exportaciones:
Ninguna.

Véase Importaciones.

4 Población:
Ninguna.

Es sabido que existe un número infinito de mundos, sencillamente porque hay una cantidad infinita de espacio para que todos se asienten en él. Sin embargo, no todos están habitados. Por tanto, debe haber un número finito de mundos habitados. Un número finito dividido por infinito se aproxima lo suficiente a la nada para que no haya diferencia, de manera que puede afirmarse que la población media de todos los planetas del Universo es cero. De ello se desprende que la población media de todo el Universo también es cero, y que todas las personas con que uno pueda encontrarse de vez en cuando no son más que el producto de una imaginación trastornada.

5 Unidades monetarias:
Ninguna.

En realidad, en la Galaxia hay tres monedas de libre cambio, pero ninguna cuenta. El dólar altairiano se ha desmoronado hace poco, la bolita pobble llainiana sólo se puede cambiar por otras bolitas pobbles llainianas, y el pu trigánico tiene sus propios problemas muy particulares. Su tasa de cambio, ocho ningis por un pu, es bastante simple, pero como un ningi es una moneda triangular de goma, de diez mil cuatrocientos kilómetros por cada lado, nunca ha tenido nadie suficiente para poseer un pu. El ningi no es una moneda negociable porque los galactibancos se niegan a tratar con un cambio insignificante. A partir de esta premisa fundamental es muy sencillo demostrar que los galactibancos también son producto de una imaginación trastornada.

6 Arte:
Ninguno.

La función del arte es servir de espejo a la naturaleza, y no existe un espejo lo suficientemente grande: véase el punto uno.

7 Sexualidad:
Ninguna.

Bueno, en realidad hay muchísima, sobre todo debido a la total ausencia de dinero, de comercio, de bancos, de arte y de cualquier otra cosa que mantenga ocupada a toda la población inexistente del Universo.

Sin embargo, no vale la pena emprender ahora una larga discusión sobre ello, porque es algo verdaderamente muy complicado. Para más información véanse los capítulos siete, nueve, diez, once, catorce, dieciséis, diecisiete, diecinueve, veintiuno a ochenta y cuatro inclusive, y la mayor parte del resto de la
Guía.

20

El restaurante continuó existiendo, pero todo lo demás se había paralizado. Relastáticos temporales lo sostenían y protegían en el interior de una nada que no era un mero vacío, sino simplemente nada: no podía decirse que hubiese nada en cuyo interior pudiera existir un vacío.

La cúpula con escudo protector se había vuelto otra vez opaca, la fiesta había terminado, los comensales se marchaban, Zarquon había desaparecido con el resto del Universo, las Turbinas del Tiempo se preparaban para hacer retroceder el restaurante a la orilla del tiempo y dejarlo listo para el almuerzo, y Max Quordlepleen estaba de nuevo en su pequeño camerino de cortinas, tratando de localizar a su agente por el tempófono.

En el aparcamiento seguía la nave negra, cerrada y silenciosa.

En el aparcamiento entró el difunto mister Hotblack Desiato, impulsado por el andén rodante por su guardaespaldas.

Bajaron por uno de los tubos. Al acercarse a la limusinave, surgió una escotilla de un costado que aferró las ruedas de la silla y subió ésta a bordo. El guardaespaldas subió a continuación y, tras comprobar que su jefe estaba bien conectado al dispositivo de mantenimiento mortal, se dirigió a la pequeña cabina, Allí manipuló el dispositivo de control remoto que conectaba el piloto de la nave negra que estaba al lado de la limusinave, causando de ese modo gran alivio a Zaphod Beeblebrox, que durante diez minutos había estado tratando de arrancar aquel cacharro.

La nave negra se deslizó suavemente de su compartimiento, giró y avanzó rápida y silenciosamente por la calzada central. Al final de ella aceleró, se introdujo en la cámara de lanzamiento temporal e inició el largo viaje de vuelta al pasado remoto.

El menú de Milliways cita, con autorización, un párrafo de la
Guía del autoestopista galáctico
. El pasaje es el siguiente:

La Historia de todas las civilizaciones importantes de la Galaxia tiende a pasar por tres etapas distintas y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde.

Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta: «¿Cómo podemos comer?»; la segunda, por la pregunta: «¿Por qué comemos?»; y la tercera por la pregunta: «¿Dónde vamos a almorzar?».

El menú pasa a sugerir que Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo, puede ser una respuesta muy agradable y refinada a la tercera pregunta.

Lo que no dice es que, a pesar de que una civilización grande tarda muchos miles de años en pasar las etapas del Cómo, del Por qué y del Dónde, pequeños grupos sociales pueden superarlas con extraordinaria rapidez en situaciones de tensión.

—¿Qué tal vamos?— preguntó Arthur Dent.

—Mal— respondió Ford Prefect.

—¿A dónde vamos?— inquirió Trillian.

—No lo sé— contesta Zaphod Beeblebrox.

—¿Por qué no?— quiso saber Arthur Dent.

—Cierra el Pico— sugirieron Zaphod Beeblebrox y Ford Prefect.

—En el fondo— dijo Arthur Dent, ignorando la sugerencia—. lo que tratáis de decir es que hemos perdido el control.

La nave se sacudía y bamboleaba de manera desagradable mientras Ford y Zaphod intentaban arrancar el control al piloto automático. Los motores aullaban y se quejaban como niños cansados en un supermercado.

—Lo que me saca de quicio es este color estrafalario— dijo Zaphod, cuyo enamoramiento con la nave duró casi tres minutos de vuelo—. Cada vez que intento manipular uno de esos extraños instrumentos negros marcados en negro sobre fondo negro, se enciende una lucecita negra para que sepa que se ha conectado. ¿Qué es esto? ¿Una especie de hiperfurgón fúnebre de la Galaxia?

También las paredes de la bamboleante cabina eran negras, el techo era negro, los asientos— rudimentarios, porque el único viaje importante para el que la nave se había construido debería realizarse sin tripulación—, eran negros, el cuadro de mandos era negro, los instrumentos eran negros, los tornillitos que los sujetaban eran negros, la fina y acolchada alfombra que cubría el suelo era negra, y cuando levantaron una esquina descubrieron que la espuma de debajo también era negra.

—A lo mejor— aventuró Trillian— los ojos de quien lo proyectó respondían a diferentes longitudes de onda.

—O no tenía mucha imaginación— murmuró Arthur.

—Tal vez se sintiera muy deprimido— aventuró Marvin.

En realidad, aunque no lo sabían, se había escogido aquel decorado en honor de la triste y lamentada condición de su propietario, deducible de impuestos.

La nave dio un bandazo especialmente desagradable.

—Despacio— rogó Arthur—, este viaje espacial me está mareando.

—Temporal— le corrigió Zaphod— estamos atravesando el tiempo hacia atrás.

—Gracias— dijo Arthur—, ahora me parece que voy a vomitar.

—Adelante— dijo Zaphod—, nos vendrá bien un poco de color por aquí.

—Esto parece una cortés conversación de sobremesa, ¿verdad?— saltó Arthur.

Zaphod le pasó los mandos a Ford, para ver si los descifraba, y con paso vacilante se acercó a Arthur.

—Mira, terráqueo— dijo con furia—, tienes un trabajo que hacer, ¿no? La Pregunta de la Respuesta Ultima, ¿eh?

—¿Cómo, eso?— dijo Arthur—. Creí que ya lo habíamos olvidado.

—Yo no, chaval. Como dijeron los ratones, vale un montón de dinero en el sitio apropiado. Y todo está encerrado en esa cosa que tienes por cabeza.

—Sí, pero...

—¡Nada de peros! Piénsalo. ¡El Sentido de la Vidal Si lo descubrimos podremos chantajear a todos los psiquiatras de la Galaxia, y eso significaría un montón de pasta. Yo le debo un dineral al mío.

Sin mucho entusiasmo, Arthur emitió un hondo suspiro.

—De acuerdo— dijo.— Pero ¿por dónde empezamos? ¿Cómo podría descubrirlo yo? Dicen que la Respuesta Ultima de lo que sea, es Cuarenta y dos: ¿cómo puedo saber cuál es la pregunta? Puede ser cualquier cosa. Es decir: ¿cuántas son seis por siete?

Zaphod le miró fijamente durante un momento. Luego, sus ojos resplandecieron de emoción.

—¡Cuarenta y dos!— gritó.

Arthur se pasó la palma de la mano por la frente.

—Sí— dijo Pacientemente—. Ya lo sé. Las caras de Zaphod se desencajaron.

—Sólo digo que la pregunta puede ser cualquier cosa— dijo Arthur—, y no sé cómo voy a descubrirla.

Pues tú estabas presente— siseó Zaphod— cuando tu planeta se convirtió en grandes fuegos artificiales.

—En la Tierra tenemos una cosa...— empezó a decir Arthur.

—Teníais— corrigió Zaphod,

—...llamada tacto. Bueno, no importa. Mira; sencillamente, no lo sé. Una voz grave resonó monótonamente por la cabina.
— Yo lo sé— afirmó Marvin.

—¡No te metas en eso, Marvin!— gritó Ford desde los mandos, con los cuales libraba una batalla perdida—. Es un asunto de seres orgánicos.

—Está impresa en las circunvoluciones de las ondas cerebrales del terráqueo— prosiguió Marvin—, pero no creo que tengáis mucho interés en saberlo.

—¿Quieres decir— preguntó Arthur—, quieres decir que puedes leer en mi mente?

—Sí— contestó Marvin.

Arthur lo miró asombrado.

—¿Y...?— dijo.

—Me tiene maravillado el que podáis vivir con algo tan pequeño.

—¡Ah!— contestó Arthur—, es un ultraje.

—Sí— confirmó Marvin.

—Venga, olvídale— dijo Zaphod—. Se lo está inventando.

—¿Inventando?— repitió Marvin, girando la cabeza con un remedo de asombro— ¿Por qué querría yo inventar nada? La vida ya es bastante desagradable para inventar cosas acerca de ella.

—Marvin— dijo Trillian con la voz amable y suave que sólo ella era capaz de adoptar con aquella criatura espuria—, si lo has sabido todo el tiempo, ¿por qué no nos lo has dicho?

La cabeza de Marvin giró hacía ella.

—No me lo habéis preguntado— contestó sencillamente.

—Bueno, pues te lo preguntamos ahora, hombre de metal— dijo Ford, volviéndose a mirarle.

En aquel momento la nave dejó súbitamente de sacudirse y balancearse y el estruendo de los motores se redujo a un suave murmullo.

—Oye, Ford— dijo Zaphod—; eso suena bien. ¿Has descubierto cómo se manejan los mandos de este trasto?

—No— dijo Ford—. Sólo he dejado de hurgar en ellos. Calculo que tendremos que ir dondequiera que vaya esta nave y bajarnos deprisa.

—Sí, claro— convino Zaphod.

—Sabía que no teníais verdadero interés— murmuró Marvin para sí, derrumbándose en un rincón y desconectando sus circuitos.

—El problema es— dijo Ford— que el único instrumento de toda la nave que proporciona algunos datos me tiene preocupado. Si es lo que creo, y si dice lo que creo que dice, entonces hemos ido muy lejos en el pasado. Quizás hasta dos millones de años antes de nuestra época.

Zaphod se encogió de hombros.

—El tiempo es una faramalla— sentenció.

—De todos modos, me pregunto a quién pertenecerá esta nave— dijo Arthur.

—A mí— dijo Zaphod.

—No. A quién pertenecerá de veras.

—A mí, de veras— insistió Zaphod—. Mira, la propiedad es un robo, ¿no? Luego el robo es la propiedad. Ergo la nave es mía ¿vale?

—Díselo a la nave— dijo Arthur.

Zaphod se acercó a la consola.

—Nave— dijo, dando puñetazos a los paneles—, te habla tu nuevo dueño...

No le dio tiempo a decir nada más. Varias cosas ocurrieron a la vez.

La nave salió del viaje del tiempo y volvió a emerger al espacio real.

Todos los mandos de la consola, que habían estado apagados durante el viaje del tiempo, se encendieron.

Empezó a funcionar la gran pantalla encima de la consola, revelando un paisaje estelar y un sol muy grande, justo delante de ellos.

Ninguna de tales cosas, sin embargo, fue la causa de que Zaphod se viera en aquel momento violentamente arrojado de espaldas contra el fondo de la cabina, como todos los demás.

Todos se precipitaron hacia atrás por obra de un horrísono ruido que surgió de los altavoces que flanqueaban la pantalla.

21

En el mundo rojo y seco de Kakrafún, en medio del gran desierto de Rudlit, los técnicos de escena comprobaban los aparatos de sonido.

Es decir, los aparatos de sonido estaban en el desierto, pero no los técnicos. Se habían retirado a la seguridad de la gigantesca nave de control de Zona Catastrófica, que estaba en órbita a unos seiscientos kilómetros por encima de la superficie del planeta, y desde allí comprobaban el sonido. A siete kilómetros y medio de los silos de los altavoces, nadie habría sobrevivido a la sintonización.

Si Arthur Dent hubiese estado a menos de siete kilómetros y medio de los silos de los altavoces, su último pensamiento habría sido que, en forma y tamaño, la instalación del sonido se parecía a Manhattan. Los tubos de escape de los altavoces neutrónicos se remontaban de los silos hacia el cielo hasta una altura monstruosa, oscureciendo los bancos de los reactores plutónicos de los amplificadores sísmicos que había tras ellos.

Profundamente enterrados en
bunkers
de cemento bajo la urbe de altavoces, estaban los instrumentos que los músicos debían tocar desde la nave: el enorme ajuitar fotónico, el bajo detonador y el complejo conjunto de percusión Megabang.

Iba a ser un concierto ruidoso.

A bordo de la gigantesca nave de control, todo eran prisas y alboroto. La limusinave de Hotblack Desiato, que a su lado era un simple renacuajo, acababa de llegar y atracar, y el llorado caballero era trasladado por pasillos de altas bóvedas para llevarle a presencia del médium que interpretaría sus impulsos psíquicos en el teclado del ajuitar.

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