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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (60 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Néstor les cuenta la misma historia que a
Lucio
y adelanta una conjetura:

—Hay un coronel implicado, por lo visto.

—¿Sabes su nombre? —pregunta
Hiram.

—No. Pero, según parece, es el tipo que nos delató en Tacaná y Retalhuleu.

—Hijo de su madre.

Basilio
habla poco y no hace bromas. Néstor piensa que está avergonzado por su conducta en casa de Andreu y de lo que, al calor de los tragos, había dicho de Joaquín.

—Hay también una lista —les dice.

—¿De los que quieren escapar?

—Sí.

Hiram
demuda la expresión.

—¿Y se conocen los nombres?

Su desazón es desconcertante, pero Néstor no puede creer que un liberal y masón, hijo de liberales y masones, sea el
oreja
de Leocadio Ortiz. Llevado por su curiosidad, sin embargo, o acaso su desasosiego,
Hiram
continúa haciendo toda clase de preguntas. ¿Son personas de familias conocidas? ¿Adonde piensan huir? ¿Quién ha puesto la plata para que escapen?

Dos empleados comienzan a cortar el jabón y a echar los pedazos en un canasto.

—Parece queso. Dan ganas de comerse un pedazo —dice Néstor.

Luego, jugando con la ambigüedad, le pregunta a
Basilio
:

—¿Tú qué harías?

El otro le mira extrañado.

—No me refiero a que si te comerías el jabón —ríe Néstor—, sino a si denunciarías la fuga a Sixto Pérez.

—¿Hablas en serio? —replica, irritado,
Basilio.

—No te enfades. ¿O es que sólo tú tienes derecho a bromear?

Néstor observa sus reacciones, los movimientos de sus ojos, sus gestos. Estudia cada frunce de cejas, los matices de las voces, el sentido oculto de las preguntas. Se siente como el sembrador de la parábola, con la sola diferencia de que, en vez de trigo, esparce cizaña. Es un triste papel, sí, y se odia por ello, pero su ingenio no da para tender a
La Taltuza
una trampa más sagaz y sólo espera que la cizaña germine donde vive el roedor.

En
Saint-Just,
sin embargo, encuentra un hueso.

—No tienen ninguna opción —le dice el cirujano—. Las carretas son revisadas una a una antes de salir de la ciudad.

—Las carretas, no las personas. Ahí está el
quid.
No les será difícil pasar el Guarda Nuevo a esa hora y, de noche, todos los gatos son pardos.

—Eso no es más que un refrán. Esos estúpidos van a caer con los pies fríos en las garras del Gobierno. Ahí vas a ver.

A Néstor le parece improbable que
Saint-Just
sea el soplón. En los últimos años ha descubierto que, tras su carácter desapacible, oculta un fondo de nobleza.
Basilio
habría dicho de él lo opuesto. Y quizás también
Sarastro.
Pero
Saint-Just
se le hace el menos sospechoso de todos, pues sólo de un radical puede esperarse a veces honradez y coherencia.

El juego de imaginar el lado innoble de personas por las que se siente afecto es corrosivo y, a medida que la siembra avanza, Néstor se va sintiendo presa de una creciente ansiedad. No sería extraño que algunos sospecharan de él. ¿En qué asuntos anda éste? ¿Por qué divulgará una información que pone en peligro la vida de los conjurados? ¿Qué daño le ha hecho esa gente?

El riesgo es grande y la apuesta alta. Néstor no desea que la cizaña germine en ninguno de sus amigos, pero, al mismo tiempo, si eso no llegara a ocurrir, si ninguno de ellos corriera a dar el soplo al Gobierno, Joaquín no tendría salvación. Necesita que uno de ellos dé el soplo y cuente el cuento, y a la vez, que todos los demás lo callen.

De
Turgot,
cuya defensa de Rufino días atrás implicaba que sus intereses y los de la destilería para la que trabaja están por encima de idealismo alguno, también sospecha que podría ser el delator. Pero le cuesta creerlo. No es propio de un hombre tan racional prestar oídos a tales rumores. Algo parecido le sucede con
Eneas,
persona introvertida y poco amigable, quizá debido a que está demasiado inmerso en su arte. Daniel, el
profeta,
en cambio, tiene un estanco de licor, lo que le relaciona con muchas personas a quienes se les va la lengua. Néstor tiene tantos motivos para sospechar de él como de
Juliano,
para quien el regreso de los conservadores al poder haría peligrar la libertad de cultos que defiende. Y una y otra vez debe decirse, para no entrar en ese laberinto de sospechas, que no es su interés averiguar quién es
La Taltuza,
sino que muerda el anzuelo.

Con
Sebastián,
proveedor de riendas y hebillajes para el Regimiento de Caballería, Néstor echa mano del mismo recurso que ha utilizado con
Lucio,
tentar su interés. Ambos podrían estar inclinados a denunciar la fuga al Gobierno, que es quien les da de comer. Pero en el caso de
Sebastián,
el juego toma un giro inesperado.

—¿Tú le irías a contar al Gobierno lo de la huida de esos tipos? —le pregunta a Néstor.

—¿A qué te refieres?

—A que los conjurados son cachurecos. Y puedes no estar de acuerdo con Rufino, pero, ¿te gustaría que volvieran los conservadores?

Sebastián
le ha vuelto la oración por pasiva y esta habilidad para ver el forro de las cosas enmudece a Néstor.

—¿Lo harías? —insiste
Sebastián
—. ¿Le irías a hablar a Córdova o a Sixto Pérez?

—No sé qué decirte,
Sebastián.
No lo he pensado.

Sebastián
no parece muy satisfecho con la respuesta, pero, antes de que haga una nueva objeción, Néstor se adelanta y bromea:

—Mientras lo pienso, hazme un favor. ¿Tienes botas de montar, de esas con ribete oscuro en la parte alta de la caña?

—Sí, claro.

—Quisiera un par.

—Ahora mismo te lo traigo.

—-También quiero un fuete de ésos que tienes ahí.

—Elige el que más te guste mientras vuelvo con las botas.

El último en visitar es
Sarastro,
secretario particular del padre Arroyo, mano derecha del Administrador de la Mitra, ya que la ciudad sigue sin obispo. Convertido ahora en el muy respetable e influyente padre Vidal Sanabria,
Sarastro
ha dejado de ser el cura comprometido que fue un día, lo que le ha apartado de Néstor y de los viejos amigos.

—Conoces la situación en que se encuentra Joaquín, ¿verdad?

—Pensé que no os hablabais —responde el clérigo.

—¿Hace falta que nos hablemos para que me interese por él?

—Claro que no, pero, por lo que me ha dicho el padre Arroyo, es poco lo que puede hacerse. El presidente se niega a indultar a los implicados y va a haber ejecuciones.

—¿Y cuándo va a ocurrir eso?

—No lo sé.

—¿Sabes si Joaquín estaba metido en la conjura?

El padre Vidal Sanabria guarda un silencio reticente, como si temiera revelar algún secreto.

—A ti te lo puedo contar —dice, al fin—. No, no lo está. Cayó por casualidad en este desaguisado y, desgraciadamente, no creo que se salve.

—Sólo que el azar le ayude.

—¿Qué quieres decir?

—Te seré franco. Me extraña que nadie mueva un dedo por él y por los demás. Hace años lo hicieron por nosotros las
Damas del Amor Hermoso
y los liberales que dieron la plata para que pudiéramos huir, gente que ni siquiera conocíamos y sin otro interés que librarnos de la cárcel o algo peor. Tú mismo te jugaste el pellejo por los amigos que estaban en aquella lista. ¿Qué nos ha pasado,
Sarastro?
¿Por qué nadie hace ahora nada por nadie? ¿Por qué la Iglesia no sale en ayuda de quienes aspiran hoy a restaurar el viejo orden?

—La Iglesia no puede, lo siento —murmura—. Hoy pensamos de otro modo. Dejamos de ser un Estado dentro de otro Estado y ahora sólo somos una institución fuera del Estado. Con alguna influencia en Rufino, sí, pero no la suficiente. El momento es además muy delicado para nosotros. Estamos tratando de llevar una convivencia civilizada con el Gobierno. Por eso no podemos hacer nada. Espero que comprendas.

—Pues no, no lo comprendo.

Es odioso decírselo así, con mala cara, pero Néstor no encuentra otra manera de hacerlo, salvo endilgarle a
Saras-tro
aquello de que quien se excusa se acusa.

—¿Sabías que algunos implicados en la conspiración intentan escapar del cerco que les ha puesto Sixto Pérez?

El padre Sanabria alza bruscamente la cabeza. Parece desconcertado.

—No, no lo sabía.

—¿Y que piensan hacerlo mañana por la noche, ocultos en la caravana de carretas que sale hacia el puerto de San José?

Néstor escruta el rostro de su amigo como si contara los hilos de un lienzo. No ha olvidado que el clérigo fue incapaz de explicarle a satisfacción por qué su nombre no estaba en la lista de Leocadio Ortiz.

—Arriesgado, ¿no? —responde
Sarastro
, con gesto de inocencia.

—Tú también te arriesgaste un día. Por mí y por los demás.

—Todo cambia: la gente, la edad, los tiempos.

—Y el corazón, mi querido amigo. También cambia el corazón.

Néstor se pone de pie.

—Se me hace tarde, tengo que irme. Y a propósito, ¿qué harías tú?

—¿A qué te refieres?

—¿Denunciarías a los que planean escapar el martes por la noche?

—Sabes que nunca haría eso.

—¿Acaso no habéis denunciado a los que están detenidos, violando incluso el secreto de confesión?

—No eches sobre mis espaldas una culpa que no es mía —replica, indignado, el clérigo.

—En una organización como la tuya, nadie está exento de tener que hacer lo que no quiere.

—Eso es verdad, pero yo no soy de ésos. Nunca lo seré.

Néstor se dirige a la puerta con expresión de desaliento.

La siembra ha concluido, pero no abriga muchas esperanzas de que la semilla fructifique. Demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas sospechas.

—¿Me avisas, si puedo hacer alguna cosa por Joaquín? —le escucha decir a
Sarastro.

—Reza por que la Providencia lo haga —contesta Néstor, mostrando una sonrisa cínica—. Sólo ella o el azar pueden salvar a Joaquín Larios.

El martes 5 de noviembre, poco después del mediodía, Néstor visita el almacén de
Chico
Andreu.

—Me he metido en un buen enredo y usted es la única persona en quien puedo confiar —le dice.

—Soy todo oídos.

—Tengo una idea para sacar a Joaquín Larios de prisión. No le diré cómo pienso hacerlo, para no comprometerle, pero necesito su ayuda.

—Usted me dirá.

—Quiero saber dónde puedo localizar a cinco hombres de los nuestros, de los que estaban de nuestro lado y sirvieron al general. Hombres fieles, de confianza.

—Yo se los busco. Hoy mismo les envío recado para que vayan a verle.

—Que estén mañana por la noche, a las nueve, en el potrero de la Recolección.

—Descuide.

—Montados y armados.

—Yo me encargo de eso.

—Necesito también un caballo para mí. Usted tiene amistad con los Samayoa. ¿Podría conseguirme uno blanco, el más grande y vistoso que tengan?

—Cuente con él.

—Y con el secreto de la transacción.

—Desde luego.

—Gracias,
Chico.

—No hay por qué. Tengo con usted una deuda que un
Remington
de cinco tiros no podrá nunca pagar. Sólo le pido una cosa. Espere aquí.

Andreu sale al patio del almacén y regresa con una jaula hecha con bolillos de madera.

—Es una de mis favoritas —dice señalando la paloma que aletea en el interior—. La uso para enviar mensajes a mis sucursales en Amatitlán y Escuintla. Suéltela, si sale con bien. Ella sabe cómo regresar y yo estaré más tranquilo. Si todo sale como espera... como esperamos, ¿hay alguien más que lo deba saber?

—Elena Castellanos. Envíele un mensaje a la farmacia, pero mi nombre deberá quedar en secreto.

—Así se hará.

Néstor estrecha la mano de Andreu.

—Es usted un hombre muy generoso —le dice.

Chico
Andreu retiene la mano de Néstor y, mirándole a los ojos, le pregunta:

—¿Por qué lo hace?

A
Chico
le cuesta entender, sin duda, los motivos que Néstor abriga para jugarse la vida por Joaquín, luego de haber sido testigo de un duelo en el que fue imposible la conciliación.

—No estoy muy seguro —responde Néstor, con una sonrisa—. Quizá no quiera perder la capacidad de sublevarme.

Néstor Espinosa llega a la barbería
Pompadour,
higiene y esmero, cuando las agujas del reloj de pared que preside el local indican las cuatro menos veinte. Toma un ejemplar de
La Guasa
y se sienta cerca del sillón donde don Hermógenes Márquez tijeretea el cuello de un parroquiano.

Don Hermógenes es platicador y bienhumorado. Y le encanta la política. No está de acuerdo con la marcha de la revolución y dice en tono pontifical que los dioses suelen castigar a los hombres concediéndoles sus más íntimos deseos, máxima con la que pretende retratar a quienes, habiendo creído que la revolución haría de Guatemala un paraíso, se consumen hoy en un infierno.

A Néstor le tienta interrumpir a don Hermógenes. Tiene la suficiente confianza con él para corregir sus críticas. Pero antes de que pueda abrir la boca, el muchachito que lustra los zapatos de los clientes entra gritando:

—¡Han cerrado la Plaza de Armas! ¡Dicen que va a haber una ejecución!

Néstor arroja el periódico a una silla y sale a la calle. La barbería está a dos cuadras al norte de la plaza y corre hacia allí con toda la energía que le dan las piernas. Pero le cuesta llegar. En la esquina que, viniendo de Jocotenango, desemboca en la Plaza de Armas, no sólo se ha congregado la plebe, sino también damas, damiselas y caballeros con sombreros de copa, pues el morbo es un animal que se saborea con el dolor ajeno y la cercanía de la muerte, sin hacer ascos a la clase social que lo alimenta.

Cuando alcanza la fachada trasera del ayuntamiento, oye una descarga, después algunos gritos y, luego, el silencio propio de la noche. Se detiene jadeando. El estrépito acelera sus pulsos, y su amor propio se duele con una honda sensación de impotencia. Si Joaquín es uno de los ejecutados, el plan no tendrá ya ningún sentido.

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