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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (31 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Marcus dejó el cuaderno porque le pareció ver algo detrás de un aparador. Había un portón de hierro. Se acercó y lo abrió.

Un viento rabioso irrumpió en el cuarto. Él se asomó al exterior y vio que se trataba de una entrada que daba a una callejuela lateral completamente desierta. Nadie podía notar si alguien entraba o salía. Seguramente, durante los años fue perdiendo su utilidad, pero Federico Noni había aprendido a sacarle partido.

«¿Dónde está ahora? ¿Adónde ha ido?» La pregunta resonó de nuevo en la cabeza de Marcus.

Cerró la puerta y regresó rápidamente sobre sus pasos. Una vez en el comedor, se puso a hurgar por todas partes. No le importaba dejar huellas, sólo temía no llegar a tiempo.

Se fijó en la silla de ruedas. En un lado había un bolsillo para guardar objetos. Metió la mano y encontró el móvil.

«Es listo —se dijo—. Lo ha dejado aquí porque sabe que, aunque esté apagado, podría servir para que la policía lo localizara.»

Eso significaba que Federico Noni había salido de casa para entrar en acción.

Marcus controló las últimas llamadas. Había una de entrada, de una hora y media antes. Reconoció el número porque lo había marcado aquella misma tarde.

«Zini», se dijo.

Pulsó la tecla de rellamada, esperando que el policía ciego respondiera. Sin embargo, nada: sonaba en vano. Marcus colgó y, con un sobrecogedor presentimiento, se precipitó fuera de la casa.

21.34 h

Mientras se contemplaba en el espejo del baño de la vivienda temporal de la Interpol, Sandra repasaba todo lo que había sucedido esa tarde después de su encuentro con el penitenciario.

Estuvo vagando durante casi una hora por las calles de Roma, dejándose llevar por el viento y los pensamientos, sin preocuparse del riesgo que corría tras la emboscada del francotirador de esa misma mañana. Mientras permaneciera rodeada de gente, estaría segura. Al cabo de un rato, volvió con Shalber. Se esperó un poco en el rellano antes de llamar, intentando retrasar lo máximo posible la reacción del funcionario, sus reproches y quejas por que hubiera desaparecido durante tanto tiempo. Pero en cuanto le abrió la puerta, pudo leer el alivio en su rostro. Para ella fue una sorpresa, en realidad no se esperaba que se preocupara por ella.

—Gracias al cielo, no te ha ocurrido nada —fueron sus únicas palabras.

No sabía qué decir. Se esperaba un millón de preguntas y, en cambio, Shalber se conformaba con un escueto resumen de la visita a Pietro Zini. Sandra le entregó el expediente del caso Figaro que recibió del anciano policía, y el funcionario lo hojeó buscando algo que pudiera conducirlos a los penitenciarios.

Pero no le preguntó por el motivo de su prolongada tardanza.

La invitó a lavarse las manos, porque la cena estaría lista dentro de poco. Después, regresó a la cocina y descorchó una botella de vino.

Sandra abrió el grifo del lavabo y, de nuevo, se quedó contemplando su reflejo durante unos instantes. Tenía profundas ojeras y los labios agrietados, por su costumbre de mordérselos cuando estaba tensa. Se pasó los dedos por el pelo enredado y buscó un peine en un pequeño armario. Encontró un cepillo en el que había cabellos de mujer atrapados, larguísimos y castaños. Volvió a acordarse del sujetador que vio por la mañana en el reposabrazos del sillón del dormitorio de la vivienda temporal. Shalber se había justificado diciendo que el apartamento era un lugar de paso, pero ella no había podido evitar notar su turbación. Estaba segura de que el hombre conocía perfectamente la procedencia de esa prenda íntima. Evidentemente, no podía molestarle que en la cama donde se había despertado hubiera estado otra mujer, tal vez sólo unas pocas horas antes. Lo que la irritaba era que Shalber intentara justificarse, como si aquello pudiera tener algún interés para ella.

En ese momento se sintió estúpida.

Tenía envidia, no había otra explicación. No podía soportar la idea de que el resto del mundo practicara sexo. Pronunciar esa palabra, aunque fuera en el secretismo de su mente, fue liberador. «Sexo», se repitió. Tal vez porque se le había negado esa posibilidad. No era que hubiese un impedimento específico, pero una parte de ella sabía que era así. Una vez más, le pareció escuchar la voz de su madre: «Cariño, ¿quién iba a querer irse a la cama con una viuda?» En efecto, parecía una especie de perversión.

Volvió a considerarse una estúpida porque perdía el tiempo con tales pensamientos. Así que se propuso ser práctica. Llevaba un buen rato en el baño y Shalber podía recelar, tenía que darse prisa.

Le había hecho una promesa al cura y tenía la intención de mantenerla. Si la ayudaba a identificar al asesino de David, destruiría las pruebas que conducían a los penitenciarios.

En cualquier caso, por el momento era mejor guardar los indicios en un lugar seguro.

Se volvió hacia el bolso que se había llevado al baño y que había depositado sobre el retrete. Cogió el móvil y comprobó que hubiera espacio suficiente en la memoria fotográfica. Tenía las fotos que había hecho en la capilla de San Raimundo de Peñafort. Estaba a punto de borrarlas, pero lo pensó mejor.

Alguien había intentado acabar con su vida en aquel lugar, las imágenes podían ayudarla a descubrir quién había sido.

Entonces sacó del bolso las fotos de la Leica, incluida la del cura con la cicatriz en la sien que Shalber no conocía. Las dispuso en fila sobre una repisa. A continuación, las fotografió una a una con el móvil: era mejor tener una copia, como precaución. Cogió una bolsa de plástico transparente con cierre hermético e introdujo las cinco fotos. Apartó la tapa de cerámica que cubría el depósito de agua y sumergió la bolsa.

Llevaba diez minutos sentada en la pequeña cocina del apartamento, observando la mesa puesta y a Shalber ocupado en los fogones, con las mangas de la camisa subidas hasta los codos, un delantal atado a la cintura y un paño colocado en el hombro. Silbaba. Se volvió y la descubrió ensimismada.


Risotto
al vinagre balsámico, salmonetes en papillote, ensalada de col lombarda y manzanas verdes —anunció—. Espero que sea de tu gusto.

—Sí, claro —dijo ella confusa.

Aquella mañana le había preparado el desayuno, pero hacer un par de huevos revueltos no significaba que supiera cocinar. En cambio, ese menú denotaba cierto amor por la buena mesa. Estaba admirada.

—Esta noche dormirás aquí —aquella afirmación no admitía objeciones—. No es prudente que vuelvas al hotel.

—No creo que me suceda nada. Y, además, tengo todas mis cosas allí.

—Pasaremos a recogerlas mañana por la mañana. En la otra habitación hay un sofá muy cómodo —insistió con una sonrisa—. Naturalmente, ya me sacrificaré yo.

Poco después, Shalber sirvió el
risotto
en los platos y comieron casi en silencio. A Sandra también le gustó el pescado, y el vino tuvo el poder de relajarla. No como cuando, tras la desaparición de David, se encerraba en casa por la noche y se aturdía bebiéndose una copa de vino tinto tras otra hasta que el sueño la rendía. Esta vez era distinto. No creía que todavía pudiera ser capaz de compartir una comida decente con alguien.

—¿Quién te enseñó a cocinar?

Shalber engulló un bocado y bebió un sorbo de vino.

—Aprendes a hacer muchas cosas cuando estás solo.

—¿Nunca has tenido la tentación de casarte? La primera vez, por teléfono, me dijiste que estuviste a punto en un par de ocasiones…

Sacudió la cabeza.

—El matrimonio no es para mí. Es cuestión de perspectiva.

—¿Qué quieres decir?

—Todos tenemos una visión de la vida, proyectada en el futuro. Sabes cómo funciona, ¿no? Igual que en un cuadro: hay elementos situados en primer plano, otros al fondo. Estos últimos son tan necesarios como los primeros, en otro caso la perspectiva no se daría y tendríamos sólo una figura plana, por tanto, poco realista. Pues bien, las mujeres de mi vida están entre bastidores. Son indispensables, pero no tanto como para merecerse la primera fila.

—Y ese lugar ¿quién lo ocupa? Además de ti, obviamente —lo picó Sandra, con tono de burla.

—Mi hija.

No se esperaba su respuesta. Shalber parecía satisfecho por su silencio de desconcierto.

—¿Quieres verla? —Cogió la cartera y empezó a buscar por los departamentos.

—¡No me dirás que eres uno de esos papás que van con la foto de su hijita en el bolsillo! Ostras, Shalber: tú te has propuesto dejarme pasmada —dijo con tono irónico. En realidad, aquello le inspiraba ternura.

Le mostró la fotografía arrugada de una niña con el pelo rubio ceniza, exactamente como el suyo. También había heredado de él los ojos verdes.

—¿Cuántos años tiene?

—Ocho. Es maravillosa, ¿verdad? Se llama Maña. Le encanta el ballet y va a la escuela de danza clásica. En cada ocasión, ya sea Navidad o cumpleaños, pide un cachorro. Quizá este año se lo regale.

—¿Puedes verla a menudo?

El rostro de Shalber se ensombreció.

—Vive en Viena. No tengo muy buena relación con su madre, la tiene tomada conmigo porque no me casé con ella —se rió—. Pero cuando tengo algo de tiempo, voy a buscar a María y me la llevo a montar a caballo. Le estoy enseñando, como mi padre hizo conmigo cuando tenía su edad.

—Es bonito por tu parte.

—Cada vez que vuelvo con ella tengo miedo de que ya no sea lo mismo. De que, durante mi ausencia, nuestra relación se haya enfriado. Puede que ahora todavía sea demasiado pequeña, pero ¿qué pasará cuando sólo le apetezca estar con sus amigos? No quiero ser una carga para ella.

—No creo que suceda —lo consoló Sandra—. Normalmente, las hijas les reservan ese comportamiento a sus madres. Mi hermana y yo estábamos locas por nuestro padre, aunque por culpa del trabajo estábamos pocas veces juntos. Es más, quizá por eso lo idolatrábamos. Cada vez que estaba a punto de volver, se respiraba una extraña felicidad en casa.

Shalber asintió, agradecido por su comentario tranquilizador.

Sandra se levantó y empezó a recoger los platos para meterlos en el fregadero. Él la detuvo.

—Será mejor que te vayas a la cama. Ya me ocupo yo.

—Entre los dos acabaremos antes.

—Insisto, déjamelo a mí.

Sandra se quedó boquiabierta. Todas aquellas atenciones la asustaban. Alguien se ocupaba de nuevo de ella. Ya no estaba acostumbrada.

—Cuando me llamaste por teléfono, te odié al instante. No podía imaginar que dos noches después estaríamos cenando juntos y mucho menos que cocinarías para mí.

—¿Eso significa que ya no me odias?

Sandra se sonrojó, abrumada. Él estalló en una carcajada.

—No bromees conmigo, Shalber —lo reprendió.

Él levantó las manos en señal de rendición.

—No lo pretendía, perdóname.

En ese momento le pareció extremadamente auténtico. Lejos de la imagen antipática que se había hecho de él.

—¿Por qué te importan tanto los penitenciarios?

Shalber se puso serio.

—No cometas tú también ese error.

—¿Qué significa «tú también»?

Pareció arrepentirse de haber formulado mal la frase e intentó corregir sus palabras.

—Ya te lo he explicado: lo que hacen va en contra de la ley.

—No me trago esa historia de la ilegalidad, lo siento. No es sólo eso. ¿Qué hay detrás?

Era evidente que Shalber intentaba ganar tiempo. Con esa actitud prudente no hacía otra cosa más que confirmar que lo que le había contado por la mañana en referencia a la penitenciaría sólo era una parte de la historia.

—De acuerdo… No es una gran revelación, pero creo que lo que voy a contarte podría explicar el motivo por el que murió tu marido.

Sandra se puso rígida.

—Continúa.

—En realidad, los penitenciarios ya no deberían existir… Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia disolvió su orden. En los años sesenta, la
Paenitentiaria Apostólica
se reorganizó con nuevas reglas y nuevos responsables. El archivo de los pecados pasó a ser secreto. Los sacerdotes criminólogos cesaron sus actividades. Algunos regresaron a la formación, otros se opusieron y fueron suspendidos a divinis, los insumisos fueron excomulgados.

—Entonces, cómo es posible que…

—Espera, antes déjame terminar —la interrumpió Shalber—. Cuando la historia parecía haberse olvidado de ellos, los penitenciarios reaparecieron. Sucedió hace bastantes años, de modo que en el Vaticano alguien sospechó que, en realidad, muchos de ellos habían fingido obediencia al dictado del papa con el único objetivo de continuar el trabajo de manera encubierta. Y así era. A la cabeza de este reducido grupo había un sacerdote croata: Luka Devok. Fue él quien ordenó instruir a los nuevos penitenciarios. Quizá obedecía a su vez a alguien que, en las altas esferas eclesiásticas, decidió reconstruir la Penitenciaría. En cualquier caso, era el único depositario de una serie de secretos. Por ejemplo, sólo Devok conocía la identidad de todos los penitenciarios. Todos ellos lo obedecían únicamente a él e ignoraban quiénes eran los demás.

—¿Por qué lo dices en pasado?

—Porque Luka Devok está muerto. Ocurrió hace más o menos un año, le dispararon en la habitación de un hotel de Praga. En ese momento, la verdad salió a la luz. El Vaticano se apresuró a echar tierra sobre una situación que podía volverse peligrosa y comprometida.

—No me extraña: es típico de la Iglesia intervenir para acallar los escándalos.

—No se trataba únicamente de eso. La sola idea de que algún alto cardenal hubiera encubierto a Devok durante todos esos años los hacía temblar. Desoír una orden del pontífice equivale a un cisma irremediable, ¿lo entiendes?

—Entonces, ¿cómo pudieron retomar el control de la situación?

—Bien —se congratuló Shalber—. Veo que empiezas a comprender cómo funcionan este tipo de dinámicas. Digamos que sustituyeron en seguida a Devok por un hombre de confianza, un portugués: el padre Augusto Clemente. Es muy joven, pero cuenta en su haber con una vasta experiencia. Los penitenciarios son todos dominicos, mientras que Clemente es jesuita. Otra escuela de pensamiento, mucho más pragmática y menos inclinada al sentimentalismo.

—De modo que ese cura es el nuevo jefe de la Penitenciaría.

—Pero su tarea también es la de identificar a todos los penitenciarios ordenados por el padre Devok y devolverlos a la Iglesia. Por ahora sólo ha encontrado a uno: el hombre que viste en San Luigi dei Francesi.

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