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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (64 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Retira de las sienes y la barba el maquillaje con que ha simulado algunas canas. Se enjabona la perilla de candado y se la afeita junto con el bigote. Y cuando concluye la operación experimenta una emoción singular, pues el rostro que ve ahora en el espejo se le antoja tan fresco como en sus mejores días. Puede que la vida no sea tan maravillosa como antes ni él una persona del todo feliz, pero en esta hora se siente limpio y redivivo. Y se felicita de tener unos amigos como los suyos. Todos guardaban motivos para filtrar al Gobierno la información de la fuga, pero se habían abstenido de hacerlo. Sus principios habían sido más fuertes que sus negocios, sus intereses, sus convicciones o sus creencias. Y eso les enaltecía y les hacía acreedores al título de hombres justos. Un día les contaría la aventura de esta noche y, con toda seguridad, se alegrarían de haber contribuido, sin saberlo, a salvar la vida de Joaquín. A fin de cuentas, habían sido ellos quienes habían insistido que alguien hiciera algo por él.

Otra cosa era entender que no basta con ser justos a sabiendas de que el mundo alrededor es inicuo. Nada es gratuito en la vida, nada bueno se alcanza sin trabajo ni riesgo. Y si en el mundo prevalecía la injusticia era porque muchos hombres, aun siendo justos, seguían creyendo que la justicia es un bien gratuito que otros deben llevarles a su puerta en vez de un trabajoso derecho que es preciso salir a buscar aun a costa de la propia vida.

Néstor se pasa los dedos por la barbilla y echa al espejo un último vistazo. No hay derrotas, sólo experiencias, se dice. Luego se dirige a la ventana. El bosque próximo al barranco aún sigue oscuro, pero las aves ya han empezado a cantar. La aurora no tardará en sacarle los colores al macabro día que acecha tras los cerros.

Se quita la camisa, el pantalón, las botas, y se deja caer en el camastro. Está cansado y tiene sueño, mas no por la peripecia de esa noche. Ha atravesado medio mundo en barco, en globo, en lancha, a pie y a caballo. Ha ganado y ha perdido batallas. Ha muerto y ha resucitado. Y al término de su andanza ha venido a reparar que su espíritu tiene más edad que su cuerpo. Y eso es lo que más le fatiga.

Su memoria canalla, sin embargo, no le agobia. Está silenciosa y duerme. No le recuerda hoy sus desatinos, sus muertos ni sus errores. Y Néstor se congratula por ello, pues ahora sabe que no morirá recordando únicamente lo malo que ha hecho en la vida.

También ha hecho algo bueno y justo. Algo que, hoy al menos, le redime.

10. Plaza de sangre

Miércoles 6 de noviembre de 1877,

Plaza de Armas, 5.30 de la tarde.

El despacho del señor presidente es un apretado cónclave de ministros, militares y miembros del partido liberal. Hay una pesada atmósfera, saturada de humo y sudor, y un destemplado concierto de carraspeos, arrastre de espadines y roces de zapatos en el piso. La muerte, esa sorpresa, no lo es hoy para ninguno de estos hombres. Todos saben que, en escasos minutos, se hará presente en la Plaza de Armas.

La ventana desde la que el presidente observa los prolegómenos de la ejecución no permite ver a los presentes qué ocurre fuera. Sus cabezas se mueven, oscilantes y curiosas, por entre los resquicios que dejan los que están más cerca del mandatario, quien, las manos a la espalda, la mirada ardiente, el rostro marcado por las señales del desvelo, no pierde un solo detalle del trajín que tiene lugar en el en torno de la plaza, donde una compañía de a caballo y cien soldados de a pie vigilan a una multitud retenida en las esquinas, ansiosa de presenciar el espectáculo.

Poco antes de las seis, los doce condenados a muerte salen del palacio de Gobierno y se dirigen a la fuente de la plaza, escoltados por dos pelotones de la Guardia de Honor.

Decir que caminan sería un eufemismo. Más justo es hacer notar que arrastran su desfigurada humanidad sobre las losas de la plaza. Todos ellos han sido torturados hasta donde el mismísimo demonio hubiera dicho basta, pero seguramente no les preocupa el infierno al que puedan ir, pues conocen muy bien el infierno del que se van.

Atrás de los caballeros que observan la tétrica procesión, Fernando Córdova cuenta a los que han de morir. Son doce, pero no está seguro de si el presidente llegará a advertir que uno de ellos no es Joaquín Larios, sino un hombre que tiene, como sus demás compañeros de infortunio, el rostro irreconocible. Camina con dificultad, abrazándose el vientre, y se detiene a cada dos o tres pasos con visibles muecas de dolor.

Ninguno de los reos ha delatado a sus colegas, sea porque no ha querido, sea porque no había nadie a quien delatar. Pero Córdova teme lo peor. En el bolsillo de su levita, el presidente guarda la lista de los condenados. Otros quince siguen encerrados en los calabozos de la Guardia de Honor, pero el mandatario conoce la fisonomía y los nombres de los que van a ser ejecutados hoy. Un gesto inesperado, una palabra del soplón y el plan para ejecutarlo en lugar de Joaquín Larios se puede volver contra Córdova, Cuevas, Sixto Pérez, el ministro de la Guerra y todos los que han intervenido en el fraude.

El general Agustín Cuevas aguarda el arribo de la procesión muy cerca de la fuente de piedra, a pocos pasos de la cual hay tres sillas frente a las cuales se alinea el pelotón de fusilamiento. Atrás de Cuevas, observando impasible la llegada de los condenados, está Arturo Ubico, ministro de la Guerra en funciones. Y de vez en cuando, uno y otro dirigen temerosas miradas hacia la ventana desde la que el presidente escudriña, supervisa y cuenta.

Los reos llevan la ropa hecha jirones, a excepción del último de ellos, que va con la espalda al desnudo y a quien los dos mil azotes recibidos en cinco días funestos le han dejado al descubierto los huesos de la columna vertebral.

A mitad de camino de las sillas, el condenado se derrumba y fallece sin poder soportar la marcha hasta la fuente de piedra. Y Cuevas no sabe qué hacer. Ubico se dirige al coronel Irungaray, quien manda el pelotón de fusilamiento, y le dice unas palabras. Dos soldados arrastran el cadáver a una de las sillas y lo intentan sentar. La operación de enderezar un cuerpo desgonzado podría calificarse de cómica, si no fuera por la repugnancia que despierta. Finalmente, el cadáver queda sujeto a la silla. Irungaray ordena entonces alinearse al pelotón y ejecuta al fallecido.

Son ya las seis de la tarde. Sin espera ni pausa, el coronel ordena retirar el cadáver, sienta a otros tres reos en las sillas y ordena apuntar y hacer fuego.

La descarga atruena la plaza, mas, a pesar de la corta distancia que hay entre el pelotón y las sillas, la ejecución se lleva a efecto con deplorable eficacia. De los tres condenados, uno muere, otro se inclina en la silla, herido, y el tercero resulta milagrosamente ileso.

El presidente suelta una palabrota por lo bajo y los caballeros atrás de él se inquietan.

—¿Cómo es posible que sucedan estas cosas? —dice alguien en voz baja.

Pero lo que los caballeros observan a renglón seguido resulta todavía más oprobioso. El reo que ha salido ileso se levanta, endereza en la silla al herido y lo vuelve a colocar en la posición digna y solemne con que ambos habían esperado la primera ráfaga de fusilería.

Cuando la nueva descarga llena de siniestros ecos los soportales y los muros de la plaza, y los dos condenados caen al suelo, un profundo suspiro de alivio se escucha en el despacho del presidente.

Irungaray manda sentar a los siguientes tres reos. Uno de ellos es el cura. Se llama Gabriel Aguilar y se acerca a las sillas murmurando palabras de aliento al coronel Ko-petzky, que es cojo de una pierna. Kopetzky hace con la cabeza y las manos gestos de que no desea confesarse y se sienta en la silla de en medio.

El pelotón vuelve a llevarse los rifles a la cara.

Esta vez el acierto es total. Los tres hombres se desploman de las sillas y sus cadáveres son arrastrados cerca de la fuente para hacer sitio a los condenados que faltan.

En el despacho se produce entonces un hecho insólito. El señor presidente se vuelve a Sixto Pérez y le da una orden conminatoria. El jefe de la Guardia de Honor se resiste a obedecer, con palabras amables que pretenden ser disuasivas. Pero el presidente insiste: quiere detener las ejecuciones.

Los hombres que están a sus espaldas se miran unos a otros y susurran comentarios, sea para compartir el criterio del presidente, sea apoyando el de Sixto Pérez.

Fernando Córdova experimenta un súbito temblor en la pierna derecha. El soplón no ha sido fusilado aún y, si la ejecución se detiene, podría descubrir el pastel.

Con nerviosos empujones se abre paso por entre militares y hombres de Estado, llega hasta el mandatario y, atropellando las palabras, le dice:

—Señor presidente, que su magnanimidad no le pierda. Esos hombres son unos asesinos. Quisieron acabar con usted, con su esposa, con sus tres pequeños. No se detenga ahora. La hidra conservadora lo tomaría como una debilidad. Ejecute a esos criminales. Hágalo por su familia, por la revolución, por el futuro de la patria. Hay que cortarle la cabeza al monstruo. Si no lo hace hoy, mañana intentará repetir fortuna.

El presidente no se vuelve a
Cordovita.
Tiene la mirada puesta en la plaza, donde Irungaray ha levantado el sable y se dispone a gritar fuego. Puede abrir la ventana y detener la ejecución con un grito. El silencio es tan grande y la acústica de la plaza tan diáfana que sería muy sencillo hacerlo.

Como si hubiese adivinado la intención del presidente, Irungaray mira a la ventana cubierta por el visillo y se detiene.

Es un momento de gran tensión. El presidente ha dejado de mirar a la plaza y reflexiona. Todos temen que, en un arrebato, responda a la osadía de Córdova con un bofetón o un par de fustazos. Pero no es eso lo que ocurre. En ese raro momento en que la clemencia ha llamado a las puertas de su espíritu, el presidente parece haberse percatado de que un poder como el suyo no es el de un hombre solo, sino también el de esa baraja de caballeros vestidos de levita y uniforme que tiene a su espalda. Ninguno de ellos duda de que el mandatario es el rey del juego, pero también que ningún rey podría ganar la partida solo. Aun el más despiadado y temible necesita de los otros naipes, de los espadones, de los caballos y las sotas para sostenerse en el trono. Mientras cuente con ellos, seguirá siendo don Rufino. Sin su apoyo, sería simplemente el don Nadie que era sólo hace diez años. Desde muy joven, el presidente ha sentido la pulsión arrolladora de imponer y dominar a quienes le rodean, pero gobernar exige otras destrezas. Como servirse de estos
caballeros,
una fauna rastrera que carece del valor para disputarle el puesto o para tomar decisiones como las que ha tenido que tomar estos días, pequeños tiranos sin nombre que se escudan tras él para cometer sus infamias. Si pudieran, le quitarían la silla, pero ninguno tiene los riñones para hacerlo, pues, en el fondo, Rufino, el mestizo asilvestrado e intratable, el montañés cortado a machete, el despiadado guerrillero convertido en reformador, es su
álter ego
, la figura que robustece su personalidad de déspotas menudos y mezquinos, incapaces de elevarse a la inalcanzable dimensión de su líder. Piensan que el mundo tiende inexorablemente al caos y que alguien tiene que imponer un orden del cual ellos habrán de ser comparsas y beneficiarios. Seguirán al montañés mientras éste sepa encarnar el pequeño despotismo que cada uno de ellos alienta, mientras fortalezca su identidad de sátrapas provincianos, mientras pueda enriquecerlos y colmar sus ansias de poder y de riquezas. Pero, ay de él si no fuera capaz de hacerlo, pues, en tal caso, le asesinarían como a César, en montón y a puñaladas. Ahí está la conjura de Kopetzky, Rodas y los demás idiotas para probarlo. Todos estos
caballeros
, medita, son traidores en potencia, pero no serán ellos los que un día carguen con el juicio de la historia. Atribuirán al tirano las maldades del orden que impuso en tanto ellos se revestirán de virtud, lavándose la sangre de las manos o escribiendo en sus memorias que sólo obedecían órdenes y que las cumplían con repugnancia. Pero ése es el costo de dirigir un régimen como el suyo. Ninguno de sus adláteres le perdonaría el menor signo de flaqueza. El presidente se siente atrapado en la red que él mismo ha tejido y no puede detener la ejecución, aunque lo deseara.
Cordovita,
con su lengua y con sus modos, se lo acaba de recordar. El mandatario ha perdido la ilimitada libertad que disfrutaba cuando combatía al viejo orden en las montañas de Huehuetenango y San Marcos. Y con los años se ha venido a dar cuenta de que, hasta su mano de hierro y su carácter brutal, tienen límites a la hora de tomar decisiones, y que fuerzas superiores a las suyas son las que conducen ahora su vida y la del país.

El presidente gira sobre sí mismo y examina los rostros de su peculiar baraja. Nadie hace un gesto ni mueve una ceja, pero todos parecen estar de acuerdo en lo mismo: no debe haber clemencia con los acusados.
Cordovita
, en realidad, no ha hablado en nombre propio, sino en el de los caballos, las espadas y las sotas. Al fin y a la postre, los hombres del César no tienen más filosofía que el mimetismo ni más ética que la iniquidad. Y tras comprobar una vez más lo que ya sabe, el mandatario se vuelve de nuevo a la Plaza de Armas y deja que transcurran los segundos hasta que, en las cuatro paredes de aquélla, resuena la última descarga del pelotón.

Todo se ha consumado.

Irungaray se cuadra ante Cuevas y saluda.

Cuevas se cuadra ante Ubico y saluda.

Ubico se cuadra ante la ventana presidencial y saluda.

Córdova exhala un suspiro de alivio.

Sixto Pérez se atusa sus largos bigotes.

El presidente saca un habano y lo enciende.

Sus naipes imitan el gesto.

La tropa que guardaba las esquinas de la plaza abre paso a una plebe morbosa y glotona que corre al centro del recinto para paladear la masacre. La multitud hace un apretado círculo y observa, petrificada, el horror en carne viva. De los doce cadáveres tundidos y deformados por las varas de membrillo brotan mansos arroyos de sangre que se congregan y corren por las hendeduras del empedrado.

11. Frente al atrio

Nueva Guatemala de la Asunción,

jueves 15 de noviembre de 1877

La exuberante marcha que la banda de la Guardia de Honor interpreta por las calles de la ciudad tiene melodías y acentos nunca antes escuchados en este lejano confín. La locuacidad de los pífanos, la alegría de los clarinetes y los bombardinos, los retumbos de las cajas y la cachaza del trombón ensamblan una jubilosa parada que los músicos interpretan al paso por el incómodo empedrado de la Calle Real.

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