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Authors: Michael Bentine

El templario (4 page)

BOOK: El templario
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Además, su flota, que superaba en exceso los sesenta bajeles, con galeras de guerra y de transporte, surcaba los mares, trayendo mercaderías y riquezas: oro, plata, sedas y raras especias, de tierras lejanas.

Semejante organización, tan poderosa, de los templarios era ampliamente respetada y si Bernard de Roubaix no hubiese ido vestido de peregrino en su viaje a De Creçy Manor, la malhadada banda de ladrones jamás se habrían atrevido a atacarle. La pena por haberlo hecho fue la muerte. Aquel frío día de invierno, el viejo caballero y su acompañante se sentían seguros con el convencimiento de que, llevando el templario la característica cruz de la Orden en su túnica blanca, podían andar seguros por donde se les antojara.

Por el camino hacia Gisors, el cruzado había ilustrado a Simon en una serie de actividades de los templarios. Una de ellas era el invento de la Orden de lo que más adelante se denominaría «la banca comercial».

El joven normando estaba asombrado ante el alcance y el poder del sistema. Él no tenía idea de cuán vasta era la red financiera de los templarios en todo el mundo occidental.

En las palabras De Roubaix:

—Los capitales de los templarios respaldan muchas empresas en toda Europa y el Mediterráneo. Se rumorea incluso que nuestra flota comercia con extrañas y hasta el presente desconocidas tierras allende el vasto océano occidental.

El viejo cruzado rió, con una sonora carcajada.

—Pocas personas conocen la manera en que operamos financieramente cubriendo tan largas distancias. En vez de transportar pesadas cargas de oro y plata en barras, lo que no deja de ser peligroso cuanto menos, nosotros simplemente llevamos un solo documento, que llamamos «carta de crédito». Con la sola presentación del documento al llegar a destino, o sea, a otra comandancia de los templarios en cualesquiera que sea el país donde me encuentre, puedo cambiar el importe que declare la carta por el metal precioso equivalente.

El templario se reía de la estupefacción que manifestaba su joven acompañante.

—Más que eso, Simon. Si yo le doy una carta, aprobada por el Gran Capítulo de nuestra Orden, a un mercader aventurero, éste podría utilizarla para equiparse con una nave y la correspondiente tripulación, vituallas, armas y fondos suficientes como para la expedición.

«El mercader sólo tendría que traer de vuelta una carga valiosa, y nosotros, los templarios, sólo le cobraríamos un modesto porcentaje del valor a cambio de la financiación de la empresa.

—Pero el voto de pobreza, señor, seguramente no permite que una riqueza semejante vaya a parar a los cofres de la Orden, ¿no es cierto? —inquirió Simon.

—El voto de pobreza sólo se aplica a los caballeros monjes de la Orden, no importa cuál sea nuestro rango, pero no a la Orden misma. Los hermanos templarios no poseemos nada salvo los caballos, la armadura, las capas y las armas. Al morir, se nos sepulta con nuestro uniforme y nuestra armadura, y espada en mano. No poseemos nada más.

«Como puedes ver, Simon, yo no llevo dinero, sino sólo cartas de crédito por una modesta suma, por si tuviera necesidad de pagar por una noche de hospedaje o precisara un caballo nuevo. Al presentar uno de estos documentos en la comandancia de la Orden, la persona a quien he quedado debiendo dinero percibirá la suma que yo haya escrito en la carta. Él meramente cambia el documento por oro o plata, según prefiera.

Simon movió la cabeza, perplejo. Él no tenía idea de las ramificaciones de la Orden. Bernard De Roubaix siguió diciendo:

—El Temple incluso adelanta las enormes sumas que se requieren para la construcción de muchas de las grandes catedrales góticas que se levantan lentamente en toda la cristiandad.

—¿Qué hay de esos rumores acerca de que la flota de los templarios comercia con tierras desconocidas? —preguntó Simon con avidez, su romántico espíritu conmovido por las visiones que aquello conjuraba.

De nuevo, De Roubaix lanzó una carcajada.

—Los árabes y los judíos no son los únicos que practican el arte secreto de la navegación. Nuestra Santa Madre y Sus sirvientas, las estrellas, guían nuestros barcos hasta muchas tierras ignotas, más allá del horizonte occidental, hasta lugares aún no descubiertos por otros.

Con los fascinantes comentarios de De Roubaix para pasar el tiempo durante el viaje a Gisors, el día transcurrió volando.

De repente, el templario se detuvo, señalando hacia la alta torre de piedra, que brillaba bajo los últimos rayos del sol poniente.

—He aquí nuestro cuartel general en Normandía. Como puedes ver, Simon, la torre de vigía domina la ciudad, los valles y bosques que la rodean. Nuestra estrategia se basa en el establecimiento de tales comandancias a lo largo de las rutas de peregrinaje a Tierra Santa.

«En una época, los romanos se establecieron en el mismo lugar. Tenían buen ojo para descubrir los terrenos altos, tanto para el ataque como para la defensa. Si los romanos no hubiesen sido paganos, habrían podido ser buenos templarios.

El fornido caballero rió y clavó las espuelas a su nuevo corcel. Salió al trote y luego al galope, para poner a prueba al magnífico caballo de guerra gris que Raoul De Creçy le había regalado para reemplazar el que había perdido a manos de los ladrones. Simon, aun montado en Pegaso, tuvo dificultades para mantenerse a la altura del viejo templario.

El áspero camino cubierto de nieve subía serpenteando por la empinada colina hasta las puertas del castillo, que se abrían en las macizas murallas de piedra que rodeaban el montículo artificial central donde se levantaba la torre.

Dejando espacio para posibles reconstrucciones e incluso para refuerzos mayores, los ya macizos muros exteriores cerraban el vasto patio interior así como extensos terrenos, y daban lugar a los cuarteles del cuerpo de servidores y establos para los caballos.

Estos edificios estaban construidos en forma de barracas de techo bajo, abrazando el perímetro interior de las murallas.

De Roubaix rompió un largo silencio, que se había abatido sobre ellos.

—Aquí es donde vas a pasar los próximos meses, Simon.

El joven normando contemplaba la fortaleza de los templarios, fascinado por el aspecto inexpugnable que ofrecía. Al ver la expresión maravillada en el rostro de su protegido, el viejo caballero sonrió.

—Gisors no es tan fuerte como parece. Tenemos planes en estudio para reconstruirlo. Espera a ver todos los grandes castillos de Tierra Santa. Por ejemplo, Krak des Chevaliers tiene unos muros dos veces más gruesos que éstos. Puedes creerme si te digo, Simon, que todo Gisors cabría en un rincón de Krak y ni se notaría.

—¿Cuándo construyeron los templarios ese Krak des Chevaliers, señor?

—¡No lo construimos nosotros! En su mayor parte fue obra de nuestros colegas en Tierra Santa, la Orden del Hospital de Saint John de Jerusalén.

«Sólo unos pocos de los múltiples castillos de Palestina los construyeron los templarios. Algunos los adaptamos de las fortificaciones originales que construyeran los turcos y los sarracenos. Los hospitalarios, que consideramos rivales nuestros, son formidables constructores, y nosotros incluso ocupamos en guarnición algunos de sus más grandes castillos, por cuanto ellos no cuentan con hermanos suficientes para guarnecer todas sus fortalezas y llevar a cabo la obra piadosa en sus hospitales.

—¿Cuántos castillos hay en Palestina?

Cada vez que el viejo templario impartía alguno de sus conocimientos arduamente aprendidos, Simon se mostraba como un encantado discípulo.

De Roubaix manifestó con un gruñido su evidente disgusto ante aquella idea.

—¡Demasiados y me quedo corto! Desde la primera Cruzada, que se libró con el único propósito de recuperar Tierra Santa, y especialmente Jerusalén, para que los cristianos la visitaran en peregrinación, han aparecido muchos aventureros que se han unido a la segunda Cruzada con el único propósito de enriquecerse ellos.

«Estos así llamados «nobles», ya que muchos de ellos tienen un dudoso pasado, adoptaron el nombre de la ciudad o puerto que conquistaron como título nobiliario, y actualmente dominan la región adyacente a las plazas fuertes que ellos guarnecen.

«Hay tantos castillos en Palestina, que pueden verse los unos desde los otros. Ahí reside el punto débil de nuestra campaña. ¿Sabes Simon? La Cruzada es una guerra móvil y permanecer a salvo en enormes castillos no es el medio adecuado para hacer frente a nuestro más poderoso enemigo... ¡Saladino!

El nombre salió de los labios agrietados De Roubaix con un halo de aliento congelado.

—Cuando ese poderoso guerrero sarraceno concluya su actual campaña en Egipto y mueva sus fuerzas ayyubids hacia el norte de Tierra Santa, nosotros vamos a enfrentar nuestro más grande desafío, porque el sultán Saladino es el comandante de caballería más probo desde Carlomagno, emperador de occidente.

«En estos momentos está en vigencia un tratado de paz, pero es probable que cualquier imbécil entre los codiciosos caballeros normandos lo rompa asaltando alguna de las ricas caravanas de Saladino en ruta hacia La Meca.

De Roubaix gruñó y escupió con asco en la nieve.

—Entonces veremos qué plan de batalla resulta mejor. Cerrándonos dentro de esos enormes bastiones de piedra, sitiados por los sarracenos, o saliendo a combatir contra los ayyubids de Saladino, lanza a lanza. ¡Ésta es nuestra única oportunidad, Simon!

«Tú tomarás parte en esa batalla, y ahí es donde comienzas tu nueva vida y tu gran gesta, como tu padre hubiera deseado.

De Roubaix se persignó y siguió trotando, seguido de cerca por Simon.

A la entrada del castillo, les dio el alto el centinela, pero era una simple formalidad. Aunque montaba un caballo extraño, el templario fue reconocido de inmediato, y el servidor de la guardia dio la orden de levantar el rastrillo para dejarles pasar al patio interior.

Cuando por fin se abrieron las pesadas puertas, un fornido hombre de armas de barba gris, vistiendo la negra túnica del cuerpo de servidores, se adelantó precipitadamente a saludar a De Roubaix.

—Me alegro de veros de regreso, señor —dijo, con una voz parecida a un trueno lejano—. Veo que habéis traído a nuestro nuevo recluta.

El veterano señaló a Simon.

—Así es, Belami —respondió De Roubaix—. Este joven caballero es todo tuyo para que le instruyas y le enseñes, le insultes y le alabes, como te plazca. Sobre todo —agregó el viejo caballero haciendo una significativa pausa—, ¡le protegerás con tu vida!

—Entonces, señor, será mi deber y tendré el placer de cumplir vuestras órdenes.

Simon reaccionó cálidamente a la amplia sonrisa que apareció en el tosco rostro bondadoso del veterano servidor que, como él ya había advertido, sólo tenía el brazo derecho; el izquierdo terminaba con un gancho sujeto a una funda de cuero a la altura de la muñeca.

Bernard De Roubaix observó la sorpresa que expresaba el rostro de Simon y sonrió hoscamente.

—Belami es capaz de blandir la lanza, el hacha de batalla, la espada, la maza o la daga con un solo brazo mucho mejor que el más hábil de los caballeros con ambos.

El veterano guiñó el ojo a Simon, los claros ojos azules brillando en su rostro arrugado y del color de una castaña. Le dedicó otra amplia sonrisa, mostrando generosamente una hilera de dientes perfectos.

—Haré cuanto pueda, cadete —gruñó—. Veo que llevas un arco galés, así como una aljaba llena de flechas de una yarda. ¿Sabes tirar también con la destreza de un galés?

Antes de que Simon pudiese responder, De Roubaix lo hizo por él.

—Tres posibles asesinos yacen muertos en el bosque cercano a De Creçy Manor a causa de los certeros tiros de Simon. Unos villanos descarriados trataron de matarme, Belami, y casi lo consiguieron. Estuve más cerca de mi Hacedor que nunca en los últimos años; en realidad, desde el día en el que cercenaste la cabeza de aquel sarraceno que me había ensartado en su lanza.

Belami se mostró preocupado.

—Confío que no os hirieran gravemente, señor.

El templario sonrió gravemente.

—¡Un simple rasguño! Recibí una flecha en el hombro izquierdo. Pero perdí a Eclair, un excelente caballo. Todavía siento su pérdida. ¿Y qué te parece mi nueva montura, Belami? Es un presente de Raoul De Creçy.

El fornido servidor dio una vuelta en torno al gris semental, asintiendo con su grisácea cabeza a medida que ponderaba mentalmente cada detalle, en favor y en contra.

—No es tan ligero como Eclair, diría yo, pero es un magnífico animal a pesar de todo. Raoul De Creçy es un buen juez en lo que a caballos se refiere. ¿Qué nombre lleva, señor?

—Boanerges. Así fue bautizado en honor a uno de los «Hijos del Trueno». —De Roubaix se rió—. El buen Dios sabe bien que pede atronadoramente.

Los dos viejos soldados rieron a gusto, saboreando la grosera broma. Simon parecía sorprendido ante aquel chiste tan crudo, viniendo en forma tan inesperada de De Roubaix. Al advertirlo, el templario se sonrío.

—Simon, los caballeros del Temple se espera que sean ponderados en lo que se refiere a los asuntos sagrados, y por supuesto lo somos. Saint Bernard de Clairvaux nos indicaba muy acertadamente que evitáramos los pensamientos mundanos, las chanzas ligeras y otras locuras de la carne, y nos alentaba a mantener sesudos y sobrios discursos con nuestros hermanos templarios. Pero sería un día muy triste si dos viejos camaradas que han compartido duras batallas, como Belami y yo, no pudiéramos celebrar una broma como las que suelen hacerse en los fuegos de campamento.

El rostro del joven normando se distendió y su risa juvenil se unió a la suya. El caballero templario palmeó los cuartos traseros del caballo del joven.

—Adelante, Simon. Te dejo en las expertas manos del más capaz servidor de nuestro cuerpo. Escucha con atención cada palabra que él diga. En serio o en broma, todo cuanto Belami te cuente merece ser recordado. Veinte años de guerrear en Tierra Santa le han enseñado muchas cosas. Le debo mi vida a Belami muchas veces. De modo que escucha y aprende. Un día, Simon, estarás agradecido por sus sabias palabras.

Así diciendo, Bernard de Roubaix hizo dar media vuelta a su caballo gris y se marchó al trote hacia el cuartel de los Caballeros Templarios en la torre de vigía, en tanto Belami conducía a Simon hacia las humildes barracas donde se alojaban los cadetes del Cuerpo de Servidores.

El veterano ya sabía muchas cosas sobre su nuevo discípulo, porque De Roubaix había estado enviando despachos a Gisors. Además, sus astutos ojos habían examinado a Simon, y al viejo soldado le gustó lo que descubrió.

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