El restaurante del Fin del Mundo (6 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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—El gobierno del que has desertado ha salido a buscarte, Zaphod— siseó el desconocido—. Han enviado una escuadrilla de Cazas Ranestelares.

—¡Cazas Ranestelares!— masculló Zaphod—. ¡Por Zarquon!

—¿Te haces idea?

—¿Qué son los Cazas Ranestelares?— Zaphod estaba seguro de que había oído a alguien hablar de ellos cuando era Presidente, pero nunca prestó mucha atención a los asuntos oficiales.

El desconocido tiró de él hacia una puerta. Le siguió. Con un zumbido chamuscante, un objeto pequeño, semejante a una araña, pasó por el aire como una bala y desapareció por el corredor.

—¿Qué era eso?— musitó Zaphod.

—Un robot Explorador Ranestelar de clase A que te buscaba— dijo el desconocido.

—¿Ah, sí?

—¡Agáchate!

Por la dirección opuesta venía un objeto negro, más grande y semejante a una araña. Los pasó zumbando.

—¿Y eso...?

—Un robot Explorador Ranestelar de clase B, que te buscaba.

—¿Y eso?— preguntó Zaphod cuando pasó un tercero quemando el aire.

—Un robot Explorador Ranestelar de clase C, que te buscaba.

—¡Vaya!— dijo Zaphod, sonriendo para sus adentros—. Son unos robots bastante estúpidos, ¿no?

Por el puente llegaba un enorme murmullo retumbante. Una forma gigantesca de color negro avanzaba desde la otra torre; tenía las dimensiones y configuración de un tanque.

—¡Santo fotón!— susurró Zaphod—. ¿Qué es eso?

—Un tanque— dijo el desconocido—. Un robot Explorador Ranestelar de clase D, que viene por ti.

—¿Nos vamos?

—Me parece lo más conveniente.

—¡Marvin!— llamó Zaphod.

Marvin se incorporó entre un montón de escombros que había a cierta distancia en el pasillo, y los miró.

—¿Ves ese robot que viene hacia nosotros?

Marvin contempló el avance de la gigantesca forma negra, que se acercaba hacia ellos por el puente. Bajó la cabeza y miró su pequeño cuerpo de metal. Volvió a mirar al tanque.

—Me imagino que querrás que lo detenga— dijo.

—Sí.

—Mientras vosotros salváis el pellejo.

—Sí— dijo Zaphod—. ¡quédate ahí!

—Entonces, adiós, ya sé el terreno que piso— dijo Marvin. El desconocido tiró del brazo de Zaphod, que le siguió por el pasillo.

A Zaphod se le ocurrió una cosa sobre la marcha.— ¿Adónde vamos?

—Al despacho de Zarniwoop.

—¿Es éste un momento para acudir a una cita?

—Vamos.

7

Marvin estaba al final del pasillo del puente. En realidad, no era un robot especialmente pequeño. Su cuerpo plateado espejeaba entre el polvo de los rayos de sol y se estremecía con el continuo bombardeo que seguía soportando el edificio.

Sin embargo, cuando el gigantesco tanque negro se detuvo frente a él, parecía lamentablemente pequeño. El tanque lo examinó con una sonda. La sonda se retiró.

Marvin se mantuvo en su sitio.

—Apártate de mi camino, pequeño robot— gruñó el tanque.

—Me temo que me han dejado aquí para detenerte— dijo Marvin.

La sonda volvió a alargarse y le examinó de nuevo. Se retiró otra vez.

—¿Tú? ¿Detenerme?— bramó el tanque—. ¡Vamos!

—No, tengo que hacerlo, de veras— dijo simplemente Marvin.

—¿Con qué estás armado?— rugió el tanque, incrédulo.

—Adivínalo— repuso Marvin.

Los motores del tanque retumbaron, sus engranajes rechinaron. Los relés electrónicos de tamaño molecular albergados profundamente en su microcerebro se sacudieron de consternación hacia delante y hacia atrás.

—¿Que lo adivine?— dijo el tanque.

Con pasos vacilantes, Zaphod y el aún desconocido recorrieron un pasillo, luego otro y después un tercero. El edificio seguía vibrando y estremeciéndose, lo que tenía perplejo a Zaphod. Si querían volar las torres, ¿por qué tardaban tanto?

Con dificultad, llegaron a una serie de puertas sin identificar, enteramente anónimas, y cargaron contra una de ellas. Se abrió de golpe y cayeron dentro.

Todo este camino, pensó Zaphod, todas estas dificultades, todo este tiempo sin estar en la playa pasándomelo bien, ¿y para qué? Una silla, un escritorio, y un cenicero sucio en un despacho sin decorar. El escritorio, aparte de un poco de polvo danzante y una nueva y revolucionaria especie de clip de papeles, estaba vacío.

—¿Dónde está Zarniwoop?— preguntó Zaphod, con la impresión de que empezaba a escapársele su ya débil comprensión de toda aquella actividad.

—Está haciendo un crucero intergaláctico— contestó el desconocido.

Zaphod trató de catalogarlo. Era un tipo serio, no el saco de la risa. Probablemente dedicaba buena parte de su tiempo a correr de un lado para otro por pasillos que se alzaban a su paso, rompiendo puertas y haciendo comentarios misteriosos en despachos vacíos.

—Permíteme que me presente— dijo el desconocido—. Me llamo Roosta, y ésta es mi toalla.

—Hola, Roosta— dijo Zaphod—. Hola, toalla— añadió, cuando Roosta le tendió una vieja toalla de flores bastante desagradable. Sin saber qué hacer con ella, la estrechó por una esquina.

Cerca de la ventana, pasó retumbando una de las naves espaciales en forma de bala de color verde metálico.

—Sí, adelante— dijo Marvin a la enorme máquina de batalla—; jamás lo adivinarás.

—Hummm...— dijo la máquina, vibrando por el desacostumbrado ejercicio de pensar—, ¿rayos láser?

Marvin meneó solemnemente la cabeza.

—No— murmuró la máquina con su hondo rugido gutural—. Demasiado evidente. ¿Rayos antimateria?— aventuró.

—Más elemental todavía— le reprendió Marvin.

—¿Qué me dices de un ariete electrónico?

Eso era nuevo para Marvin.

—¿Qué es eso?— preguntó.

—Uno de estos— dijo la máquina con entusiasmo.

De su torreta emergió un diente afilado que escupió un mortífero rayo de luz. A espaldas de Marvin, rugió una pared que se derrumbó como un montón de polvo. El polvo se elevó brevemente y luego se asentó.

—No; uno de esos, no— dijo Marvin.

—Buena idea, ¿eh? Bien pensado, ¿verdad?

—Muy bien— convino Marvin.

—Lo sé— afirmó la máquina de guerra, tras considerarlo otro poco—; ¡debes tener uno de esos nuevos Emisores Restructurón Inestable Zenón Jántico!

—Bonitos, ¿verdad?— dijo Marvin.

—¿Es eso lo que tienes?— preguntó la máquina con apreciable respeto.

—No— contestó Marvin.

—Vaya— dijo la máquina, decepcionada—. Entonces, debe de ser...

—Sigues un razonamiento equivocado— le advirtió Marvin—. No tomas en cuenta un hecho bastante fundamental en las relaciones entre hombres y robots.

—Humm, ya sé; es...— dijo el blindado antes de interrumpirse para volver a pensar.

—Piensa un poco— le urgió Marvin—. Me han dejado a mí, un robot doméstico ordinario, para que te detenga a ti, una gigantesca máquina de guerra para tareas pesadas, mientras ellos salen corriendo para salvarse. ¿Con qué crees que me dejarían?

—Pues, huummm...— murmuró la máquina, alarmada—, supongo que con algo tremendamente devastador.

—¡Supones!— exclamó Marvin—. Claro, lo supones. ¿Quieres que te diga lo que me han dejado para protegerme?

—Vale, muy bien— dijo el carro de combate, preparándose para la respuesta. Hubo una pausa peligrosa.

—Nada— dijo Marvin.

—¿
Nada
?— bramó el tanque.

—Nada en absoluto— entonó Marvin, desconsolado—. Ni una salchicha electrónica.

La máquina se hinchó de furia.

—¡Vaya, y además se llevan todos los honores!— rugió.— Nada, ¿eh? ¿Es que no piensan, o qué?

—Y yo con estos dolores horribles en todos los diodos del costado izquierdo— dijo Marvin en voz baja y suave.

—Que te las hace pasar canutas, ¿verdad?

—Sí— convino Marvin con emoción.

—¡Vaya, eso me pone furioso!— aulló la máquina—. ¡Me parece que voy a aplastar esa pared!

El ariete electrónico lanzó otra llamarada y quitó la pared más próxima a la máquina.

—¿Cómo crees que me siento yo?— dijo Marvin con amargura.

—Así que se han largado y te han dejado a ti, ¿no es cierto?— tronó la máquina.

—Sí— confirmó Marvin.

—¡Creo que también les voy a dejar sin su maldito techo!— tronó el tanque. Quitó el techo del puente.
— Sí— gruñó la máquina, un tanto humillada—. Humm...

—¡Qué impresionante!— murmuró Marvin.

—Todavía no has visto nada— Prometió la máquina ¡También puedo quitar este suelo, sin problemas!

Quitó también el suelo.

—¡Caracoles!— bramó la máquina mientras caía a plomo quince pisos y se hacía pedazos en la planta baja.

—¡Qué máquina tan estúpida y deprimente!— dijo Marvin, y echó a andar pesadamente.

8

—Bueno, ¿nos vamos a quedar aquí sentados, o qué?— dijo Zaphod, enfadado—. ¿Qué es lo que quieren esos tipos de ahí fuera?

—A ti, Beeblebrox— dijo Roosta—. Van a llevarte a la Ranestrella, el mundo más enteramente diabólico de la Galaxia.

—¿Ah, sí?— repuso Zaphod—. Primero tendrán que venir y cogerme.

—Ya han venido y te han cogido— advirtió Roosta—. Mira por la ventana.

Zaphod miró y quedó boquiabierto.

—¡El suelo se va!— jadeó. ¿Adónde se llevan el suelo?

—Se están llevando el edificio, estamos volando— le informó Roosta. Las nubes pasaban velozmente por la ventana del despacho.

Zaphod volvió a ver en el aire el anillo verde oscuro de los Cazas Ranestelares en torno a la torre desarraigada del edificio. Una red de haces de energía irradiaban de ellos y tenían firmemente sujeto el inmueble.

Zaphod meneó las cabezas, perplejo.

—¿Qué he hecho yo para merecer esto?— se lamentó—. Me meto en un edificio, y se lo llevan.

—No les preocupa lo que has hecho— dijo Roosta—, sino lo que vas a hacer.

—¿Y yo no tengo nada que decir al respecto?

—Ya lo hiciste, hace años. Será mejor que te agarres, vamos a hacer un viaje rápido y agitado.

—Si alguna vez me encuentro conmigo mismo— dijo Zaphod—, me sacudiré tan fuerte, que no sabré con qué me han golpeado.

Marvin entró pesadamente por la puerta, lanzó a Zaphod una mirada acusadora, se dejó caer en un rincón y se desconectó.

En el puente del
Corazón de Oro
todo estaba en silencio. Arthur miró al pequeño atril que tenía delante y se puso a meditar. Se cruzó con la mirada inquisitiva de Trillian. Desvió la vista y volvió a mirar al atril.

Por fin lo vio.

Cogió cinco cuadraditos de plástico y los dispuso en el tablero que estaba justo delante de la rejilla.

Los cinco cuadrados tenían las letras E, X, Q, U e I. Los puso junto a las letras S, I, T, O.

—Exquisito— dijo—, y completo tres palabras. Me parece que va a sumar un montón.

La nave se balanceó y algunas letras se desperdigaron por enésima vez.

Trillian suspiró y empezó a colocarlas de nuevo.

Por los pasillos silenciosos resonaban los pasos de Ford Prefect, que acechaba los enormes instrumentos inactivos de la nave.

¿Por qué seguía estremeciéndose la nave?, pensó.

¿Por qué se balanceaba y sacudía?

¿Por qué no podía averiguar dónde estaban?

Y sobre todo, ¿dónde estaban?

La torre izquierda de las oficinas de la
Guía del autoestopista galáctico
surcaba el espacio interestelar a una velocidad jamás igualada, antes o después, por ningún otro edificio de oficinas del Universo.

A media altura de la torre, Zaphod Beeblebrox paseaba colérico por un despacho.

Roosta estaba sentado en el borde del escritorio haciendo unos remiendos rutinarios en la toalla.

—Oye, ¿adonde dijiste que llevaban este edificio?— preguntó Zaphod.

—A la Ranestrella— dijo Roosta—, el lugar más enteramente diabólico del Universo.

—¿Hay comida aquí?— preguntó Zaphod.

—¿Comida? ¿Vas a la Ranestrella y te preocupa si hay comida?

—Sin comida quizá no llegue a la Ranestrella.

Por la ventana no podían ver nada, aparte de la luz parpadeante del haz de energía y de vagas manchas grises que presumiblemente eran las formas distorsionadas de los Cazas Ranestelares. A aquella velocidad el espacio mismo era invisible, y desde luego irreal.

—Toma, chupa esto— dijo Roosta, ofreciendo su toalla a Zaphod.

Zaphod lo miró con fijeza, como si esperara que un cuco saliera de un muellecito por su frente.

—Está empapada en sustancias nutritivas— explicó Roosta.

—¿Es que eres de esos que comen porquerías, o algo así?— inquirió Zaphod.

—Las franjas amarillas son ricas en proteínas, las verdes tienen complejos de vitamina B y C, las florecitas rosas contienen extracto de germen de trigo.

Zaphod la cogió y la miró estupefacto.

—¿Qué son las manchas marrones?— preguntó.

—Salsa Bar-B-Coa— dijo Roosta—, para cuando me harto de germen de trigo. Zaphod lo olió con aire de duda.
Con más dudas aún, chupó una esquina. Escupió.

—¡Uf!— declaró.

—Sí— admitió Roosta—. Cuando tengo que chupar ese extremo, también necesito sorber un poco el otro.

—¿Por qué? ¿Qué tiene?— inquirió Zaphod, receloso.

—Antidepresivos— dijo Roosta.

—Mira, ya he tenido bastante de esta toalla— dijo Zaphod, devolviéndosela.

Roosta la cogió, bajó del escritorio, lo rodeó, se sentó en el sillón y puso los pies encima de la mesa.

—Beeblebrox— dijo, poniéndose las manos en la nuca—, ¿tienes idea de lo que va a pasarte en la Ranestrella?

—¿Van a darme de comer?— aventuró Zaphod, esperanzado.

—Van a darte de comer— dijo Roosta— en el Vórtice de la Perspectiva Total.

Zaphod nunca había oído hablar de eso. Creía conocer todas las cosas divertidas de la Galaxia, de manera que supuso que el Vórtice de la Perspectiva Total no era agradable. Preguntó a Roosta qué era.

—No es sino la tortura más cruel que puede soportar un ser consciente— explicó Roosta.

Zaphod asintió resignadamente con las cabezas.

—De modo que no hay comida, ¿eh?— dijo.

—¡Escucha— exclamó Roosta en tono apremiante—, se puede matar a un hombre, destruir su cuerpo, doblegar su espíritu, pero el Vórtice de la Perspectiva Total puede aniquilar su alma ¡El tratamiento es cuestión de segundos, pero sus efectos duran toda la vida!

—¿Has tomado alguna vez un detonador gargárico pangaláctico?— preguntó bruscamente Zaphod.

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