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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (10 page)

BOOK: En alas de la seducción
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Al salir, la frescura del aire nocturno golpeó sus mejillas y se coló a través de los pliegues del amplio suéter que tan bien ocultaba sus curvas. Se rodeó con los brazos, trémula, y emprendió el regreso en la oscuridad hacia su casucha, donde sólo la aguardaba el frío de las paredes y un catre desnudo.

También envuelto en sombras, Newen observaba la figura que se alejaba de su casa con aire triste. No quería compadecerse del muchacho, pero si era cierto lo que le había contado, estaba allí por simple y pura necesidad.

Igual que él, cuando salió a buscar trabajo tiempo atrás. Saberlo le provocaba cierta lástima que no quería sentir.

Inspiró profundamente hasta llenar el pecho con el frío nocturno y luego soltó el aire, al tiempo que tomaba una decisión. Trataría de ser paciente. Le daría al chico su oportunidad. Si después de intentarlo veía que no daba resultado, entonces resolvería qué hacer con él. Tal vez pudiera recomendárselo a alguien para un trabajo administrativo, menos esforzado. No podía condenarlo a una vida de miseria sin concederle la ocasión de demostrar sus aptitudes. Dudaba de que las tuviera, pero debía ser honesto y esperar. De todos modos, sería inflexible con él. El muchacho debía saber desde el principio que la vida de un guardaparque es dura y sin concesiones, que no importa el hambre ni la sed cuando hay trabajo de por medio y que la montaña es áspera y fría. Tendría que olvidarse de las comodidades a que estaba acostumbrado. Para él había sido más fácil, pues jamás había gozado de lujos ni mucho menos, pero sospechaba que aquel chico delgado de aspecto frágil había sido demasiado mimado. Un cambio de fortuna lo habría empujado a trabajar en algo para lo que no parecía muy apto.

Eso era todo lo que él debía pensar. Enseñarle a trabajar.

Capítulo VII

—Y aquél es el cerro del Viento, cerca del límite oeste del parque. Más allá hay un río, en la zona de alerces. Ya después se entra en la cordillera. Mi patrulla llega hasta el río, nada más.

La voz hueca del guardaparque resonaba en los oídos zumbantes de Cordelia mientras trepaban uno más de los cincuenta senderos rocosos que habían recorrido esa mañana. Los oídos le zumbaban por la altura y también por el hambre, ya que al amanecer sólo había podido comer una de las golosinas que todavía conservaba en el abrigo. Cuando Newen se presentó a las cinco fu punto frente a su cabaña completamente pertrechado para la jornada que les aguardaba, Cordelia apenas terminaba de envolver sus pies con las vendas de su botiquín para calzarse las botas nuevamente.

Fastidiado por la demora en su primer día de trabajo, aquel hombre la había paseado sin piedad por toda el área que le correspondía vigilar, subiendo y bajando, cruzando arroyos, brincando sobre piedras al tiempo que le señalaba sitios peligrosos, escondrijos frecuentes de los cazadores, árboles tres veces centenarios que debían ser preservados y un sinnúmero de detalles que Cordelia ya ni recordaba.

De no haber sido por los restos del chocolate que pellizcaba de su bolsillo, estaría desmayada, rodando colina abajo entre los pedruscos y las malezas.

Él, en cambio, se veía vigoroso y sin rastro de cansancio o de hambre. Había oído decir que los indios de aquellas regiones eran muy resistentes a los fríos y a las inclemencias de la naturaleza salvaje, pero comprobarlo con la propia experiencia era muy distinto. Parecía sobrehumano.

—Ésta es una zona de lagos más pequeños. No hay muchos turistas, por eso mismo vienen los cazadores. Piensan que nadie los molestará. Nuestra misión es molestarlos, precisamente. ¿Sabe disparar?

Cordelia se detuvo en seco. No se le había ocurrido. Sospechó que su respuesta sería decisiva, así que mintió con rapidez.

—Sí, pero armas pequeñas.

Newen frunció el ceño.

—¿Cómo de pequeñas?

—Bueno... —dudó antes de hacer un gesto con ambas manos, como midiendo el aire—. Así, más o menos.

Incrédulo, Newen se giró hacia su supuesto ayudante y lo encaró con furia contenida. Se iba olvidando de su propósito de ser paciente a medida que transcurría el día.

—¿De qué calibre?

Cordelia trató de recordar la vitrina de la biblioteca de su casa, donde el abuelo mostraba orgulloso su colección de armas, tanto antiguas como modernas. Le vino a la mente la imagen de un revólver pequeño que siempre le había gustado porque parecía de juguete, con el caño corto y labrado, y la culata graciosamente curva. El abuelo había escrito con su puntiaguda letra: KORA Bmo 22, WMR.

—Eh... veintidós —respondió, más resuelta.

Newen resopló con desprecio.

—¿Carga armas de dama?

—Dije que eran pequeñas, ¿no?

—¿Y la trajo?

—¿Cómo?

—Dije —y aquí Newen remarcó las sílabas como si Cordelia fuese estúpida— si la trajo con usted.

—Bueno,
vraiment...
eh, quiero decir, pensé que me darían una aquí.

Había salido del paso airosamente, a juzgar por la expresión concentrada del hombre, que parecía reflexionar sobre algo.

—Claro, necesita autorización. Habrá que hablar con Medina sobre eso.

"Medina." Cordelia recordaba bien el nombre al que ella había dirigido la carta.

—Mientras tanto, puede usar una de las mías.

"¿Una qué?", empezó a preguntarse Cordelia, justo antes de que Newen extrajera de su cinturón una pistola descomunal y se la presentara de culata.

Cordelia titubeó. No sabía ni de qué modo tomarla. Además, los guantes le bailaban de grandes y eso le dificultaba los movimientos. Instintivamente, metió ambas manos en los bolsillos de sus anchos pantalones de gabardina.

—Prefiero observarlo a usted primero —aseguró con falsa desenvoltura—. Sólo para comprobar las diferencias.

Newen arqueó una ceja oscura con escepticismo. No sabía usar armas. Pensándolo bien, aquello podía ser una ventaja. Aquel chico era capaz de liquidarlo en un descuido, o de liquidarse él mismo. Lo sometería a otras pruebas antes de decidir su suerte. Enfundó su pistola sin decir palabra y echó otra vez a caminar, cuidando de dejar una brecha bastante grande entre él y su ayudante. El muchacho tenía algo que lo perturbaba. Se lo veía arrogante y vulnerable a la vez, y esa combinación era desconcertante.

Al cabo de cuatro horas de intensa caminata, Newen decidió detenerse para tomar un refrigerio. Acostumbraba a llevar encima todo lo que necesitaba, así que se sentó sin preámbulos adentro del círculo que formaban unas grandes piedras y, extendiendo las largas piernas, sacó de su alforja un paquete de papel blanco que desenvolvió con rapidez.

Cordelia observó fascinada el pan crujiente y dorado, y los trozos de queso y jamón que le siguieron. Indiferente a la mirada anhelante de su aprendiz, Newen mordisqueó el pan y el queso alternadamente, mientras sus ojos impenetrables recorrían el entorno.

Estaban a cierta altura, pues aquellos senderos subían y bajaban a través de un claro formado por piedras blancas y grandes, rodeado de arbustos de color castaño que mostraban flores rosadas y pequeñas entre sus ramas espinosas y creaban un marco delicado que Cordelia podría haber apreciado mejor si no hubiera estado fatigada y hambrienta.

Pese a ello, notó que la figura corpulenta del guardaparque contrastaba con la belleza del lugar. Era un hombre de ésos que pisan con sus botas las flores de los jardines sin advertir siquiera el daño.

Newen no estaba tan ajeno a la presencia de su ayudante, quien no había pasado la tercera prueba, la de la previsión. No debería haber salido a patrullar sin provisiones. Uno nunca sabía dónde lo sorprendería una contingencia, ya fuera una tormenta o un accidente.

Mientras masticaba su pan, observaba la actitud hostil del muchacho, sin duda ofendido por no haber sido invitado a compartir el almuerzo.

¡Que aprendiera! Su mejor maestro serían sus propios errores. Y ya había cometido bastantes.

Fingiendo entrecerrar sus ojos a causa del sol, Newen pudo ver cómo aquel desmañado ayudante volvía a meter las manos en los bolsillos del pantalón, bolsillos bastante grandes como para alojar allí dos o tres almuerzos, y permanecía de pie frente a él, aparentando contemplar el paisaje. Más abajo, el rumor del arroyo recordaba que aquélla era todavía una época agradable del año, antes de que la nieve y el frío silenciaran los ríos y los pájaros.

Vio cómo el chico se hacía pantalla con una mano para otear la lejanía y, en ese contraluz, su silueta se perfilaba esbelta. De nuevo sintió la incomodidad que le provocaba su presencia y se incorporó, disgustado.

—Vamos al arroyo —anunció.

Cordelia se sobresaltó al oírlo. El cansancio y el hambre la habían llevado a tal situación de fragilidad que temía desplomarse si se movía demasiado rápido. Pero ya Newen estaba descendiendo por otro sendero hacia el agua que se deslizaba metros abajo. Ella lo siguió, tambaleante. Sólo la furia contenida hacia ese desconsiderado que había engullido una apetitosa vianda sin ofrecerle ni una migaja la sostenía en pie. Tenía que demostrarle de qué pasta estaban hechos los Ducroix.

Al llegar al arroyuelo, Newen se quitó las botas de cuero y sumergió los pies en el agua cristalina. Era de un verde tan intenso que parecía una joya reluciente bajo el sol. Los destellos hipnotizaron a Cordelia, que se acercó lentamente sin medir la distancia que le convenía mantener con aquel bárbaro.

—Refrésquese. Le va a hacer falta.

Los grandes ojos grises lo contemplaron sin comprender. Newen los miró: el chico tenía los ojos plateados.

El día anterior, el ofuscamiento y la sorpresa no le habían permitido verlo con detenimiento, además de que el maldito gorro de lana siempre parecía caerle sobre la cara. En ese momento, bajo la luz del sol del mediodía y con el reflejo del agua relampagueando sobre su rostro pequeño, aquellos ojos lucían extraordinarios.

Esa vez fue Newen quien carraspeó, apresurándose a dirigir su vista hacia el arroyo. En un movimiento rápido, se despojó de su chaqueta de cuero y su camisa leñadora, dejando a la vista un torso magnífico, esculpido por la vida al aire libre y el trabajo, de color tan moreno como su rostro aguileño.

Cordelia lo contempló atontada, con un dejo de inquietud que le cosquilleaba en el pecho. ¿Qué estaba por hacer aquel hombre?

La respuesta fue el chasquido de un cuerpo contra el agua. Antes de que la joven atinase a desviar la mirada, el guardaparque se había despojado también de los pantalones junto con los calzoncillos y se había zambullido de cabeza. Al parecer, aquel hombre no perdía tiempo al desvestirse. Poseía el arte de sacarse las prendas de a dos.

Todavía no había tenido tiempo de ruborizarse, cuando Newen emergió de las aguas con el grueso cabello negro hacia atrás y los musculosos brazos formando círculos en la superficie.

La miraba a ella. Directamente.

—Vamos, tírese. El agua está fresca, pero linda.

Fue entonces cuando Cordelia comprendió que aquella misión se le estaba yendo de las manos. Acostumbrada a resolver sus problemas y los de su hermano desde que eran pequeños, ella había alimentado una suficiencia de carácter que le permitía emprender cualquier aventura sin pestañear. Era la parte fuerte de los gemelos.

Émile representaba el ingenio agudo y mordaz, encerrado en un cuerpo hermoso pero débil, mientras que Cordélie había desarrollado un coraje y una entereza que le habían permitido sostenerse en su orfandad y sostener a su hermano también.

Los cuidados de la tía José, una mujer dulce pero temerosa de la ira del abuelo, habían colmado de mimos los primeros años de los gemelos. Sin embargo, desde que tenía doce años, Cordelia había librado sola sus batallas, incluso contra el abuelo, un hombre tiránico que se parecía bastante a ella.

Ese plan había nacido del impulso de Cordelia y del amor por su hermano. Quería reivindicarlo ante los ojos del abuelo, demostrarle a aquel viejo cascarudo que Emilio era capaz de ganarse la vida y, sobre todo, de realizar un trabajo físico.

El abuelo menospreciaba la debilidad de Emilio. A pesar de que el muchacho poseía una inteligencia brillante, al viejo señor Ducroix le molestaba que su descendencia fuera enfermiza. El asma infantil de Emilio y sus continuas recaídas y fiebres lo irritaban, así como lo fastidiaba que las cualidades que él apreciaba se manifestaran más en la niña que en el varón.

Aquellos nietos suyos habían caído bajo su responsabilidad a muy temprana edad y sin que él tuviera la mínima idea de qué hacer con ellos. A la muerte de los padres de Emilio y Cordelia, su hija Joséphine había reclamado la tenencia de los pequeños, temerosa de que la familia inglesa de la madre lo hiciera antes. Pero ningún reclamo había venido del lado inglés. O no sabían de la existencia de los gemelos, o no les interesaba saber. Así fue como los dos querubines, con sus cabellos platinados y sus mejillas rosadas, pasaron a ser parte de la mansión Ducroix, una especie de fortaleza moderna, con salones que no se usaban, laberínticos pasillos, imponentes dormitorios y reglamentos a toda hora.

Las exigencias habían fortalecido a Cordelia y minado el carácter de Emilio, un joven sensible que heredaba sin duda el temperamento del padre. El único hijo varón del abuelo Ducroix tampoco había colmado las expectativas del anciano y ahora veía con disgusto repetirse aquellas debilidades en el nieto.

Desde el agua, Newen observaba con atención a su ayudante, que tenía la mirada desenfocada, como si no oyese ni entendiese nada. Lo único que faltaba a ese desastre era que también fuese lerdo de mente. Sin embargo, no lo parecía. Él había captado los destellos de ira que el muchacho se esforzó por ocultar en ese día.

Había en aquel chico algo más de lo que dejaba ver.

Newen quería seguir poniéndolo a prueba para tomar su decisión. Quería comprobar si sabía nadar. Vadear un arroyo en épocas de deshielo era un asunto peligroso al que habría que enfrentarse más de una vez. Además, siempre cabía la posibilidad de tener que acudir al rescate de un turista o incluso de un maldito cazador, si sufrían un accidente. El muchacho tendría que arriesgarse y Newen quería ver de lo que era capaz.

—¡Vamos! No podemos estar todo el tiempo acá.

La voz del guardaparque sacó a Cordelia de su ensimismamiento. Urgía hacer o decir algo. Carraspeó.

—En otro momento. Hace frío.

La carcajada de Newen borboteó entre la espuma.

—¿Frío? —se burló—. Usted no sabe lo que es el frío, señor...

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