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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (10 page)

BOOK: El toro y la lanza
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—Mañana iniciaré la búsqueda de la lanza Bryionak y os la traeré empuñándola en mi mano de plata —dijo Corum—. Haré cuanto pueda para salvar a las gentes de Caer Mahlod de criaturas como Kerenos y sus sabuesos. Sí, partiré mañana...

El rey Mannach estaba bajando el tramo de peldaños ayudado por su hija, y se encontraba tan débil que se limitó a asentir con la cabeza.

—Pero he de ir a ese sitio al que llamáis Castillo Owyn —dijo Corum—. Es algo que he de hacer antes de marcharme.

—Os llevaré allí esta tarde —dijo Medhbh.

Y Corum no rechazó su oferta.

Tercer capítulo

Un momento en las ruinas

La tarde estaba llegando a su fin y las nubes se habían apartado de la faz del sol, que había derretido una pequeña parte de la escarcha calentando el día y trayendo leves sombras del olor de la primavera al paisaje. Corum y la princesa guerrera Medhbh, apodada «La del Largo Brazo» por su destreza con el lazo y el tathlum, cabalgaron hasta el lugar que Corum llamaba Erorn y que ella llamaba Owyn.

Era primavera, pero los árboles no tenían hojas y apenas si había hierba creciendo en el suelo. Aquel mundo estaba desnudo y lúgubre, y la vida estaba huyendo de él. Corum se acordó de lo exuberante y rico que había sido incluso cuando lo había abandonado. Le deprimía pensar el aspecto que una parte tan grande de aquellas tierras debía tener después de que los Fhoi Myore, sus sabuesos y sus sirvientes hubieran avanzado por ellas.

Tiraron de las riendas de sus monturas deteniéndolas cerca del borde del acantilado, y contemplaron el mar que murmuraba y jadeaba al estrellarse contra los guijarros de la diminuta ensenada.

Enormes acantilados negros de tal antigüedad que se estaban desmoronando poco a poco surgían de las aguas, y los acantilados estaban llenos de cuevas y seguían siendo iguales a como Corum los había conocido hacía por lo menos un milenio antes.

Pero el promontorio había cambiado. Una parte se había derrumbado en el centro precipitándose hacia el mar en un amasijo de granito desmenuzado, y al verlo Corum comprendió por qué apenas quedaba nada del Castillo Erorn.

—Ahí está lo que llaman la Torre de los Sidhi, o la Torre de Cremm. —Medhbh le señaló con el dedo la estructura a la que se refería, que se alzaba al otro lado del abismo creado por el desmoronamiento de las rocas—. Vista desde lejos parece obra del hombre, pero en realidad ha sido creada por la naturaleza.

Pero Corum sabía que no era así. Había reconocido aquellos perfiles desgastados por el paso del tiempo. Cierto, parecían haber sido creados por la naturaleza, pues las edificaciones de los vadhagh siempre habían tendido a confundirse con el paisaje; y por esa razón ya en tiempos de Corum algunos viajeros ni tan siquiera se enteraban de que el Castillo Erorn estuviese allí.

—Es obra de mi gente —dijo en voz baja—. Todo eso son restos de la arquitectura vadhagh, aunque sé que nadie lo creería.

Medhbh pareció sorprendida y se rió.

—Así que la leyenda encierra algo de verdad... ¡Realmente es vuestra torre!

—Yo nací allí —dijo Corum, y suspiró—. Y supongo que también morí allí... —añadió.

Desmontó, fue hasta el borde del acantilado y miró hacia abajo. El mar había creado un angosto canal a través del precipicio. Corum contempló los restos de la torre que se alzaban al otro lado. Se acordó de Rhalina y se acordó de su familia; de su padre, el príncipe Khlonskey, y de su madre, la princesa Colatalarna; de sus hermanas Ilastru y Pholhinra; de su tío el príncipe Rhanan y de su prima Sertreda. Ahora todos estaban muertos. Al menos Rhalina había vivido todo el tiempo al que tenía derecho, pero los demás habían muerto de manera brutal a manos de Glandyth-a-Krae y sus asesinos. Ahora nadie se acordaba de ellos salvo Corum. Durante un momento les envidió, pues eran demasiados los que se acordaban de Corum.

—Pero vos estáis vivo —dijo Medhbh.

—¿Lo estoy? Me pregunto si no seré quizá más que una sombra, una quimera creada por los deseos de vuestro pueblo. Los recuerdos de mi existencia pasada ya empiezan a volverse borrosos, y apenas si puedo recordar cómo era mi familia.

—¿Tenéis una familia... en el sitio del que venís?

—Sé que la leyenda afirma que dormí dentro del túmulo hasta que fui necesitado de nuevo, pero eso no es verdad. Fui traído hasta aquí desde mi propia época..., cuando el Castillo Erorn se alzaba allí donde ahora sólo se alzan las ruinas. Ah, ha habido tantas ruinas en mi vida...

—¿Y vuestra familia está allí? ¿La habéis abandonado para ayudarnos?

Corum meneó la cabeza y se volvió hacia ella.

—No, mi señora, no he hecho eso —dijo mientras sus labios se curvaban en una sonrisa llena de amargura—. Mi familia fue asesinada por vuestra raza..., por los mabden. Mi esposa murió.

Corum vaciló, pues no quería seguir hablando de aquel tema.

—¿También fue asesinada? —No, la vejez se la llevó. —¿Era más vieja que vos? —No.

—Entonces, ¿sois realmente inmortal?

Medhbh clavó la mirada en el mar distante.

—Puede decirse que sí. Por eso me da tanto miedo el amar, ¿comprendéis?

—A mí no me daría miedo amar.

—Tampoco se lo dio a la margravina Rhalina, mi esposa; y creo que yo tampoco sentí ese temor entonces, pues no podía pasar por la experiencia hasta que llegara. Pero cuando experimenté el dolor de perderla, pensé que nunca podría soportar el volver a sentir esa emoción.

Una gaviota solitaria surgió de la nada y se posó sobre un pequeño espolón rocoso cercano. En tiempos pasados había muchas gaviotas por aquellos lugares.

—Nunca volveréis a sentir una emoción que sea exactamente igual a la de entonces, Corum.

—Cierto. Y sin embargo...

—¿Amáis a los cadáveres?

Corum se sintió ofendido.

—Eso es una crueldad...

—Lo que queda de quienes mueren es el cadáver. Y si no amáis a los cadáveres, entonces tenéis que encontrar alguien vivo a quien poder amar.

Corum meneó la cabeza.

—¿Tan sencillo os parece, hermosa Medhbh?

—No creo haber dicho nada sencillo, Señor Corum del Túmulo.

Corum movió su mano de plata en un gesto de impaciencia.

—No he venido del Túmulo, y no me gustan nada las implicaciones de ese título. Habláis de cadáveres, y ese título hace que me sienta como si fuese un cadáver que ha sido resucitado. Cuando habláis del «Señor del Túmulo», puedo oler el moho en mis ropas.

—Las otras leyendas dicen que bebíais sangre. Durante las épocas más oscuras se celebraron sacrificios sobre el túmulo.

—Nunca me ha gustado la sangre.

Corum empezaba a sentirse un poco más animado. La experiencia del combate con los Sabuesos de Kerenos le había ayudado a librarse de algunas de sus emociones y pensamientos más sombríos sustituyéndolos con consideraciones más prácticas.

Y un instante después Corum se encontró extendiendo su mano de carne y hueso para acariciar el rostro de Medhbh, para reseguir con sus dedos el contorno de sus labios, su cuello y su hombro.

Y un instante después se estaban abrazando, y Corum lloraba y se sentía lleno de alegría.

Se besaron. Hicieron el amor junto a las ruinas del Castillo Erorn mientras el mar embestía la ensenada que se extendía debajo de ellos, y después se quedaron inmóviles acostados bajo los últimos rayos del sol contemplando el mar.

—Escucha...

Medhbh alzó la cabeza y su cabellera flotó alrededor de su rostro.

Corum lo oyó. Lo había oído un poco antes de que Medhbh hablara, pero no había querido oír aquel sonido.

—Es un arpa —dijo Medhbh—. Qué música tan hermosa... Qué melancólica es esa música. ¿La oyes?

—Sí.

—Me resulta familiar...

—Quizá la oíste esta mañana justo antes del ataque —dijo Corum de mala gana, como si no quisiera hablar de aquello.

—Quizá. Y en el claro del túmulo.

—Ya lo sé... Justo antes de que tu pueblo intentara invocarme por primera vez.

—¿Quién es el arpista? ¿Qué música es ésa?

Corum había vuelto la mirada hacia la torre en ruinas que se alzaba al otro lado del abismo, y que era lo único que perduraba del Castillo Erorn. Incluso sus ojos le decían que no había sido construida por ningún mortal. Quizá el viento y el mar habían esculpido la torre y sus recuerdos eran falsos después de todo.

Corum sintió miedo.

Medhbh también había vuelto la mirada hacia la torre y la estaba contemplando.

—La música viene de ahí —dijo Corum—. El arpa toca la música del tiempo.

Cuarto capítulo

El mundo se ha vuelto blanco

Corum emprendió su viaje envuelto en pieles.

Llevaba una capa de pieles blancas sobre sus ropas y la capa contaba con una enorme capucha para cubrir su casco, todo hecho de la suave piel de la marta invernal. Incluso el caballo que le habían entregado iba provisto con una capa de piel de gamo ribeteada de pieles sobre la que había bordadas escenas de un pasado valiente. Le dieron botas forradas de piel y guantes de piel de gamo, también adornados con bordados, y una silla de montar y alforjas de mimbre para colgar de ella, y estuches de piel para proteger su arco, sus lanzas y la hoja de su hacha de guerra. Corum llevaba un guante en su mano de plata para no ser reconocido por quienes le vieran. Se despidió de Medhbh con un beso y saludó a las gentes de Caer Mahlod que se habían congregado en las murallas de la fortaleza para contemplarle con los ojos graves pero llenos de esperanza, y el rey Mannach le besó en la frente.

—Devolvednos la lanza Bryionak —le dijo el rey Mannach— para que podamos domar al toro, al Toro Negro de Crinanass, para que así podamos derrotar a nuestros enemigos y conseguir que la tierra vuelva a cubrirse de verdor.

—La buscaré —le prometió el príncipe Corum Jhaelen Irsei.

Y su único ojo brillaba, pero nadie supo si era a causa de las lágrimas o porque se sentía lleno de confianza en sí mismo; y después montó sobre su caballo, el enorme y pesado caballo de guerra de los Tuha-na-Cremm-Croich, y puso sus pies en los estribos que había hecho que fabricaran para él (pues aquel pueblo había olvidado el uso de los estribos), y apoyó su gran lanza en el soporte del estribo, aunque no desenrolló el estandarte que le habían bordado la noche anterior las doncellas de Caer Mahlod.

—Nunca había visto a un caballero que partiese a la guerra con un aspecto tan soberbio, mi señor —murmuró Medhbh.

Corum se inclinó hacia ella para acariciar su cabellera de un rojo dorado, y rozó su suave mejilla con la punta de los dedos.

—Volveré, Medhbh —dijo.

Llevaba dos días cabalgando en dirección sureste y hasta el momento el viaje no le había resultado difícil, pues Corum había ido en aquella dirección más de una vez y el tiempo no había destruido muchas de las señales y accidentes del terreno que le habían sido familiares en el pasado. Corum iba al Monte Moidel, donde en el pasado se había alzado el castillo de Rhalina, y había tomado esa decisión quizá porque en el Castillo Erorn había encontrado muy pocas cosas y, al mismo tiempo, algo de un inmenso valor. Justificar aquel objetivo en términos de su empresa resultaba fácil, pues en aquellos tiempos tan lejanos el Monte Moidel había sido el último puesto avanzado de Lwym-an-Esh, y ahora Lwym-an-Esh terminaba en Hy-Breasail. Buscar el Monte Moidel no le haría perder tiempo ni le desviaría de su meta, eso suponiendo que no se hubiera hundido también cuando se hundió Lwym-an-Esh.

Siguió cabalgando en dirección sureste, y el mundo se fue volviendo más frío y diluvios de brillantes piedras de granizo repiquetearon y rebotaron sobre el duro suelo, y resonaron sobre los hombros acorazados de Corum y sobre el cuello y la cruz de su montura. Hubo muchos momentos en los que la ruta que seguía a través de las inmensas extensiones desoladas de los páramos quedó casi oculta por cortinas de aquella lluvia congelada, y a veces la granizada llegaba a ser tan intensa que Corum se veía obligado a buscar refugio allí donde podía encontrarlo, normalmente detrás de un peñasco, pues salvo algunos tojos y unos cuantos álamos de troncos retorcidos había muy pocos árboles en los páramos, y el brezo y los helechos que deberían haber estado floreciendo en aquella época del año estaban totalmente muertos o apenas mostraban un rastro de vida. Hubo un tiempo en el que los ciervos y los faisanes eran visibles por todas partes, pero Corum no vio ningún faisán, y en todo lo que llevaba de viaje sólo había visto a un ciervo receloso y flaco en cuyos ojos ardía la chispa del miedo. Cuanto más avanzaba en dirección este, peor se iba volviendo la apariencia del paisaje, y no tardó en haber una gruesa costra de escarcha que chispeaba sobre cada árbol o matorral, y una capa de nieve acumulada sobre cada cima y cada peñasco. El suelo fue subiendo poco a poco de nivel y el aire se volvió más tenue y frío, y Corum se alegró de llevar puesta la gruesa capa que le habían dado sus amigos, pues la escarcha fue siendo sustituida lentamente por la nieve, y mirara donde mirase el mundo era de color blanco y su blancura le recordaba el color de los Sabuesos de Kerenos, y su caballo no tardó en tener que abrirse paso con la nieve llegándole hasta los corvejones, y Corum comprendió que si era atacado tendría grandes dificultades para huir de cualquier peligro y casi las mismas para poder maniobrar a fin de enfrentarse con la amenaza cara a cara. Pero al menos el cielo seguía estando azul y totalmente despejado y el sol, aunque daba poco calor, brillaba con fuerza. Lo que más recelo le inspiraba era la niebla, pues sabía que los sabuesos demoníacos y sus amos podían llegar en cualquier momento con ella.

Por fin empezó a descubrir los angostos valles de los páramos y, en los valles, las aldeas y pueblecitos donde habían vivido los mabden, y cada aldea y cada pueblecito estaba desierto.

Corum se acostumbró a utilizar aquellos lugares abandonados corno campamentos nocturnos. No se atrevía a encender una hoguera por miedo a que el humo fuera visto por un enemigo o por alguien que pudiera llegar a serlo, y descubrió que podía quemar turba sobre las losas de las casitas vacías de tal manera que el humo quedaba dispersado antes de que pudiera ser detectado incluso desde muy cerca de allí. Eso le permitió preparar comida caliente e impedir que él y su caballo pasaran frío. Si no hubiera dispuesto de esas pequeñas comodidades, el viaje de Corum habría resultado realmente terrible.

Lo que le entristecía era que las casitas aún contenían el mobiliario, adornos y objetos personales de quienes habían vivido en ellas. No se había producido ningún saqueo, Corum supuso que porque los Fhoi Myore no sentían el más mínimo interés por las cosas de los mabden, pero en algunas de las aldeas que se encontraban más al este había señales de que los Sabuesos de Kerenos habían ido de cacería y de que las presas no habían escaseado. Sin duda ésa era la razón por la que tantos habían huido y buscado la seguridad en los viejos fuertes caídos en desuso hacía mucho tiempo como Caer Mahlod.

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