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Authors: Michael Bentine

El templario (8 page)

BOOK: El templario
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Caballero y escudero se acercaban a París por el suroeste, siguiendo la baja orilla izquierda del río Sena. Desde que partieron de Chartres habían cubierto una distancia de más de un centenar de millas.

La capital de Francia en el siglo XII había crecido a un ritmo febril en los últimos veinte años. A la sazón, más de 100.000 personas vivían dentro del perímetro de sus fortificaciones, o bien apiñadas en los environs de París, fuera de sus murallas. Ello la convertía en una de las ciudades más grandes del mundo occidental.

Los romanos la habían trazado como un nostálgico recordatorio de su propia capital, puesto que París, como Roma, también descansaba sobre bajas colinas. El enclave de la guarnición que servía de cuartel general de las legiones romanas asentadas en la Galia, pronto se convirtió en un importante centro comercial.

Eso sucedió a causa del río Sena, que era plenamente navegable en todas las estaciones del año, por donde llegaban abundantes provisiones desde la costa septentrional francesa y de las ricas granjas y viñedos de poniente. Ese río estratégicamente tan importante, que cruzaba serpenteando la ciudad que servía de guarnición a los romanos, también había traído a las sucesivas legiones allí apostadas el recuerdo de su Tíber natal, que serpenteaba a través de Roma.

Simon estaba fascinado por la ajetreada escena que contemplaba a su derredor mientras él y De Roubaix avanzaban al paso de sus caballos por las angostas calles. Éstas eran poco más que sendas barrosas, pues los environs de la ribera meridional del río no gozaban de las mismas comodidades que las de la parte septentrional de la capital. La ciudad sobre la orilla derecha del Sena se encontraba entrecortada por anchas rúes adoquinadas, herencia de las vías que en un tiempo fueran las arterias de la ciudad guarnición romana. Los environs de la orilla izquierda, en comparación, eran arrabales.

Las sucias y sinuosas sendas se extendían a ambos lados de casas, hosterías, tabernas, burdeles, establos y pocilgas burdamente construidos. Sumidos perpetuamente en la sombra de los destartalados edificios más grandes de dos pisos, aquellos angostos caminos de carro hedían a orina y excrementos, tanto animales como humanos.

El ruido era ensordecedor: una mezcla atronadora de crujientes carros, utensilios tintineantes, aves de corral y otros animales que protestaban ruidosamente camino al mercado. Se agregaban a aquella cacofonía los fuertes gritos y los insultos roncos, las maldiciones y las risotadas, que acompañaban la frenética actividad que tenía lugar en las transitadas callejuelas.

A Simon le había intrigado Gisors, le había fascinado Chartres y quedó emocionado ante la perspectiva de ver París por primera vez, pero ahora que se hallaba en la capital, la encontraba tremendamente desagradable.

Bernard de Roubaix la detestaba, como siempre, y no veía llegado el momento de regresar a la paz y la tranquilidad de su amada Normandía natal.

Mientras obligaban a sus caballos fogosos a abrirse paso a través de las multitudes de hedionda humanidad que se apretujaban en las calles, Simon no tenía tiempo de advertir las miradas de admiración que le dirigían las mujeres, jóvenes y viejas por igual. El alto, apuesto y joven cadete de negra túnica cabalgaba junto al templario de más edad, cuya cota de malla centelleaba bajo los pocos rayos de sol que se filtraban hasta las oscuras callejuelas.

Por fin, salieron del laberinto de inmundas callejas laterales y se encontraron en el soleado quais a la orilla del río, para encontrarse con su primera visión de la catedral, Notre Dame de París.

Construida en l’Ile de la Cité, comenzada solo diecisiete años antes, aquella enorme construcción tenía la misma edad de Simon. Pero había crecido a un ritmo tan sorprendente, que la impresionante altura del gran edificio ahora dominaba la ciudad.

Sin duda, se trataba del proyecto más ambicioso de la era de la arquitectura gótica, y Simon apenas podía contener la ansiedad de ver su interior.

Acercándose a Notre Dame, seguían cabalgando lentamente a lo largo del quais que bordeaba la orilla izquierda, gozando de la fresca brisa del río que alejaba el hedor de los arrabales. Los muelles estaban abarrotados de bajeles de carga de toda clase, que constituían la clave de la riqueza creciente de la capital que se expandía rápidamente.

París, en aquella época, gozaba de un comercio extensivo en mercaderías exóticas, al tiempo que era un mercado central para los productos de granja y otros, que llegaban diariamente a los quais de ambas orillas del río.

Normandía, Picardía, Bretaña y las Tierras Bajas, así como la mayor parte de Francia bajo dominio del rey francés y el duque de Borgoña, enviaban a París sus mejores terneros, ovejas, cerdos, pescados, quesos, hortalizas, frutas y vinos, para alegrar las mesas de aquellos que podían pagarlos.

Desde más allá, Inglaterra mandaba lana, y varios países del Mediterráneo embarcaban alfombras, sedas y telas de hilo, cristalería y platería, cerámica y armas finas, armaduras y artículos de cuero..., en una palabra, toda la rica profusión de lujosos productos que los artesanos extranjeros eran capaces de diseñar y manufacturar.

La flamante universidad de París atraía una clase de riqueza distinta, la del conocimiento, que se volcaba allí procedente de muchas tierras del mundo. Pero al mismo tiempo aquel gran centro del saber ingresaba enormes sumas de dinero que los estudiantes extranjeros recibían de sus padres ricos, con el fin de brindar a sus hijos parte de la mejor instrucción de Europa.

Los nobles y los comunes, los ricos y los pobres, los avaros y los generosos, todos se dirigían a la activa capital, por razones tan diferentes como visitantes había en París.

A causa de la necesidad de servicios tan variada que aquel flujo tan intenso de visitantes exigentes generaba, París se había convertido en un refugio para los pobres, siempre y cuando fuesen capaces de esclavizarse para realizar cualquier tarea servil que se les presentara. Nunca había escasez de semejante trabajo, buena parte del cual se relacionaba con la descarga de los barcos, almacenamiento y distribución de la mercadería.

Todo ello lo efectuaba la Jacquerie, la masa de campesinos que vivían en las barracas y las chozas de los barrios bajos de la orilla izquierda.

Los quais del Sena formaban un ruidoso y abigarrado escenario, pero afortunadamente la fresca brisa del río y el aroma de los perfumes y las especias orientales que traían los barcos de carga extranjeros de exóticos países influían en gran manera para mitigar el hedor de los environs, en cuanto a la orilla del río se refería. Cuando De Roubaix y su escudero cruzaron el puente meridional hasta l’Ile de la Cité, la paz y la tranquilidad que rodeaba a la enorme catedral, aún en construcción, fueron recibidas como un alivio esperado.

Curiosamente, ahora que Simon se encontraba cerca de Notre Dame de París, no experimentaba la misma sensación de temor que había sentido la primera vez que vio la catedral más pequeña de Chartres.

Si bien faltaba mucho para su terminación, ya se advertía una ostentosa opulencia en esa gran catedral que le faltaba a la más simple, más reverencial, arquitectura de la primera construcción.

Así como Simon había tenido la impresión de que Chartres era un sermón en piedra, ahora veía la catedral de Notre Dame de París como una ampulosa manifestación de la vasta riqueza de la Iglesia romana. Aquello fue suficiente como para afectar la religiosa sensibilidad del devoto joven normando.

Además, la misma sensación de alienación le asaltó cuando, después de dejar los caballos en manos de un mozo de establo, el templario y su escudero entraron en la catedral.

Si bien, al igual que en la ocasión anterior, inconscientemente bajaron la voz al trasponer el portal del sagrado edificio, Simon no experimentó en absoluto aquella sensación de espiritualidad y paz interior que previamente había gozado de manera tan extática en Chartres. Para él, Notre Dame fue una desilusión.

Bernard de Roubaix en seguida advirtió el súbito cambio de humor de su escudero. También él sentía lo mismo con respecto a Notre Dame de París.

—Se debe a la ausencia del Wouivre, Simon —dijo—. Aquí, en esta catedral, está dormido. En Chartres, el Dragón está despierto. Pero, lamentablemente, en este vasto edificio, aun cuando la construcción exterior está casi terminada y, por consiguiente, deberíamos sentir la presencia del guardián de nuestra bendita Señora, en cambio notamos su ausencia.

«Ello es así porque el orgullo y la arrogancia de los constructores ha crecido inconmensurablemente junto con la enorme riqueza que se ha volcado en su construcción.

«El Wouivre prefiere una dedicación más simple y devota al verdadero propósito del edificio, como instrumento perfecto para la comunicación con Dios. Notre Dame de París no se está construyendo con ese solo fin en la mente de sus arrogantes constructores.

«Por tanto, el dragón Wouivre duerme. Pero despertará para la celebración de los antiguos ritos de las estaciones. Ven cuando esté terminada, cuando se celebren los ritos de los equinoccios o de los solsticios con la reverencia debida, y encontrarás el Wouivre despierto.

«Sin embargo, ya que nos encontramos aquí, Simon, ruega conmigo por el éxito de tu misión en Tierra Santa.

Lado a lado, caballero y escudero se postraron de rodillas y vertieron su alma a nuestra bendita Señora de París.

Durante un breve lapso, sintieron que el dragón dormido se agitaba en su prolongado sueño y ambos tuvieron la impresión de que la Virgen Madre había escuchado su devota plegaria.

De Roubaix tenía poco que decir sobre Notre Dame de París y pronto se marcharon, para cruzar a la orilla derecha y emprender camino hacia el cuartel general de los templarios.

Si algo simbolizaba el poder de la Orden, era ese centro para el Gran Capítulo de París. Sin embargo, su templo de maciza construcción, al igual que la comandancia de Gisors, ya estaba señalado para ser reconstruido en una fortaleza aún más fuerte.

Simon estaba notablemente impresionado por los altos muros, con sus numerosos matacanes. Se trataba de contrafuertes salidizos, semejantes a pequeñas cajas, distribuidos a lo largo de las murallas con almenas. En caso de ataque, en cada uno se encontrada un arquero, que se encargaría de disparar contra los sitiadores que intentaran escalar las murallas.

Las torres en las esquinas de los muros estaban coronadas por agujas cónicas, y el vasto patio interior se encontraba respaldado por la gran construcción que contenía la Casa Capitular, que constituía el corazón de la fortaleza. Aquél era el primer foco del poder temporal de la Orden en occidente, y su formidable presencia dominaba la capital de Francia.

Simon sentía que el tamaño y el peso de los muros exteriores le oprimían. Se sintió aliviado al pasar bajo el sombrío rastrillo y salir al patio interior iluminado por la luz del sol. Bernard de Roubaix había visitado el templo muchas veces en el curso de sus misiones, pero siempre experimentaba la sensación de encierro opresivo que perturbaba a su escudero. Al igual que Simon, el viejo templario era esencialmente un hombre de acción que amaba el aire libre de Dios; era un hombre de campo nacido y criado en Normandía. Si bien una parte de su vida había transcurrido dentro de los muros de muchas fortalezas, nunca se sintió cómodo en ninguna de ellas, en particular en el interior del cuartel general de los templarios en París.

Bernard de Roubaix era bien conocido por los guardias, y los visitantes en seguida cumplieron con las formalidades requeridas. Sus monturas fueron conducidas al herrador de turno para que les cambiara las herraduras, y ellos no tardaron en recibir la bienvenida de parte de Belami y su pequeña compañía de ansiosos y jóvenes cadetes. Rodeado de tanto afecto y amistad, Simon pronto dejo de sentir la impresión opresiva, que se disipó rápidamente en medio de las risas y las bromas alegres. Ni las miradas de desaprobación de los caballeros templarios, que se disponían a iniciar sus periodos de abstinencia, pudieron desalentar el alegre espíritu que animaba a los cadetes. Además, la presencia de los famosos y viejos caballeros sancionaba tácitamente su conducta.

—Ahora, Simon, que has contemplado las maravillas de Chartres, ¿qué dices? —preguntó Belami, dándole un fuerte abrazo.

—Es un milagro. No creo haber sentido tanto la presencia de la paz y la belleza en ningún otro lugar.

—¿Y qué impresión te ha causado Notre Dame de París?

—De ningún modo la misma. —Hizo una pausa—. ¿Es bella? Sí ¿Impresionante? Por supuesto, aún le falta mucho para estar terminada, pero, de todas maneras, no es como Chartres.

—Lo sé. —Belami asintió con la cabeza—. Yo siento exactamente lo mismo. El Wouivre parece estar dormido en Notre Dame de París. En Chartres, en cambio, el Dragón está siempre presente, guardando a nuestra santa Señora.

En contraste con estos profundos pensamientos, Simon no tardó en sumirse en las acostumbradas chanzas estúpidas de sus compañeros cadetes, que todos los jóvenes parecen celebrar en un ámbito militar. Se trata de una experiencia intemporal y constituye la esencia de la camaradería que se extiende en cualquier corps d’élite compuesto por gente joven.

En París, no hubo tiempo de visitar lugares de interés, lo que causó una gran desilusión en Simon, que deseaba ver la nueva universidad. Pero, desde su llegada, los cadetes habían estado muy atareados, preparándose para el largo camino que les llevaría a Marsella.

Se habían producido unos días de demora a causa de la reunión de un gran número de peregrinos, comerciantes y mercenarios, que los cadetes escoltarían hasta la Provenza, desde donde la mayoría seguiría viaje hasta Tierra Santa.

Los servicios de una escolta de templarios se obtenían mediante el pago a la Orden de una suma razonable, pero los viajeros primero tenían que presentar pruebas válidas que justificaran el viaje. El servicio de escolta era habitual entre los peregrinos que podían permitírselo, y los mercaderes u otras personas no acostumbradas a usar armas para defenderse se sentían seguros durante el viaje.

Sin embargo, algunos de los viajeros eran mercenarios, jóvenes aventureros que se dirigían a ultramar para unirse a cualquier ejército franco dispuesto a poner precio a sus espadas. También éstos estaban contentos de tener la oportunidad de compartir el viaje con la escolta de ocho jóvenes cadetes, al mando del canoso veterano.

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