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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (14 page)

BOOK: En alas de la seducción
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—Nadie. Es decir...

—¿Cómo se llama?

Cordelia tuvo el impulso de taparle la boca, pero se contuvo y empezó de nuevo:

—Si me permite...

—¡Cállese! —bramó Newen.

No quería escuchar esa voz ronca deliciosa que le erizaba el vello de la nuca.

Cordelia estalló.

—¡Y cómo voy a explicarle nada si no me deja hablar! ¡Cállese usted primero!

La sorpresa ante el genio de la muchacha dejó a Newen con la boca abierta.

Y a Cordelia temblando. ¿Qué sabía ella de ese hombre brutal? Ya bastante malo era cuando él creía que ella era su ayudante, y ahora...

Una nueva inquietud vibró en su pecho. Estaba sola, en la cima de un monte aislado, en medio de la tormenta más desaforada que hubiese visto, frente a un hombre que la miraba como si quisiera devorarla... no sabía bien si de pura rabia o qué.

Le llevaba treinta centímetros, por lo menos. Su espalda era tan ancha que ocultaba el fuego que había detrás. Y su único aliado parecía ser un perro lobo que, a lo sumo, tendría su lealtad dividida entre los dos.

Sus dientes empezaron a castañetear. Quiso controlarse, sin poder evitar que también sus labios temblaran. ¡Parecería que estaba haciendo pucheros! Enojada consigo, Cordelia se esforzó por mirarlo con la misma dureza que él y mantener la voz bien firme.

—Mi presencia aquí no es lo que parece, señor.

—Ah, ¿no? ¿Y qué es lo que parece?

—Quiero decir que vine aquí por una razón.

—Dígala.

—Primero quisiera sentarme.

Cordelia era consciente de lo ridículo de su petición, pero temía desmayarse. Ya sentía las rodillas temblando también.

—No.

—¿Qué?

—Dije... no.

Newen no se había movido un milímetro de donde estaba, dominando a la muchacha con su tamaño, tan cerca que podía rozarla con sus muslos. Tampoco habría podido moverse de haberlo querido. Aquella proximidad lo estaba matando.

—Hable de pie.

—¿Pero por qué? Ahora que sabemos...

—Yo no sé nada, señorita. Usted va a decirme todo, pero va a hacerlo de pie.

—Usted... es un bruto, señor.

El horror de lo que había dicho enmudeció a Cordelia. Temió un rapto de violencia por parte del guardaparque y retrocedió apenas, tratando de poner distancia entre ambos.

Newen percibió el gesto y torció la boca en una mueca que podía ser una sonrisa sarcástica y también un gesto cruel.

—Soy tan bruto como parezco, señorita. Un animal. Por eso vivo aquí solo. Todos me tienen miedo. Usted también. ¿O no me tiene miedo, señorita?

—¡Sí! ¡No! Quiero decir, no, no le tengo miedo. Usted es el guardaparque, ¿no? Si fuera un... un animal, como usted dice, Medina no le habría dado el trabajo. Yo creo que usted es... es un hombre rudo, nada más.

—¿Un qué?

De nuevo la lengua de la muchacha rodaba en una pronunciación extraña y seductora. Era un sonido empalagoso que provocaba retortijones en las entrañas de Newen. Cuando creía que las palabras salían de la boca de un muchacho se había sentido asqueado de sí mismo, y ahora que podía justificarse, la impresión era aun más poderosa. Habría querido saborear esa lengua para comprobar qué tenía de maravilloso, sentir la textura de esos labios carnosos y...

Se enderezó al darse cuenta de que su cabeza había descendido hacia el rostro de la joven, que lo contemplaba hechizada. Le vino a la mente un relato de su niñez solitaria, cuando una maestra de pueblo les había leído el cuento de una cobra que hipnotizaba a su presa para mantenerla quieta y devorarla después.

Se estaba comportando como una cobra.

Pero esta presa en particular no se dejaba hipnotizar así no más, a juzgar por la ligereza con que se escabulló detrás de la mesa de herramientas.

Newen evaluó con rapidez la situación. La mesa ostentaba toda clase de objetos: una pequeña sierra, un punzón, un cuchillo de monte, un martillo y otros elementos contundentes. El brillo en la mirada de la muchacha le dijo que también ella lo había notado y pensaba sacar provecho.

Capturó la mano de Cordelia medio segundo después de que atrapase el martillo. Por Dios, podría abrirle el cráneo con eso. ¡Y pensar que él le había ofrecido su pistola!

Le retorció levemente la muñeca hasta que ella soltó el martillo que cayó sobre la alfombrilla, rozándole el pie vendado. El rostro de Cordelia se volvió más pálido todavía y una mueca torció sus labios aterciopelados, al tiempo que se le aflojaban las rodillas y caía a los pies de Newen. Éste creyó que había sido el causante de su dolor al torcerle la muñeca, a pesar de haber intentado ser cuidadoso, y se apresuró a soltarla. La jovencita seguía de rodillas, sujetándose a sí misma en un ovillo de dolor. Preocupado, Newen se agachó a su lado y quiso levantarla. Fue entonces cuando descubrió las lágrimas rodando por sus mejillas.

No podía haber sido él, no la había sujetado tan fuerte... ¿o sí?

Tal vez fuese un animal, después de todo. Tal vez su naturaleza lo impelía a matar, a dañar, y él creía erróneamente que la misión de proteger los bosques lo podía redimir de todo. Y ahora se sentía indefenso ante el sufrimiento de la muchacha. Ella representaba todo lo que él odiaba desde hacía mucho: el refinamiento, la seducción, la supuesta fragilidad que ocultaba un corazón de acero, el engaño... No quería volver a encontrarse con una mujer de su clase, una blanca segura de su posición en la vida que mirara a los demás desde un pedestal de bienestar y riqueza.

Sólo que esta mujer en particular no demostraba gozar de ninguna de esas cosas en aquel momento. Parecía estar necesitada de algo. Y sufrir.

Newen la tomó con cuidado por debajo de los brazos y le dijo:

—Venga, después hablaremos. Ahora necesita curarse.

Ella lo contempló con los grandes ojos nublados por las lágrimas, sin abandonarse en sus brazos. No confiaba en él.

Newen dulcificó su tono todo lo que pudo, para convencerla.

—No tenga miedo. Dashe no dejaría que la lastimase. Parece que usted le gusta.

La referencia al perro lobo hizo que éste se arrimase a la muchacha caída, procurando lamerle el rostro, como queriendo reafirmar lo dicho por su dueño.

A pesar suyo, Cordelia sonrió. A Newen, esa sonrisa le quitó el aliento. Debía resolver aquello rápidamente.

La levantó en el aire, ahora que ya no ofrecía resistencia, y la depositó con suavidad sobre uno de los bancos junto a la chimenea. Ella permaneció quieta mientras él procedía a desenvolverle los pies llagados. La vista de sus heridas lo conmovió. ¿Cómo había resistido tantas horas en ese estado? Maldijo para sus adentros mientras rebuscaba en un viejo baúl de cuero. Volvió al lado de la joven con un frasco de vidrio verdoso, una pila de paños limpios y un pote de ungüento.

Lavó los pies con cuidado, lamentando cada respingo de dolor de la chica y admirando a la vez su coraje, pues no se quejaba en alta voz ni se mostraba temerosa de lo que él pudiera hacerle.

Después de calibrar la magnitud de las heridas, volcó sobre ellas el contenido del frasco, un bálsamo para el dolor, procurando anestesiar un poco la zona para poder aplicar después el ungüento curativo. Si había dado resultado con Dashe, al que había encontrado más muerto que vivo junto a su cabaña, resultaría también con la mujer.

El proceso duró bastante porque Newen trataba de no ser brusco. Sus manos callosas podían ser sobremanera suaves cuando curaban.

Una vez vendados con gasa los pies delicados, Newen sujetó los extremos del vendaje con apósitos. Por primera vez desde que comenzó su tarea, alzó la vista hacia el rostro de la joven. A la luz del fuego se la veía más sonrosada que momentos antes, aunque mostraba signos de cansancio extremo y, sospechó Newen, de hambre.

Maldijo de nuevo en silencio; lo más probable era que ni siquiera hubiese cocinado en su propia cabaña. Hasta dudaba de que hubiese prendido el fuego.

Procurando mostrarse indiferente le dijo, mientras enrollaba las vendas sobrantes:

—Tengo algo de carne y sopa que quedó de la cena. Si se le ofrece...

Cordelia sintió que su estómago respondía antes que ella. También trató de aparentar indiferencia, sin saber que Newen leía en su rostro como en un mapa.

—Bueno, si no es molestia.

—Espere.

Acercó al fuego los restos de su cena ante la expectativa de Dashe, que se mantuvo junto a él todo el tiempo que duró el proceso de calentar un trozo de asado y un jarro de lata con sopa de vegetales bien espesa. Por lo general, Newen utilizaba las hornallas del anafe para cocinar; esta vez no quería separarse mucho de la deliciosa criatura que, silenciosa, permanecía sentada a su lado. Temía que desapareciera, o que malinterpretara un gesto suyo y huyera. Ni él mismo sabía por qué se mostraba tan considerado. Después de todo, ella lo había engañado con vileza, como no podía ser de otro modo tratándose de una niña mimada de clase alta, dispuesta a correr una aventura de la que podría jactarse después entre sus iguales.

El solo pensamiento lo enfureció a tal punto que el jarro de sopa tembló entre sus manos, derramándose un poco. Dashe acudió de inmediato y con su lengua reparó el pequeño estropicio. Newen lo miró con ceño y después se dirigió a la perturbadora personita que tenía a su lado.

La sopa obró milagros en el desfallecimiento de Cordelia. Le devolvió el espíritu de lucha y apaciguó sus temores. Sentía cómo su estómago se distendía de nuevo y se sorprendió de lo sabrosa que le resultó, a pesar de la rusticidad del servicio.

Con la carne no tuvo tanta suerte. Era dura y correosa, por haber sido recalentada, y le pareció más apropiada para el perro que para ella. Además, Dashe seguía con suma atención sus movimientos. Tal vez esperase que cayera un pedazo, igual que con la sopa.

Observó con disimulo al hombre que tenía enfrente de ella. Acuclillado junto al fuego, descalzo y semidesnudo, la contemplaba sin ningún pudor.

Cordelia se veía obligada a mirar el fuego a veces, o el fondo de su taza, para no chocar con la mirada penetrante del guardaparque. Sin duda, aguardaba una explicación. En cierta forma actuaba como su perro, la acechaba. Sólo que con ánimo distinto. Era evidente para ella que aquel hombre no simpatizaba con la gente y mucho menos con una intrusa que lo había engañado y también amenazado.

Esa presunción aminoró su confianza. Si su amenaza de denunciarlo ante las autoridades no había caído en saco roto, debía haber algo de cierto, algún secreto oscuro que no debía ser revelado.

Al menos él no había intentado deshacerse de ella. Por el contrario, había tratado de restablecerla, curar sus heridas y alimentarla. Sin embargo sus ojos negros seguían aguardando, taladrándola. No iba a desviar su atención, no importaba cuánto tiempo transcurriese ni que la tormenta sacudiese todavía con saña puertas y ventanas.

Cordelia buscó con la mirada una servilleta o algo apropiado para limpiarse las manos y los labios, sin descubrir nada a su alcance. Se dirigió entonces al hombre silencioso con gran educación:

—Por favor, ¿tendría una servilleta para ofrecerme?

La suavidad del tono desconcertó a Newen más que si ella hubiese dado un grito.

La miró sin comprender.

—Para limpiarme, como no usé cubiertos...

Newen cambió su asombro por el desdén. ¡Claro! Debió haber supuesto que la "princesa" desearía restregarle por la cara sus modales. ¿Cómo podría haber esperado otra cosa? Decidió dejárselo bien claro.

—Disculpe, princesa, pero ésta es la casa del guardaparque, no un palacio. Así es como vivo yo.

—Me doy cuenta, señor, pero usar servilleta tampoco es tan, tan...

Lo que hubiere podido decir quedó inconcluso al ver la rapidez con que él se levantaba, le quitaba la taza de las manos y de nuevo la dominaba con su altura, de pie junto al banco.

—Estoy esperando, princesa.

Cordelia levantó sus ojos hacia el rostro duro, aguileño, que había perdido toda suavidad de pronto. No podía dilatarlo más. Tendría que sincerarse. Si el hombre no tenía un corazón de piedra la comprendería. Después de todo, sólo tendría que esperar unos días hasta que llegase Emilio.

Cordelia le hizo sitio en el banco con un gracioso movimiento, como si llevase falda de satén y estuviese sentada en un sillón de terciopelo de algún elegante palacete.

—Por favor... —murmuró.

Él permaneció rígido, plantado frente a ella en una ridícula posición que le exigía a la muchacha mantener la cabeza echada hacia atrás para hablarle.

Entonces, Cordelia lo tomó con audacia de la mano y tironeó de él hacia abajo, pretendiendo decirle con gestos lo que al parecer no entendía con palabras.

El contacto fulminó a Newen. Su control estuvo a punto de romperse como un dique que cede, y el caudal de su deseo, controlado desde hacía rato, bordeó los límites. Retiró su mano con brusquedad.

—No entiende, princesa. Usted no es mi invitada. No vamos a charlar. Usted va a decirme quién es y por qué me engañó antes de que yo la lleve a la oficina de Parques, cuando amanezca.

"¿Llevarla?" No era eso lo que Cordelia tenía en mente. Debía actuar con celeridad y no ofuscar más al hombre salvaje.

—Pero no puedo mirar hacia arriba todo el tiempo, señor. Si me permite levantarme, le diré lo que me pasa sin romperme el cuello.

De nuevo el genio de la muchacha. A decir verdad, lo divertía. Era una extraña mezcla de audacia y arrogancia, en un envase apetecible.

Newen no sabía qué hacer con ella. Arrastró hacia él un banquito de ordeñe, de los que solían usar los antiguos tamberos, y se sentó enfrente de ella, desdeñando la "amable" invitación de sentarse a su lado. Newen no iba a quemarse dos veces con la misma llama.

Cordelia carraspeó para empezar su discurso y Newen recordó que ella solía carraspear seguido cuando fingía ser un hombre. Ese recuerdo endureció su gesto y provocó resquemores en el corazón de la muchacha, que se lanzó a hablar de manera atolondrada.

—Verá, mi abuelo es un hombre muy rígido, señor. Un poco como... usted. Y mi hermano y yo vivimos con él desde pequeños. Él nos quiere, por supuesto, aunque a veces no está contento con nosotros, sobre todo con Emilio, mi hermano.

Newen tuvo que hacer grandes esfuerzos por seguir el hilo del relato. No entendía por qué aquella mujer empezaba a contarle cosas de su abuelo, ni entendía la razón de que se hubiese presentado como Emilio la primera vez. Y, lo que era peor, la pronunciación extraña lo estaba volviendo loco. Mantuvo la mirada clavada en el rostro de la muchacha para no perder detalle de sus gestos y así poder descubrirla en una mentira.

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