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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (8 page)

BOOK: El toro y la lanza
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—Mi señora, me temo que no tenéis un gran héroe en mi persona —dijo con voz gélida.

—Y muy poco de un dios sombrío y melancólico, Señor del Túmulo. Muchos de nosotros dudamos durante bastante tiempo antes de invocaros. Muchos pensábamos que, suponiendo que existierais, seríais una criatura oscura y espantosa muy parecida a los Fhoi Myore y que con la invocación haríamos caer sobre nuestras cabezas algo horrible. Pero no, lo que nos ha traído la invocación ha sido un hombre, y un hombre es un ser mucho más complicado que una mera deidad. Y parece ser que nuestras responsabilidades son totalmente distintas, más sutiles y más difíciles de cumplir. Estáis enfadado porque os he visto dominado por el miedo...

—Quizá no fuese miedo, mi señora.

—Pero quizá lo era. Apoyáis nuestra causa porque habéis escogido hacerlo. No tenemos ningún derecho y tampoco ningún poder sobre vos aunque antes pudiéramos creer que lo teníamos... Nos ayudáis a pesar de vuestro miedo y de que dudáis de vos mismo. Eso vale mucho más que la ayuda de una criatura sobrenatural que apenas tiene mente como las que utilizan los Fhoi Myore, príncipe Corum, y además debéis recordar que vuestra leyenda inspira temor a los Fhoi Myore.

Corum siguió inmóvil. La bondad de Medhbh impregnaba cada una de sus palabras, y la simpatía que sentía hacia él era real. Su inteligencia era tan grande como su belleza. ¿Cómo podía darse la vuelta cuando hacerlo significaría verla, y cuando verla significaría no poder evitar amarla con un amor tan intenso como el que había sentido hacia Rhalina?

—Os agradezco vuestras amables y bondadosas palabras, mi señora —dijo Corum esforzándose por controlar su voz—. Haré cuanto pueda al servicio de vuestro pueblo, pero os advierto que no debéis esperar ninguna ayuda espectacular de mí.

No se dio la vuelta porque no confiaba en sí mismo. ¿Habría visto algo de Rhalina en aquella muchacha únicamente debido a que su necesidad de Rhalina era tan grande? Y si se trataba de eso, ¿qué derecho tenía a amar a Medhbh si sólo amaba en ella cualidades que imaginaba percibir?

La mano de plata tapó el bordado del parche del ojo, y los dedos fríos e incapaces de sentir nada tiraron de la tela que Rhalina había adornado con su aguja de bordar. Cuando volvió a hablar, Corum casi gritó.

—¿Y qué hay de los Fhoi Myore? ¿Vienen ya?

—Todavía no. De momento lo único que ha ocurrido es que la niebla se espesa, y eso es una señal inequívoca de que se encuentran cerca de nosotros.

—¿Es que la niebla les sigue?

—La niebla precede a los Fhoi Myore, y el hielo y la nieve les siguen. El Viento del Este suele indicar su llegada trayendo consigo piedras de granizo tan grandes como huevos de gaviota. Ah, cuando los Ehoi Myore emprenden la marcha, la tierra muere y los árboles se inclinan...

Su voz se había vuelto fría y distante.

La tensión que había empezado a flotar en la atmósfera de la sala estaba aumentando.

—No estáis obligado a amarme, mi señor —dijo de repente Medhbh.

Y entonces Corum se dio la vuelta.

Pero Medhbh ya se había marchado.

Corum volvió a clavar la mirada en su mano de metal y usó la de carne blanda y suave para limpiar la lágrima de su único ojo.

Después creyó oír el débil tañir de las cuerdas de un arpa mabden que sonaba en una parte alejada de la fortaleza creando una música más dulce que ninguna de las que Corum había oído durante toda su vida en el Castillo Erorn, y el sonido del arpa estaba lleno de tristeza.

—Tenéis a un arpista dotado de un inmenso genio musical en vuestra corte, rey Mannach.

Corum y el rey estaban en los baluartes exteriores de Caer Mahlod con la mirada vuelta hacia el este.

—¿Vos también habéis oído el arpa? —El rey Mannach frunció el ceño. Llevaba una coraza de bronce y un yelmo de bronce cubría su canosa cabeza. Su apuesto rostro estaba muy serio, y una chispa de perplejidad brillaba en sus ojos—. Algunos pensaron que erais vos quien tocaba el arpa, Señor del Túmulo.

Corum alzó su mano de plata.

—Esta mano jamás habría podido arrancar notas semejantes a un arpa. —Después alzó la mirada hacia el cielo—. No, el arpista al que oí tocar era mabden.

—No lo creo, príncipe —dijo Mannach—. Bien, en cualquier caso el arpista al que oímos no era ninguno de los de mi corte. Todos los bardos de Caer Mahlod se están preparando para el combate. Cuando toquen oiremos canciones de guerra, no la música que resonó en el fuerte esta mañana.

—¿No reconocisteis la melodía?

—Ya la había oído en una ocasión anterior. Fue en el claro del túmulo, la primera noche en que fuimos allí para pediros que nos ayudarais... Fue lo que nos animó a creer que podía haber algo de verdad en la leyenda. Si no hubiésemos oído la música del arpa, no habríamos seguido con la invocación.

El fruncimiento de ceño de Corum hizo que sus cejas se unieran.

—Los misterios nunca me han gustado demasiado —dijo.

—Entonces supongo que la vida no debe de gustaros demasiado, mi señor.

Corum sonrió.

—Comprendo a qué os referís, rey Mannach; pero siempre he sentido cierta suspicacia ante cosas tan inexplicables como las arpas fantasmales.

No había más que decir sobre el asunto. El rey Mannach señaló el frondoso bosque de robles con la mano. Una espesa neblina se aferraba a las ramas más altas, y mientras la observaban la neblina pareció hacerse todavía más espesa y fue bajando hacia el suelo hasta que muy pocos de los troncos cubiertos de escarcha fueron visibles. El sol brillaba en lo alto del cielo, pero las franjas de nubes que habían empezado a acumularse ante él estaban haciendo que su luz se volviese pálida y débil.

El día estaba inmóvil y silencioso.

No había pájaros que cantaran en el bosque, e incluso los movimientos de los guerreros que aguardaban dentro del fuerte apenas podían oírse. Cuando un hombre gritaba, el sonido parecía amplificarse hasta alcanzar la límpida potencia de la nota de una campana durante un momento antes de quedar absorbido por el silencio. Los baluartes estaban llenos de armas colocadas en pilas: había lanzas, arcos, flechas, piedras de gran tamaño y las bolas de aquella sustancia llamada tathlum que serían arrojadas mediante hondas. Los guerreros empezaron a ocupar sus puestos en las murallas. Caer Mahlod no era un fuerte de grandes dimensiones, pero era una construcción sólida que se agazapaba sobre la cima de una colina cuyas laderas habían sido alisadas hasta darle el aspecto de un cono de enormes proporciones creado por el hombre. Al sur y al norte se alzaban otros conos semejantes, y sobre dos de ellos podían verse las ruinas de otras fortalezas, lo cual sugería que en tiempos Caer Mahlod había formado parte de una fortificación mucho más grande.

Corum volvió la mirada hacia el mar. Allí la neblina se había esfumado y las aguas estaban muy tranquilas, azules y cubiertas de destellos, como si el clima que rozaba la tierra no se extendiera a través del océano; y Corum pudo ver que no se había equivocado al pensar que el Castillo Erorn se encontraba cerca. A unos cinco o seis kilómetros en dirección sur se alzaban los contornos familiares del promontorio y lo que podían ser los restos de una torre.

—¿Conocéis ese lugar, rey Mannach? —preguntó Corum señalándolo con un dedo.

—Nosotros lo llamamos Castillo Owyn, pues se parece a un castillo cuando es contemplado desde lejos, pero en realidad es una formación natural. Existen algunas leyendas sobre él que lo consideran morada de seres sobrenaturales, unas afirman que de los sidhi, otras que de Cremm Croich; pero el único arquitecto que ha dado forma al Castillo Owyn fue el viento, y el mar fue su único maestro cantero.

—Aun así me gustaría ir allí —dijo Corum—. Cuando pueda hacerlo, naturalmente.

—Si los dos sobrevivimos a la incursión de los Fhoi Myore... Mejor dicho, si los Fhoi Myore deciden no atacarnos, yo mismo os llevaré allí. Pero no hay nada que ver, príncipe Corum, y ese lugar se puede observar mejor desde lejos.

—Sospecho que tenéis razón, rey —dijo Corum.

Mientras hablaban, la niebla se había espesado todavía más y había ocultado por completo el mar. La niebla cayó sobre Caer Mahlod y llenó sus angostas calles. La niebla avanzó hacia la fortaleza procedente de todas las direcciones salvo del mar.

Incluso los débiles sonidos del interior del fuerte se desvanecieron mientras sus ocupantes esperaban en silencio a que llegara el momento de descubrir qué había traído consigo la niebla.

Estaba casi tan oscuro como si faltara poco para anochecer. El aire se había vuelto tan frío que Corum, quien llevaba más ropa que cualquiera de los demás, se estremeció y tiró de los pliegues de su túnica escarlata para ceñirlos alrededor de su cuerpo.

Y de repente el aullido de un sabueso emergió de la niebla. Era un aullido salvaje, un sonido de la más pura desolación, que fue coreado por otras gargantas caninas hasta que llenó la atmósfera rodeando la fortaleza llamada Caer Mahlod por sus cuatro costados.

Corum forzó su único ojo intentando distinguir a los sabuesos, y creyó entrever durante un instante una silueta borrosa que se movía debajo de los muros deslizándose por las faldas de la colina. Un momento después la silueta ya se había esfumado. Corum tensó sin apresurarse su arco de hueso y apoyó el extremo emplumado de una esbelta flecha en la cuerda. Después aferró el arco con su mano de metal y usó la mano de carne y hueso para hacer retroceder la cuerda hasta su mejilla, y esperó hasta ver aparecer otra silueta borrosa antes de liberar la cuerda. La flecha atravesó la niebla y se desvaneció. Un horrible alarido estridente brotó del silencio y se convirtió en un gruñido gutural. Después una silueta apareció de repente subiendo a la carrera por la colina en dirección al fuerte. Dos ojos amarillos clavaron su mirada directamente en el rostro de Corum, como si la bestia hubiera reconocido instintivamente la fuente de su herida. Su larga cola peluda oscilaba de un lado a otro mientras corría, y al principio pareció como si tuviera otra cola rígida y más delgada, pero un instante después Corum comprendió que lo que estaba viendo era su flecha, que sobresalía del flanco del animal. Puso otra flecha en su arco. Echó la cuerda hacia atrás, y contempló los ojos llameantes de la bestia. Una boca rojiza se abría ante él y los colmillos amarillentos goteaban saliva. El pelaje era áspero y de apariencia lanuda, y cuando el perro estuvo más cerca Corum se dio cuenta de que era del tamaño de un pony.

Sus feroces gruñidos resonaron en los oídos de Corum, pero siguió sosteniendo la flecha inmóvil en su arco, pues había momentos en los que el telón de fondo de la niebla hacía que resultara difícil ver con claridad.

Corum no había esperado que el sabueso fuese blanco. Su cuerpo era de una blancura resplandeciente que producía una vaga repugnancia apenas se la contemplaba. Sólo las orejas del sabueso eran más oscuras que el resto de su cuerpo, y eran de un rojo reluciente tan intenso como el de la sangre recién derramada.

El sabueso blanco siguió ascendiendo por la ladera de la colina con la primera flecha subiendo y bajando en su flanco a cada salto sin que el animal pareciera darse cuenta de su presencia, y su aullido casi parecía ser un aullido de risa obscena provocada por la anhelante expectación de hundir sus colmillos en la garganta de Corum. Los ojos amarillos estaban llenos de una maligna alegría.

Corum no podía esperar más tiempo, y disparó la flecha.

El dardo pareció viajar muy despacio hacia el sabueso blanco. La bestia vio la flecha e intentó esquivarla haciéndose a un lado, pero había estado corriendo a una velocidad excesiva y sus movimientos carecieron de la coordinación necesaria. Cuando se agachó para salvar su ojo derecho, sus patas se enredaron las unas con las otras, y la flecha se clavó en su ojo izquierdo con un impacto tal que la punta se abrió paso hasta asomar por el otro lado del cráneo.

El sabueso abrió sus enormes fauces mientras se derrumbaba, pero aquella garganta aterradora ya no emitió ningún sonido más. La bestia cayó, bajó rodando unos metros cuesta abajo y acabó quedándose inmóvil.

Corum dejó escapar un suspiro y se volvió hacia el rey Mannach para hablarle.

Pero el rey Mannach ya estaba echando el brazo hacia atrás apuntando una lanza hacia la niebla, donde por lo menos un centenar de sombras blancas se agazapaban, babeaban y gimoteaban proclamando su decisión de vengarse de quienes habían matado a su congénere.

Segundo capítulo

El combate en Caer Mahlod

—¡Oh, hay muchos!

El rostro del rey Mannach estaba nublado por la preocupación cuando cogió una segunda lanza y la arrojó en pos de la primera.

—Hay más de los que nunca había visto antes...

Miró a su alrededor para ver cómo se estaban comportando sus hombres. Ahora todos habían emprendido una frenética actividad contra los sabuesos. Hacían girar las hondas, disparaban flechas y arrojaban lanzas. Caer Mahlod había quedado rodeado por los sabuesos.

—Sí, hay muchos... Puede que los Fhoi Myore ya se hayan enterado de que habéis venido en nuestra ayuda, príncipe Corum, y quizá estén decididos a destruiros.

Corum no replicó, pues acababa de ver a un enorme sabueso blanco que se deslizaba con el cuerpo pegado a la misma base de la muralla y que estaba olisqueando la entrada que había sido obstruida con un gigantesco peñasco. Se asomó por encima del baluarte sacando medio cuerpo al vacío y disparó una de sus últimas flechas, acertando a la bestia en la parte de atrás del cráneo. El sabueso gimió y huyó corriendo entre la niebla. Corum no pudo ver si había logrado acabar con él. Aquellos sabuesos parecían muy difíciles de matar. La niebla y la escarcha hacía que resultaran casi invisibles, y lo único que se podía ver de ellos eran sus orejas color rojo sangre y sus ojos amarillos.

Enfrentarse a ellos habría seguido siendo difícil incluso si sus cuerpos fuesen de un color más oscuro. La niebla se fue haciendo todavía más espesa. Atacaba las gargantas y los ojos de los defensores irritándolos de tal manera que éstos no paraban de pasarse la mano por la cara para librarse de aquel vapor blanquecino, y escupían a los sabuesos por encima de los muros mientras intentaban expulsar de sus pulmones la fría humedad que se aferraba a ellos impidiéndoles respirar. Pero los defensores eran valientes, y no flaqueaban. Lanza tras lanza salía disparada hacia abajo. Flecha tras flecha trazaba un arco cayendo sobre las filas de aquellos perros siniestros. Sólo los montones de bolas de tathlum seguían sin ser utilizados y Corum hubiese querido saber por qué, pero el rey Mannach no disponía de tiempo para explicárselo. Por desgracia las flechas, las lanzas y las rocas ya empezaban a escasear, y sólo unos pocos perros blancos habían muerto.

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