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Authors: Michael Bentine

El templario (12 page)

BOOK: El templario
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Belami espoleó a su montura para interceptarle el paso. Phillipe y Pierre se acercaron a Simon por ambos lados para evitar que cayera de Pegaso.

El bandolero de rubios cabellos arrojó la lanza y desenvainó la espada para parar el golpe de Belami. El hacha de guerra partió limpiamente la hoja de acero de la espada y se hundió en el aterrado rostro afeminado del joven forajido, que se partió en dos, sangrando copiosamente. Murió al instante.

Inclinado sobre la grupa de su caballo, que seguía galopando, el bandido muerto fue llevado hacia el valle.

Belami se acercó al trote a Simon y examinó su herida.

—Es profunda —dijo—, pero vivirá.

La batalla había durado apenas tres minutos desde el principio hasta el final.

—¡María! —exclamó Simon, en un murmullo doliente—. Busca a María, Belami.

—No temas, muchacho. Phillipe, Pierre..., que le atiendan inmediatamente. Iré en busca de la joven.

Belami cruzó el puente al galope y franqueó el portal abierto de la fortaleza de los templarios. El hecho de que aquellas pesadas puertas estuviesen abiertas de par en par indicaba que la estratagema de De Malfoy les había cogido por sorpresa.

El patio estaba patéticamente cubierto de ensangrentados bultos envueltos en telas, que momentos antes eran peregrinos. Sus carros destrozados aún ardían, provocando la espesa humareda que los templarios observaron cuando regresaban.

Mientras a Simon le ayudaban sus camaradas, Belami desmontó, para abrirse paso entre los cadáveres de la guarnición pasada por las armas, en dirección a la torre central.

La mayoría de los templarios asesinados aún tenía el arma envainada. Habían muerto sin devolver ni un solo mandoble. Pero un par de soldados habían vendido su vida al precio de un asesino muerto.

El segundo oficial al mando, el viejo servidor De Carlo, era uno de los pocos que se habían defendido. Dos bandoleros, uno con el cuello cortado y el otro con el cráneo partido, yacían formando un montón informe delante del cuerpo del veterano servidor. Éste se encontraba clavado a la puerta de la torre por una lanza.

—Al menos Louis murió como un soldado —musitó Belami, tirando de la lanza y sosteniendo diestramente el pesado cuerpo de De Carlo antes de que se desplomase sobre el suelo.

El templario entró en la torre sabiendo perfectamente lo que encontraría allí. De Malfoy había elegido la capilla para llevar a cabo el peor de sus tremendos crímenes. El enfermo mariscal De Montdidier había sido descuartizado mientras deliraba. Su celda monjil parecía un matadero.

En la capilla de los templarios, los renegados habían orinado y defecado en el altar, y destruyeron todo símbolo religioso que pudieron encontrar. Su diabólica obra se hacía del todo evidente en el número de mujeres violadas y destripadas que yacían tendidas sobre los peldaños del altar.

Belami se santiguó al ver el sangriento espectáculo; incluso su endurecido estómago se revolvió ante el hedor asqueante que saturaba el aire pestilente. La sensación de depravación era abrumadora.

Un gemido condujo al nauseado veterano hacia la pequeña sacristía. Con la espada en la mano, abrió la puerta de un puntapié.

María yacía atada con la cuerda de una campana a una mesa, sobre la que habían extendido un mantel de altar manchado de sangre.

Sólo ella de todas las mujeres vejadas, jóvenes y viejas, no había sido destripada. Su cuerpo estaba cubierto de moretones y de salpicaduras de heces. Su cara, tan bella antes, estaba terriblemente hinchada a causa de tremendos golpes, y la boca le colgaba abierta por el horror. Un espantoso gemido salía de sus labios. Cuando Belami la liberó de las ataduras, se apartó de él aterrada.

El servidor templario la cogió tiernamente con su poderoso brazo derecho y apoyó el cuerpo exánime contra su cintura.

La mantuvo junto a su pecho, como un padre llevando a una criatura asustada. Con sumo cuidado la sacó de aquel horrible lugar para salir a la luz del sol.

Cuando abandonaban aquel mortuorio, Simon, ayudado por Phillipe y Pierre, vio quién era la persona que Belami sostenía con sus brazos. El joven, pálido como la muerte por la pérdida de sangre, gritó con voz ronca:

—¡María!

—Vive —dijo Belami, simplemente.

Simon lanzó un grito y cayó sin conocimiento en los brazos de sus camaradas.

Belami alzó la vista en el instante en que una partida de templarios hacía su entrada a caballo en el patio lleno de humo. Llegaba al mando de los dos caballeros ausentes, que regresaban de la reunión en el Capítulo de la abadía de Orange.

Aun aquellos experimentados cruzados se horrorizaron ante la escena de aquella matanza general que se ofrecía a su vista. Los soldados habían descubierto otro espectáculo horroroso. Al viejo orfebre italiano, De Nofrenoy, lo habían empalado en una afilada estaca. Evidentemente, el hombre se había resistido a declarar dónde llevaba escondida la plata. Su carro lo habían desarmado literalmente antes de que De Malfoy descubriera el escondite secreto, hábilmente disimulado en el fondo falso de un barril de agua.

Belami dejó a la vejada doncella al cuidado de los templarios y en pocas palabras les informó del error que había cometido al intentar borrar del mapa a De Malfoy.

El veterano servidor no ocultó nada de lo sucedido.

—La culpa fue mía, señor —dijo a De Burgh.

—Al contrario, servidor Belami. —El veterano cruzado hacía tiempo que era conocedor de su reputación—. De Malfoy debió de planear este ataque al tener conocimiento de nuestra partida para participar en la reunión del Capítulo en la abadía. Vuestro contraataque hizo fracasar sus planes. Se vio obligado a dejar unos hombres en la retaguardia para contener a vuestras fuerzas. Ese engendro del diablo tenía espías en todas partes. Mis hombres me informan de que vuestros cadetes se portaron bien. ¡Os felicito, Belami, no os censuro!

A pesar del prudente evalúo que hizo De Burgh de la situación el viejo soldado seguía atribuyéndose la culpa.

—No dejéis nunca que la ira gobierne vuestras decisiones —les dijo a los restantes cadetes, al tiempo que veía a Simon confortablemente instalado en un carro de los templarios para ser llevado al hospital de Orange—. Iré a visitarte en cuanto haya terminado mi informe completo —le dijo al muchacho herido.

Habían enviado un mensajero a la ciudad y no tardaron en llegar unas monjas, hermanas mercedarias de Saint Lazarus, para hacerse cargo de María.

—¡Pobre niña! —dijo Belami—. Ha perdido la razón. Apostaría mi mano derecha a que ese cerdo mal nacido de De Malfoy la obligó a presenciar el empalamiento de su padre.

—¿Cómo pueden los hombres cometer tantas atrocidades?

Phillipe estaba horrorizado.

—Están poseídos por los habitantes de las tinieblas —dijo De Burgh—. Dejan que los deseos carnales dominen su mente y su cuerpo, hasta que se hunden más hondo que el nivel de la bestia. Entonces, bajo el principio espiritual de que «los iguales se atraen», sus almas son presa de los demonios, que penetran en sus cuerpos degenerados y los utilizan como títeres.

Belami y el resto de los soldados limpiaron la profanada capilla, y el abad, que había regresado con los templarios, reconsagró el altar.

—Esto es obra de la más negra de las brujerías. De Malfoy debe de haber sido un poderoso brujo para tomarse semejante venganza contra la casa de nuestra Señora. La capilla aún conserva el olor del mal. Sólo el tiempo, la misericordia, las oraciones y el amor podrán retornarle su aire de santidad. El rito santo por sí solo no es suficiente para eliminar la terrible presencia del pecado de esta iglesia arrasada.

El abad había sido cruzado. A pesar de haber visto escenas horrorosas, había algo tan diabólico en la maldad sistemática de De Malfoy, que sentía desfallecer su espíritu.

Después de haber escuchado la confesión de Belami, estuvo de acuerdo con De Burgh.

—No puedes culparte, hijo mío. A causa de lo que hiciste, ese engendro de Satanás está muerto. Sólo Dios sabe qué otros daños terribles habría causado. Aquel joven demonio de pelo rubio, a quien me dicen que diste muerte, era el acólito del diablo, el monaguillo pervertido de De Malfoy. Has liberado esta región del gran mal. Te absolvo, Belami, hijo mío. ¡Ve con Dios!

La infortunada María permanecía con la vista perdida en el espacio mientras las buenas hermanas sanaban su cuerpo. Cuando Belami fue a ver a la madre superiora, ésta le dijo:

—La niña nunca dejará que vuelva a tocarla otro hombre. Con el tiempo, podremos penetrar en su mente. Nosotras la cuidaremos. Al igual que varios de nuestros benditos santos, la pobre criatura ha sido cruelmente martirizada. Nuestra santa Madre es amante y compasiva, sobre todo para con aquellos que fueron tremendamente castigados por la bestialidad de los hombres.

La buena madre superiora se estremeció, y luego le tranquilizó:

—María es huérfana. Nosotras la recibiremos en nuestra Orden. Es la voluntad de Dios y de nuestra Virgen santa.

Belami comprendió que aquello era lo mejor para la muchacha, pero dudaba que su mente perturbada pudiese recuperar sus facultades jamás. Cuando fue a visitar a Simon, le dijo varias mentiras piadosas para tranquilizar a su pupilo favorito.

—María se está recuperando bien y te manda su afecto —dijo, sin parpadear, mirándole con sus brillantes ojos astutos—. Se quedará con las buenas hermanas hasta que puedan recogerla sus parientes italianos —continuó diciendo con total convicción.

Simon, a pesar de las soporíferas hierbas del hospitalario, sufría considerables dolores y su narcotizada mente no detectó falsedad alguna en las palabras de Belami. Experimentó tan sólo una gran sensación de alivio al saber que María estaba tan bien atendida. Con un profundo suspiro, el joven normando dejó que se rompiera el débil hilo que le mantenía consciente y se sumió en un profundo sueño reparador.

5
CORSARIOS

Phillipe y Pierre sólo habían recibido heridas de poca importancia durante la lucha en el puente en cambio Simon, con el corte más serio en el costado derecho, no pudo poner los pies en el suelo hasta pasadas dos semanas.

Durante toda la crisis del sufrimiento de Simon, Belami y sus dos camaradas mantuvieron una constante vigilia, aplicando a la cruenta herida compresas embebidas en hamamelis y vendándola con tejidos de hilo limpios humedecidos con vinagre de vino hervido. El hospitalario, un anciano brabanzón, daba su consentimiento a esas medidas y siempre estaba atento con una esponja de mar griega, para bañar el cuerpo consumido por la fiebre de Simon con agua fresca de manantial liberalmente perfumada con hisopo.

Entre todos ellos mantenían alejadas a las moscas de la herida abierta del joven, hasta que los fluidos de su organismo hubieron cerrado la herida, que mantenían temporariamente unida mediante espinas limpias. Los hospitalarios habían aprendido muchísimo sobre el arte de sanar de sus adversarios sarracenos en Tierra Santa.

Durante cuatro días la crisis se encarnizó con el cuerpo postrado de Simon. Al quinto amanecer, la fiebre había cedido, como un fuerte viento de verano, y su piel era fresca al tacto.

Al abrir los ojos, vio el rostro sonriente de Belami. Confundido, fijó la mirada en la sonrisa radiante del veterano.

—¡Belami! —exclamó con voz ronca y los labios dolorosamente agrietados por la fiebre.

Los ojos del viejo soldado se humedecieron al acercar una esponja mojada a los labios de Simon. Su aceite y la esencia de hamamelis suavizaron la piel agrietada y el joven pudo beber un poco de agua de la fuente por medio de una caña. Todo el tiempo, Phillipe y Pierre, que dormían fuera del pequeño dormitorio de Simon, mantuvieron a su camarada cómodamente incorporado entre los dos.

El peligro les había acercado a los cuatro. Ésa es la única virtud del combate: que, quiénes comparten sus fatigas y peligros, luchando codo a codo, establecen lazos de camaradería más fuertes que los del amor fraternal. El recuerdo del horror, el dolor y el miedo se subliman así mediante la experiencia compartida de la batalla y, gracias al cielo, ese intenso sentimiento de unidad persiste a través del tiempo. Sólo la muerte misma pone fin a ese lazo en cada compañero de armas. Ésa es la única experiencia valedera de la guerra.

Durante su delirio, su cuerpo sutil había abandonado su torturada forma física, mientras se retorcía y revolvía en la cama de tablas de madera.

El Simon que volara por encima de un paisaje neblinoso no experimentaba dolor alguno, desde el momento de abandonar su cuerpo material hasta que regresó a él, en tanto pasaba el punto álgido de la fiebre.

Planeó sobre llanos, ríos, colinas y escarpados acantilados del mismo paisaje que siempre había sido el escenario de sus extraños sueños en que volaba. Ahora supo a quién estaba buscando: a su padre, Odó de Saint Amand.

Por debajo de él, la bruma a veces se arremolinaba hasta convertirse en un mar alborotado de grises nubes, que se extendía como un manto sobre el suelo.

Una vez más, las formas de la pesadilla subían como los muertos ahogados a la superficie turbulenta, alzando las manos esqueléticas para aferrar su forma voladora, con las maliciosas bocas abiertas por un odio terrible. Una de ellas era la forma corrupta, atravesada por una flecha, de Etienne de Malfoy con las cuencas vacías de sus ojos resplandeciendo con un virulento fuego verde al tiempo que salía el asqueroso hedor de la muerte de su boca sin labios. Luego llegaba el amanecer y entonces la sutil parte de Simon era arrastrada rápidamente de vuelta a su cuerpo atormentado por el dolor. Fue la quinta mañana cuando sus sufrimientos se volvieron tolerables y el joven normando se despertó para ser recibido con afectuosa camaradería por sus tres íntimos amigos.

—¡Inshallah! —dijo Belami, y abrazó el cuerpo consumido de Simon.

La fiebre había quemado hasta la ínfima porción de grasa excesiva que el joven tuviera en su cuerpo vigoroso. Parecía un Jesús joven.

—Lo que te hace falta ahora son unos buenos bistecs provenzales y un excelente vino tinto, mon brave. En un corto tiempo volverás a estar en condiciones de combatir.

El experimentado hospitalario, André Devois, comenzó a alimentar a Simon con pan mojado en leche de cabra y en seguida le administró una dieta más sustanciosa. Al cabo de tres días, el joven normando había mejorado notablemente. Pero al recobrar la salud, el sentimiento de culpa de Simon afloraba y le atormentaba sin cesar, perturbando su muy necesario reposo.

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