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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (56 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»El tipo no respondió. Parecía dudar. Yo busqué tras los cristales ahumados de sus gafas algún indicio que me permitiera descubrir qué era lo que pasaba por su mente, mas, por esas blanduras que le vienen a uno de vez en cuando llegué a pensar que tal vez no era todo lo desalmado que yo suponía y que los lazos afectivos que había creado con los miembros del club le impedían cometer esa perfidia.

»Estaba equivocado.
La Taltuza
no dudaba, calculaba. En medio de su silencio, volvió la mirada a las monedas de oro que yo había depositado sobre la mesa en pago a la información que me había suministrado (en aquellos días circulaban más que las de plata) y, sin levantar la vista de ellas, dijo: Eso le va a costar otro tanto.

»¿Qué mejor respuesta podía yo esperar? Volví a abrir la gaveta, saqué otro pucho de monedas y las empujé hacia donde estaban las otras. El tipo las guardó con avidez. Después acercó una silla y, tomando papel y pluma, comenzó a escribir los nombres que le había solicitado. Llevaría diez o doce escritos, cuando...

—Se habló de que el delator había sido un jesuita,
¿es
eso cierto?

—Sí, es verdad, se habló de un jesuita. Pero déjeme que le explique esto primero.

—Disculpe.

—Llevaría el
cuije
, como digo, diez o doce nombres escritos, cuando, de la Plaza de Armas, llegaron varios disparos. Al tipo le brincó la pluma del susto, de tal suerte que el nombre que escribía, y que era justamente el de usted, terminó en un garabato.

»En eso se abrió la puerta y apareció un asistente para decirme, todo azorado, que un toro andaba suelto por la plaza y que el oficial de guardia había ordenado matarlo. Pero
La Taltuza
no esperó a que mi hombre terminara de contar lo que ocurría afuera y se escabulló de mi despacho. Corrí tras él, pero no logré darle alcance y, cuando llegué a la plaza, se había perdido ya entre la multitud que se arremolinaba en torno a un toro despatarrado al pie de la fuente.

»Esa tarde confirmé que, en efecto, Serapio Cruz había cruzado la frontera. Corrí al teatro para avisar al señor presidente, quien asistía a un recital de ópera, y envié un pelotón a
Las Acacias
con órdenes de detener a los muchachos de la hermandad. Pero, si bien logramos dispersar la manifestación frente al teatro, la operación de
Las Acacias
se hizo con una torpeza deplorable, y de nuevo, usted perdone.

»La mayoría de los muchachos logró huir, como bien sabe. Hubo un muerto en el potrero del Tuerto y varios heridos en el teatro, donde un terrorista entró disparando un revólver y creó un pánico entre el público que no causó ninguna desgracia porque el manto de la Virgen del Rosario es muy grande. Logramos detener a algunos miembros del partido liberal, declaramos el estado de sitio, ordenamos registros en las casas, en fin, un relajo. Y todo para no sacar nada en limpio.

y>La Taltuza
se zurró esa noche. Todos los soplones son así, más cobardes que las ratas. Y como a eso de las once de la noche, apareció con los soldados en palacio.

encabezada por los embajadores de Inglaterra y España, nos disuadió de no hacerlo. Comprendimos sus razones y entregamos el palacio de Gobierno antes de que los rebeldes entraran en la capital.

»Yo estaba bastante tranquilo. No había matado ni torturado. No debía ni me debían. Mi trabajo se había limitado a dar y recibir información. Con todo, quise asegurarme de no ser chivo expiatorio de ningún listo que quisiera salvar su pellejo a mis costillas. Así que reuní dos cajones con documentos que contenían la información necesaria para protegerme. Ya sabe: órdenes comprometedoras, informes secretos, nombres de infiltrados, expedientes de crímenes oficiales. Y entre el montón de legajos (mire usted cómo Dios hace las cosas) estaba la lista de los muchachos que había delatado
La Taltuza.
Fue una casualidad. Y sé que carece de valor. ¿Qué importancia puede tener una lista de nombres sin fecha, en un papel sin membrete ni sellos? Sólo una persona como usted, licenciado, puede darle su verdadero valor.

—¿Qué ocurrió con el
oreja
, después del 30 de junio? ¿Volvió usted a verlo? ¿Podría identificarlo, si lo viese?

—No, licenciado. Ni volví a saber de él ni volví a verle.

—¿Podría describirlo?

—No, salvo por las señas que le he dado de él.

—Pero una vez le vio de frente, a plena luz del día.

—Es verdad, pero quítele a una persona la mirada y se queda en una estatua de mármol. ¿Sabe usted cómo cambia un hombre cuando le pone encima un sombrero gacho, un sobretodo y unos espejuelos oscuros?

—Algo sé, pero dígame una cosa, ¿por qué ese deseo suyo de caerle al tipo?

—Soy la única huella que dejó su delación al partido liberal, cuando éste aún no estaba en el poder. Por su culpa se fueron al bote ministros del Gobierno actual, como
Don Chema
Samayoa. Otros fueron vareados, perseguidos o fusilados.
La Taltuza
tiene miedo de que yo le identifique, que se lo diga a Sixto Pérez o a Cuevas y se lo despachen sin más.

Leocadio Ortiz se detuvo y cerró los ojos. Los dolores, sin duda, se le habían agravado, y otra vez le costaba respirar.

—Licenciado, éste es un juego peligroso donde el precio de la traición es muy alto. El tipo ha debido de pensar que ésta era la ocasión propicia para eliminarme. Así que me ha denunciado, aprovechando la confusión de la conjura, y no se detendrá hasta verme frente al pelotón de fusilamiento.

—Pero a usted le han dejado libre.

—No me fío, licenciado.

—¿Y qué quiere que yo haga?

—Que identifique a
La Taltuza.
En estos momentos ha de estar moviendo Roma con Santiago para que me vuelvan a detener. Ayúdeme y ayúdese usted a sí mismo.

—Si usted no puede identificarlo, ¿cómo voy a hacerlo yo? Sólo tiene una sospecha, unos espejuelos ahumados y un sombrero. ¿Recuerda algún rasgo característico, algún olor especial, a cuero, a sebo, a bálsamo? —dice señalando la pomada que Catalina extendía en esos momentos sobre la espalda de Ortiz.

—No que yo recuerde.

—¿Le conocía alguna afición, alguna amante?

—La gente que lleva una doble vida es muy discreta con esas cosas.

Catalina termina de extender la pomada y Ortiz le toma una mano y la besa. Néstor observa con simpatía el gesto, pero no se fía de Ortiz. No se llega a jefe de los servicios secretos del Gobierno por ser buena gente. Nadie que tenga por oficio vigilar a las personas y escarbar en sus vidas puede serlo. A saber a cuántos había detenido y enviado a las cámaras de tortura para que los molieran a palos. Leocadio Ortiz pertenecía, sin duda, a la misma ralea que el soplón, un hombre de doble vida y dos caras, alguien que sabe evadir las respuestas directas, contener ademanes y gestos, hablar tras una máscara de flema helada y ser lo bastante aplomado como para mentir con absoluta sinceridad.

—Cree que le engaño, ¿no es así?

La pregunta sorprende a Néstor. Leocadio Ortiz posee una penetración y un alcance poco comunes y, si no le ha leído el pensamiento, ha intuido que dudaba. Pero lo cierto es que a Néstor no le interesa saber a estas alturas quién fue el traidor que desniveló su vida. Ni abriga sentimientos de venganza. En cambio sí hay algo en lo que Ortiz puede ayudarle.

—Hay un detenido que conozco. Se llama Joaquín Lados. ¿Qué sabe de él? ¿Por qué lo han detenido?

—Estaba en la celda vecina a la mía. No sé mucho más.

Néstor se pone de pie.

—No quisiera engañarle —le dice a Ortiz—, pero no creo que le pueda ayudar. El tipo que busca es una sombra sin nombre. No podría identificarlo. Ni siquiera usted, que lo tuvo frente a sus ojos, puede hacerlo.

—Pero usted sí, licenciado. Es uno de sus amigos, el hombre que le traicionó y que le cambió la vida. Yo sé que puedo ayudarle. He conocido a muchos delatores: ricos y pobres, analfabetos y cultos, clérigos y seglares, soldados y civiles. Es gente de mala entraña que se nutre del resentimiento y la envidia. Se creen poco valorados por el prójimo, por sus amigos o por su país. Y utilizan tanto la traición como el engaño para demostrar que son superiores a quienes envidian y odian. Soy más inteligente que tú, vienen a decirle al traicionado, y ahí tienes la prueba, estúpido. ¿No que eras tan listo? Te engañé y ni te diste cuenta. Pero hay otros que te hacen daño en secreto, sin aparentes motivos y sin que uno conozca siquiera el agravio, simplemente por hacer el mal. Son tipos como la taltuza, que destruye y arruina los sembrados sin que la vean. Este hombre pertenece a esa casta y le tiene sin cuidado que la información que vende pueda o no perjudicar a quienes le tienen por amigo. Lo único que le importa es obtener un provecho personal.

Ortiz se lleva al rostro la mano de Catalina, quien se acuclilla ante el militar y le acaricia. En los ojos de la joven, vueltos hacia Néstor Espinosa, hay una expresión de súplica que no se atreve a poner en palabras.

—Voy camino de la edad provecta, licenciado. No hago otra cosa que barandas y balcones, pero he logrado ser feliz en estos años de mi vida. Yo le ruego que me ayude. Sólo usted puede hacerlo. Descubra a ese alacrán y lléveselo al presidente. Don Rufino tendrá en sus manos al desleal que le causó tantos muertos al ejército libertador. Usted sabrá quién fue el causante del daño que recibieron usted y su familia. Y yo me libraría de ser detenido otra vez o, incluso, de ser ejecutado.

Néstor guarda un largo silencio. No sabe cómo explicar a Ortiz que cualquier persona con unos espejuelos y un sombrero de ala ancha podría haber sido
La Taltuza.
Que, en el teatro y en la vida, una cosa es el actor, la persona real, y otra el personaje que interpreta. Y que él, Leocadio Ortiz, había sido víctima de la poderosa imagen que el soplón arrojaba sobre el policía, la de una sombra sin iden tidad y sin nombre, pero tan sugestiva, tan teatral, que en la mente de Ortiz se había convertido en personaje, o lo que es lo mismo, en una ficción sin relación alguna con la persona que lo interpretaba.

—Eramos más de treinta en el club —le dice—. Y hubo muchos a los que traté muy poco. Su lista los reduce a doce, pero cualquiera pudo haberlo hecho. ¿Cómo saber quién fue, cuando ha pasado tanto tiempo?

—Sé que es doloroso aceptarlo, pero alguno de ellos debió de tener un motivo para delatarles, alguna inclinación bastarda, el dinero, qué sé yo. Quizá le ayude pensar que el culpable merece castigo, en vez de sufrir cavilando quién pudo ser el culpable. La traición es algo que todos maldicen y que muy pocos perdonan. Pero no le pido que tome venganza, sino sólo que haga justicia.

Néstor se encoge los hombros.

—No sabría cómo desenmascararlo. Carezco de sagacidad para estas cosas. Y para hablarle con franqueza, no estoy seguro de querer hacerlo.

—Entiendo. Usted debe de ser de esas personas que no cree tener enemigos.

—No que yo sepa.

—Grave error, licenciado. Siempre hay más de uno en la sombra, alguien que nos odia en secreto, sin que le hayamos hecho ningún mal. Suele ser el que menos sospechamos, pero está siempre al acecho, como la taltuza está lista para saltar sobre usted, si mete la mano en su cueva.

Las últimas palabras de Leocadio Ortiz impresionan a Néstor. Hace memoria, busca enemigos en ella, pero no encuentra ninguno. No en este momento de su vida.

—Tiene que obligarla a salir —dice Ortiz con voz fatigada.

—No sé qué quiere decirme.

—A pesar de que vive bajo tierra, la taltuza necesita salir de vez en cuando a la superficie para respirar aire fresco. Póngale una trampa para que se asome.

—Soy un mal trampero, coronel.

—Poner trampas es sencillo. Inténtelo. Debe tener cuidado, sin embargo. Ese animalito no ve, pero tiene un olfato tan agudo que detecta el engaño a distancia, y unas mandíbulas tan potentes y unos colmillos tan afilados que le puede cortar varios dedos de un mordisco o destrozarle la yugular.

6. El esbirro

Viernes, 2 de noviembre de 1877,

8.35 p.m.

La Plaza de la Victoria no es precisamente un solar glorioso. Tampoco un ágora para filosofar o erigir un monolito o una estatua. Debe su nombre a un importante triunfo del gobierno conservador, pero el ayuntamiento no ha mostrado nunca mayor interés en su decoro. Debido a la creciente influencia francesa en la ciudad, los liberales quieren rebautizarla con el nombre de Plaza de la Concordia, pero de momento sigue siendo un basurero oculto tras el zacate y las cañas. Los más desaprensivos la tienen por mingitorio y defecatorio públicos y, llegada la noche, el lugar se vuelve repelente y siniestro.

Fernando Córdova, inquisidor y esbirro del señor presidente, ordena a sus escoltas esperarle en el atrio de San Francisco, en tanto él se dirige a la cita que tiene en la mal llamada plaza con un
oreja
de espejuelos oscuros y cubierto con un sobretodo que le recuerda al perrero de la catedral, un sacristán mal encarado cuya misión consiste en espantar con una vara a los chuchos que pretenden invadir el templo.

El soplón no se deja ver en forma asidua. Toma muchas precauciones y tiende cortinas de humo en torno a su identidad. Cuando tiene alguna información que vender, envía a Córdova un mensaje con un niño, indicándole el lugar y la hora. Allí le da la información, cobra y no lo vuelve a ver durante un tiempo. Y cuando es Córdova quien lo necesita, éste cuelga a la puerta de su casa una bandera nacional. El esbirro del mandatario, hombre co­nocedor de su oficio, sabe que la policía no es tan inteli­gente como pudiera parecer y que la información que ma­neja no se debe tanto a su capacidad para investigar como ;i los soplos que por interés, rencor o plata les llevan. Y ése es el caso de este individuo disfrazado de pordiosero cuya capacidad para la intriga y la sugerencia es incluso mayor que para la pesquisa.

Con todo, Fernando Córdova está hoy que se sube por las paredes. El cuije le ha hecho de chivo los tamales. De las personas que, según el soplón, habían instigado la conjura contra el presidente ninguna tiene visos de ser un conspirador y Córdova lo ha pagado con varios fustazos del mandatario. Y para colmo le cita en uno de los lugares más repulsivos de la ciudad.

—No le pego un tiro aquí mismo, porque soy perso­na devota —le espeta de entrada, en cuanto localiza al oreja—. ¿Qué basura de información me dio usted? ¿De dónde sacó esos nombres?

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