El restaurante del Fin del Mundo (9 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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Lo que oyó le trastornó las cabezas.

La voz dijo:

—Las Líneas de Cruceros Interestelares piden disculpas a los viajeros por el continuo retraso de este vuelo. En estos momentos esperamos que embarquen nuestra dotación de servilletas de papel empapadas en limón, para su comodidad, refrescamiento e higiene durante el viaje. Entretanto, les agradecemos su paciencia. La tripulación volverá a servir en breve café y galletas.

Zaphod dio unos pasos vacilantes hacia atrás, mirando perplejo a la nave.

Paseó durante unos minutos, aturdido. De pronto vio un gigantesco cartel de salidas que aún colgaba del techo, de un solo soporte. Estaba cubierto de mugre, pero todavía se distinguían algunos números.

Los ojos de Zaphod buscaron entre las cifras y luego hizo unos cálculos rápidos. Sus ojos se abrieron como platos.

—Novecientos años...— jadeó para sí. Era el retraso que llevaba la nave.

Dos minutos después subía a bordo.

Al salir de la esclusa neumática, sintió un aire fresco y sano: aún funcionaba el aire acondicionado.

Las luces seguían encendidas.

De la pequeña cámara de entrada salió a un pasillo corto y estrecho que empezó a recorrer con nerviosismo.

De repente se abrió una puerta y una figura se plantó frente a él.

—Por favor, señor, vuelva a su asiento— le dijo la azafata androide, que le dio la espalda y echó a andar por el pasillo, delante de él.

Cuando su corazón empezó a latir de nuevo, la siguió. La azafata abrió una puerta al final del pasillo y pasó por ella.

Zaphod entró después.

Estaban en el compartimiento de pasajeros y el corazón de Zaphod volvió a pararse por un momento.

En cada asiento había un pasajero, con el cinturón abrochado.

Los viajeros tenían el cabello largo y despeinado y las uñas largas. Los hombres llevaban barba.

Saltaba a la vista que todos estaban vivos, pero dormidos.

Zaphod sintió que le atenazaba el terror.

Avanzó por el pasillo como en un sueño. Cuando llegó a la mitad, la azafata ya había llegado al final. Se volvió y habló:

—Buenas tardes, señoras y caballeros— dijo con voz dulce—. Gracias por soportar con nosotros este pequeño retraso. Despegaremos en cuanto nos sea posible. Si gustan despertarse, les serviré café y galletas.

Hubo un murmullo leve.

En aquel momento, todos los pasajeros despertaron.

Lo hicieron gritando y tirando de los cinturones y de los dispositivos de mantenimiento vital que los tenían firmemente sujetos a las butacas. Gritaron, chillaron y aullaron hasta que Zaphod pensó que le iban a reventar los oídos.

Forcejearon y se retorcieron mientras la azafata avanzaba con paciencia por el pasillo colocando frente a cada uno una tacita de café y un paquete de galletas.

Entonces, uno de ellos se levantó del asiento. Se volvió y miró a Zaphod.

A Zaphod se le erizó la piel por entero, como si tratara de desprenderse de su cuerpo. Se dio la vuelta y salió a escape de aquella jaula de grillos.

Se precipitó por la puerta y llegó al pasillo de antes.

El hombre lo persiguió.

Corrió frenéticamente hasta el final del pasillo y rebasó la cámara de entrada. Llegó al compartimiento de pilotaje, cerró la puerta de golpe y la aseguró. Se apoyó contra ella, jadeando.

Al cabo de unos segundos, una mano empezó a golpear la puerta.

Desde algún sitio del compartimiento de pilotaje, una voz metálica se dirigió a él.

—No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje. Por favor, vuelva a su asiento y espere a que despegue la nave. Están sirviendo café y galletas. Le habla el piloto automático. Vuelva a su butaca, por favor.

Zaphod no dijo nada. Respiraba con dificultad; a sus espaldas, la mano seguía llamando a la puerta.

—Vuelva a su asiento, por favor— repitió el piloto automático—. No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje.

—Yo no soy un pasajero— jadeó Zaphod.

—Vuelva a su butaca, por favor.

—¡Yo no soy un pasajero!— repitió Zaphod, gritando.

—Vuelva a su asiento, por favor.

—Yo no soy un... Oye, ¿puedes oírme?

—Vuelva a su butaca, por favor.

—¿Eres el piloto automático?— preguntó Zaphod.

—Sí— dijo la voz desde el cuadro de mandos.

—¿Estás al cargo de esta nave?

—Sí— volvió a decir la voz—; ha habido un retraso. Para su comodidad y conveniencia, se mantiene temporalmente a los pasajeros en animación suspendida. Cada año se sirve café y galletas, tras de lo cual se vuelve a los pasajeros a la animación suspendida para que prosiga su comodidad y conveniencia. Se efectuará el despegue cuando se haya completado el avituallamiento de la nave. Pedimos disculpas por el retraso.

Zaphod se retiró de la puerta, que ya habían dejado de golpear. Se acercó al cuadro de mandos.

—¿Retraso?— gritó.— ¿Has visto el mundo en que está la nave? Es un yermo, un desierto. Su civilización ha perecido. ¡De ninguna parte traen servilletas de papel empapadas en limón, hombre!

—Existen probabilidades estadísticas— prosiguió el piloto, automático en tono severo— de que surjan otras civilizaciones. Algún día habrá servilletas de papel empapadas en limón. Hasta entonces tendremos un breve retraso. Vuelva a su asiento, por favor.

—Pero...

Pero en aquel momento se abrió la puerta. Zaphod dio media vuelta y delante de él vio al hombre que le había perseguido. Llevaba una cartera grande. Vestía con elegancia y llevaba el cabello corto. No tenía barba ni las uñas largas.

—Zaphod Beeblebrox— dijo—, soy Zarniwoop. Creo que querías verme.

Zaphod Beeblebrox se quedó atónito. De sus bocas salieron palabras inconexas. Se derrumbó en una silla.

—Vaya, hombre, vaya. ¿De dónde sales?— preguntó.

—Te he estado esperando aquí— dijo Zarniwoop con indiferencia. Dejó la cartera en el suelo y se sentó en otra silla.

—Me alegro de que hayas seguido las instrucciones— prosiguió—. Estaba un poco nervioso por si salías de mi despacho por la puerta en vez de por la ventana. Entonces habrías tenido problemas.

Zaphod lo miró, meneó las cabezas y farfulló algo.

—Cuando entraste por la puerta de mi despacho, te introdujiste en mi Universo sintetizado por medios electrónicos— le explicó; de haber salido por la puerta, habrías vuelto al Universo real. El artificial funciona desde aquí.

Con aire relamido, dio unos golpecitos a la cartera.

Zaphod le lanzó una mirada de odio y rencor.

—¿Qué diferencia hay?— murmuró.

—Ninguna— dijo Zarniwoop—; son idénticos. Pero creo que en el Universo real los Cazas Ranestelares son grises.

—¿Qué es lo que pasa?— preguntó Zaphod.

—Algo muy simple— repuso Zarniwoop.

Su aplomo y presunción inflamaron de ira a Zaphod.

—Sencillamente— continuó Zarniwoop,— descubrí las coordenadas en que podría encontrarse a ese hombre, el que rige el Universo, y averigüé que su mundo estaba guardado por un Campo de Improbabilidad. Para proteger mi secreto, y a mí mismo, me retiré al refugio de este Universo enteramente artificial, ocultándome en una olvidada astronave de línea. Estaba seguro.

Entretanto, tú y yo...

—¿Tú y yo?— repitió airadamente Zaphod—. ¿Quieres decir que te conozco?

—Sí— respondió Zarniwoop—; nos conocemos bien.

—Carezco del gusto— sentenció Zaphod, volviendo a caer en un silencio malhumorado.

—Entretanto, tú y yo convinimos en que tú robaras la nave de la Energía de la Improbabilidad, la única que podía llegar al mundo del dirigente, y me la trajeras aquí. Creo que ya lo has hecho y te felicito.

Lanzó una sonrisita con los labios apretados y Zaphod sintió deseos de darle con un ladrillo en la boca.

—Ah, en caso de que tengas curiosidad, este Universo se creó especialmente para que tú vinieras. Por consiguiente, eres la persona más importante de este Universo— añadió Zarniwoop con una sonrisa aún más ladrillable—. En el real no habrías sobrevivido al Vórtice de la Perspectiva Total. ¿Nos vamos?

—¿A dónde?— preguntó Zaphod en tono agrio. Se sentía fatal.

—A tu nave. Al
Corazón de Oro
. Confío en que la habrás traído.

—No.

—¿Dónde está tu chaqueta?

Zaphod le miró con expresión confundida.

—¿Mi chaqueta? Me la he quitado. Está ahí afuera.— Bueno, vamos a buscarla.

Zarniwoop se puso en pie y le hizo un gesto a Zaphod para que le siguiera.

En la cámara de entrada volvieron a oír los gritos de los pasajeros, a quienes se daba café y galletas.

—El esperarte no ha sido una experiencia agradable para mí— comentó Zarniwoop.

—¡Que no ha sido una experiencia agradable para ti!— gritó Zaphod—. ¿Qué te has creído...?

Zarniwoop levantó un dedo para imponerle silencio mientras la escotilla se abría de par en par. A pocos metros de distancia vio entre los escombros la chaqueta de Zaphod.

—Una nave muy potente y notable— dijo Zarniwoop—. Fíjate.

Mientras miraban, el bolsillo de la chaqueta empezó a aumentar de tamaño de forma imprevista. Se desgarró, haciéndose jirones. El pequeño modelo metálico del
Corazón de Oro
, que tanto sorprendió a Zaphod al encontrarlo en el bolsillo, estaba creciendo.

Se alargó y ensanchó. Al cabo de dos minutos, alcanzó su volumen normal.

—A una Escala de Improbabilidad de— dijo Zarniwoop—, de... pues no sé, pero muy amplia.

Zaphod se tambaleó.

—¿Es que la he llevado conmigo encima todo el tiempo? Zarniwoop sonrió. Alzó la cartera y la abrió.
Pulsó un interruptor que había dentro.

—¡Adiós, Universo artificial— exclamó—; bienvenido sea el verdadero!

La escena resplandeció débilmente ante sus ojos y volvió a aparecer exactamente como antes.

—¿Ves?— dijo Zarniwoop—. Es exactamente igual.

—¿Es que la he llevado encima todo el tiempo?— repitió Zaphod con voz tensa.

—Pues claro— contestó Zarniwoop—. De eso se trataba precisamente.

—Ya está bien— dijo Zaphod—, puedes dejar de contar conmigo; de ahora en adelante no cuentes conmigo. Ya estoy harto de todo esto, juega a tus propios juegos.

—Me temo que no puedes abandonar— le advirtió Zarniwoop—, estás sujeto al Campo de Improbabilidad. No puedes escapar.

Sonrió de la forma que a Zaphod le producía ganas de darle un golpe en la boca, y esta vez lo hizo.

13

Ford Prefect irrumpió a saltos en el puente del
Corazón de Oro
.

—¡Trillian! ¡Arthur!— gritó—. ¡Ya funciona! ¡La nave se ha reactivado!

Trillian y Arthur estaban dormidos en el suelo.

—Venga, muchachos, que nos vamos; estamos en marcha— dijo, dándoles con el pie para que despertaran.

—¡Hola, chicos!— gorjeó el ordenador—. Os aseguro que es verdaderamente magnífico estar de nuevo con vosotros, y solo quiero decir que...

—Cierra el pico— dijo Ford—. Dinos dónde demonios estamos.

—¡En el Mundo Ranestelar B, menudo basurero!— exclamó Zaphod, que entraba en el puente a la carrera—. Hola, muchachos, debéis estar tan asombrosamente contentos de verme, que ni siquiera encontráis palabras para decirme lo estupendo que soy.

—¿Para decirte qué?— dijo Arthur confusamente mientras se levantaba del suelo sin entender nada de lo que pasaba.

—Sé cómo te sientes— dijo Zaphod—. Soy tan estupendo que me quedo sin habla cuando charlo conmigo mismo. Cómo me alegro de veros: Trillian, Ford, Hombre mono. Oye, hummm, ¿ordenador...?

—Hola, mister Beeblebrox. Señor, es un gran honor...

—Cierra la boca y sácanos de aquí, deprisa, deprisa y deprisa.

—Eso está hecho, compadre. ¿A dónde queréis ir?

—A cualquier parte, no importa— gritó Zaphod; pero se corrigió—: ¡Claro que importa! ¡Queremos ir a comer al sitio más cercano!

—En seguida— dijo alegremente el ordenador, y una explosión enorme sacudió el puente.

Un minuto después, cuando Zarniwoop entró con un ojo a la funerala, contempló con interés los cuatro jirones de humo.

14

Cuatro cuerpos inertes se sumieron en una oscuridad vertiginosa. La conciencia se apagó, el olvido arrojó los cuerpos al abismo del no ser. El rugido del silencio resonó lúgubremente en torno a ellos hasta que por fin se hundieron en un mar profundo y amargo de rojo inflamado que fue tragándoselos poco a poco y, al parecer, para siempre.

Después de lo que pareció una eternidad, el mar retrocedió y los dejó tendidos en una playa dura y fría, como desechos flotantes de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Sufrieron espasmos fríos; ante sus ojos bailaron luces repugnantes. La playa dura y fría se inclinó, empezó a dar vueltas y luego quedó quieta. Emitió un brillo oscuro: era una playa dura y fría, bien pulimentada.

Una mancha verde los miró con desaprobación.

Tosió.

—Buenas tardes, señora, caballeros— dijo—. ¿Tienen ustedes reserva?

Ford Prefect recobró la conciencia de golpe, como si fuese una goma elástica; le dejó un escozor en el cerebro. Aturdido, alzó los ojos hacia la mancha verde.

—¿Reserva?— dijo débilmente.

—Sí, señor— dijo la mancha verde.

—¿Es que se necesita reserva para después de la muerte?

La mancha verde enarcó las cejas con aire desdeñoso, en la medida en que eso es posible para una mancha verde.

—¿Después de la muerte, señor?— dijo.

Arthur Dent luchaba cuerpo a cuerpo con su conciencia de la misma forma en que uno batalla en el baño con una pastilla de jabón perdida.

—¿Es ésta la vida futura?— tartamudeó.

—Pues me parece que sí— dijo Ford Prefect, tratando de averiguar por dónde estaba la vertical. Probó la teoría de que debía estar en dirección opuesta a la playa fría y dura en que se hallaba tendido, y se tambaleó por donde esperaba encontrar los pies.

—Quiero decir— dijo, balanceándose suavemente—, que de ninguna manera pudimos escapar a aquella explosión, ¿no es cierto?

—No— murmuró Arthur. Se había incorporado sobre los codos, pero aquello no pareció mejorar las cosas. Volvió a derrumbarse.

—No— dijo Trillian, poniéndose en pie—. De ninguna manera, en absoluto.

Del suelo se elevó un sonido gutural, ronco y débil. Era Zaphod Beeblebrox, que intentaba decir algo.

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