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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (7 page)

BOOK: En alas de la seducción
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Cordelia supuso que aquel hombre debía estar mostrándole un galpón donde dejar sus bolsos y dirigió sus ojos hacia otra construcción, algo alejada, que se veía más sólida, si bien conservaba el tipo rústico.

Iba a decir algo amable sobre aquella linda cabañita que veía, rodeada de enseres y con aire confortable, pero la voz gutural que ya conocía se anticipó cortante:

—Su casa, a partir de ahora.

Y aquella mano morena señalaba la choza que se alzaba delante de ellos.

Cordelia abrió mucho los ojos, olvidando por un segundo quién pretendía ser, y exclamó con disgusto:

—¿Esto?

Por toda respuesta, el salvaje silbó suavemente mientras le volvía la espalda y enfilaba hacia la otra casa, que cada vez le resultaba más atractiva a Cordelia

La bestia gris lo siguió, mirando hacia atrás, como lamentando la separación.

Y cuando ya creía que iba a estallar de rabia, la alcanzó un último comentario, debilitado por la distancia:

—Cuando esté instalado, venga a mi cabaña que le enseñaré sus tareas. En diez minutos. Hemos perdido demasiado tiempo.

Capítulo V

Instalarse no le llevó mucho, tomando en cuenta que no había lugar alguno donde guardar nada, así que Cordelia pudo cumplir con el plazo fijado por aquel energúmeno.

A medida que se aproximaba a la cabaña del guardaparque y mientras se afirmaba en su modo de caminar tantas veces estudiado —un paso hacia fuera, otro hacia el lado contrario, bamboleándose apenas—, la joven fue estudiando el entorno en el que viviría un corto tiempo.

No podía decirse que no fuera bello. El otoño se había anticipado, iluminando de oro y cobre los árboles que trepaban las laderas. Abajo, en el valle donde corrían las aguas verdes del Limay, se veían retazos de bosque, arbustos de rosa mosqueta y una alfombra amarillenta que se extendía hasta los primeros promontorios rocosos. El cielo deslumbraba con su nitidez absoluta. Parecía iluminado desde atrás con un tono azul zafiro. El humo blanquecino de algunas chimeneas se diluía, impregnando el aire de olor a leña y a cenizas.

Desde la colina donde se encontraban, podía contemplarse todo el despliegue exuberante del bosque y también la desnudez de las montañas.

Cordelia tenía la sensación de no poder abarcar tanto, ni con la vista ni con el olfato, pues el ambiente estaba saturado de esencias, sombras y luces que cambiaban a medida que el sol se desplazaba. Las montañas, plateadas al amanecer, se habían vuelto azules mientras ella ascendía la colina y en el mediodía ostentaban un resplandor dorado prestado por las lengas que crecían en la base.

No sabía qué actitud tomar frente a la casa del guardaparque. Un muchacho como el que ella pretendía ser habría entrado sin más protocolo, anunciándose con una palabra o un golpe en la puerta entreabierta. Ella no podía permitirse esa indiscreción. A riesgo de parecer extrañamente tímido, aguardó un instante junto al tronco partido que servía de escalón en el umbral. Observó que del marco de la puerta colgaban unas cuerdas con semillas agujereadas y enhebradas en hilos de colores. Ofrecían el aspecto de una original cortina de paso, pintoresca y rústica. ¿La habría puesto el propio guardaparque? ¿O tendría una esposa que se encargaba de esos menesteres? Ese detalle en la decoración de la vivienda no le parecía congruente con la personalidad que el hombre había demostrado hasta entonces.

También encontró agradable el montoncito de leña colocado al descuido junto a la entrada, así como el balde de estaño lleno hasta el borde de zarzas oscuras. Daban la sensación de vida doméstica, de rutinas diarias y cierto confort.

¿La invitaría a pasar su reciente anfitrión?

Newen Cayuki. Sonaba bien raro el nombre. Sin duda, era un indio de pura cepa.

Un pensamiento la asaltó: ¿cómo se llevaría con su hermano? Decidió que ella tendría que allanarle el camino, creando una relación cordial con el futuro jefe de Emilio. Su hermano era un muchacho agradable, de risa fácil, pero ella bien sabía que sus caprichos y cambios de humor podían impacientar y hasta enfurecer a otras personas. El abuelo era prueba de ello. Muchas veces había actuado como mediadora en sus disputas y no siempre con éxito. Suspiró al recordar los ríspidos detalles de la relación entre M. Ducroix y su nieto. Sí, sin duda era esencial que Emilio pudiera desempeñarse bien en ese trabajo, para que su abuelo cambiara la opinión que tenía sobre él. Y esto sólo dependía de ella en esos momentos.

Con más decisión se acercó a la cortinilla ondulante de la entrada y llamó, usando la voz ronca que había aprendido a impostar.

El primero en acudir fue Dashe, aparentemente dichoso de volver a verla. Cordelia extendió con cautela una mano enguantada para tocarlo, tratando de disimular el temor que todavía le producía la enorme cabeza plateada. El movimiento de su cola fue alentador. Dashe entrecerró sus ojos amarillos mientras se apretaba contra la cadera de la muchacha. El interludio duró poco, pues Newen apareció de súbito en el marco de la puerta.

—Entre.

Los modales del hombre no habían cambiado.

"No importa", se dijo Cordelia, "yo voy a ser amable, por Emilio".

Pasó entre las cortinas de lana y semillas que el brazo fuerte de Newen sostenía apartadas y, al hacerlo, rozó sin querer el torso ancho y tenso del guardaparque.

Un estremecimiento la recorrió entera, como si una brisa fría la hubiera calado hasta los huesos. Pudo disimular la sensación mientras caminaba hacia el interior de la cabaña y fingía observar todo a su alrededor. Por eso no advirtió la expresión de desconcierto con que Newen seguía sus movimientos. El hombre mantenía el ceño fruncido cuando se acercó para darle indicaciones. Comenzó a mirarla con detenimiento, lo que impulsó a Cordelia a volverse hacia la chimenea y contemplar con repentino interés las paredes, como si estuviese admirando cuadros o bellos tapices que, por supuesto, allí no existían.

Newen se aproximó más. Podía presentir su mirada de águila fija en su nuca y hasta percibir el aliento sobre su cuello, a pesar de la bufanda.

—¿No tiene calor?

La pregunta inesperada la sobresaltó. Debió haber previsto respuestas para la curiosidad que despertaría su atuendo. A principios de otoño, si bien los días eran frescos, todavía no se necesitaban las prendas abrigadas del invierno.

Cordelia mantuvo la compostura mientras ensayaba una respuesta casual, como si el tema no importase demasiado.

—En realidad, soy algo friolento.

—Claro.

¿Era una burla? El comentario había sonado sarcástico, pero Cordelia no quería tomarlo así, para evitar que surgiera antipatía entre ellos.

—Salí del hotel tan temprano que sentí frío. Pero ahora el clima ha mejorado.

Newen seguía con el ceño fruncido. Algo no marchaba bien. Su instinto de depredador, acostumbrado a acechar a los cazadores furtivos y a descubrir trampas en la espesura del bosque, no lo engañaba. Algo, no sabía qué, resultaba incongruente en ese escuálido muchacho que le habían enviado. Podía ser su forma de hablar, demasiado educada tal vez, o su acento extranjero.

La palidez de su cara también era curiosa. Un joven que se atreviese a solicitar el puesto de ayudante en un Parque Nacional, sabiendo que implicaría pasar noches enteras al descubierto, jornadas de caminatas y de ascenso a los cerros, debería estar más curtido. A menos que el chico fuese un ignorante.

Pero Medina no cometería un error tan grande. ¿O sí? De nuevo pensó en las razones que pudo haber tenido su jefe para reclutar a aquel muchachito de aspecto frágil.

—Siéntese. Le explicaré sus tareas.

Cordelia miró alrededor y vio un banco de madera cercano a la chimenea. Había un fuego pequeño que entibiaba ese rincón, de modo que se acomodó allí tratando de sentarse como lo haría un joven, al descuido, con las piernas abiertas y aire indolente. Al parecer, sobreactuó la pose, pues aquel hombre la contempló un momento más, ceñudo como siempre, antes de sentarse a su vez en el suelo, justo enfrente.

Mantuvo los ojos fijos en ella mientras le enumeraba sus obligaciones.

—Usted vivirá en la otra casa. Le llevaré todo lo que necesite. Yo estoy acostumbrado a vivir solo y no tiene sentido que nos molestemos. El calentador y la cafetera puede llevárselos ahora mismo, si quiere prepararse un café o algo. Normalmente salgo a patrullar antes del amanecer, así que llevo conmigo un almuerzo. Haga usted lo mismo porque las jornadas son largas. Le daré un mapa con las rutas que deberá seguir. Por supuesto, el primer día vendrá conmigo —el gesto de disgusto dejaba bien en claro que eso sería una tortura para él— porque tengo que mostrarle algunas cosas. Después, cada uno seguirá su recorrido en forma independiente. A menos que surjan problemas, no hay necesidad de que actuemos juntos, ¿entiende?

Ese punto parecía de vital importancia para él. Cordelia escuchaba en silencio y sin moverse, a medias entre la fascinación y la ira. Su sangre había empezado a bullir al comprender que ese hombre hostil quería deshacerse de ella lo más pronto posible, relegarla a una casucha inmunda y no volver a hablarle a menos que fuese indispensable.

Al mismo tiempo, la calidez del fuego, combinado con el estómago vacío desde hacía horas y cierto hipnotismo que le producía la mirada fija y penetrante del guardaparque, le estaban causando un adormecimiento extraño que la inmovilizaba y la aflojaba a la vez. Parpadeó confusa y ese mínimo gesto provocó una reacción abrupta en el hombre que tenía enfrente.

—¡Arriba! —ordenó, levantándose él mismo con rapidez.

El respingo de Cordelia casi la tumba de espaldas, pero pudo rehacerse y levantarse, cumpliendo su papel masculino conforme lo tenía ensayado.

Sin saber bien qué había sucedido, siguió a aquel hombre insufrible hasta la salida de la cabaña. Medía un metro ochenta y cinco, por lo menos, pues su cabeza rozaba el dintel de la puerta y debía inclinarla para pasar con comodidad. Sus hombros anchos eran también imponentes, pero lo que le daba un aire salvaje era la cabellera larga hasta la mitad de la espalda, renegrida y sujeta por una cuerda en una coleta. Los rasgos eran duros, esculpidos sin mucha gracia en un rostro moreno que, sin embargo, poseía una belleza de otra clase, relacionada con la fuerza más que con la armonía.

Un gesto duro mantenía casi siempre apretados los labios —que ella había mirado hipnotizada mientras le hablaba—, bien formados y sensuales. La nariz, su rasgo más marcado, le daba aspecto de depredador, asimilándolo al ave de presa, como si su carácter se definiese a partir de su similitud con el águila cazadora. En cuanto a los ojos, negros y oblicuos, no permitían desentrañar secretos. Él los mantenía fijos e impenetrables, cerrados para las miradas de los otros.

El conjunto resultaba intimidante. Y si Cordelia no hubiese estado obligada a desempeñar ese papel en bien de su hermano, habría huido ese mismo día de allí.

Su determinación comenzó a flaquear a medida que iba compartiendo las horas con su jefe indio. Se sentía insegura con respecto a la actitud que le convenía tomar: si se mostraba débil él la despreciaría —como parecía haber hecho cuando la conoció—, y si pretendía fingir arrojo o destreza, quizás haría el ridículo, a la vez que despertaría sospechas.

Se mantuvo a prudente distancia mientras él le mostraba el catre en que dormiría y la apremiaba a llevarlo en ese mismo momento a su cabaña. Al repetirle la sugerencia, que más bien parecía una orden por el tono con que fue dada, Cordelia captó la magnitud del problema. Sin duda, él esperaría que ella tuviese la fuerza suficiente para levantar aquel catre y cargarlo sobre su hombro, cuando en realidad la única forma de llevarlo era arrastrándolo a través del pasto. Prefirió esto a tener que pedirle ayuda a su verdugo, de modo que se arremangó un poco el pulóver, que le quedaba enorme, y comenzó a tironear del artefacto.

Escuchó un chasquido detrás de sí, algo que podría haber sido tanto un escupitajo como un gesto de fastidio. Esperaba que hubiese sido lo último.

Una mano como tenaza la sujetó del codo para apartarla, con tal brusquedad que Cordelia trastabilló y debió aferrarse al propio catre para no caer. Newen ya estaba cargando su cama sobre un solo hombro y caminando con largas zancadas hacia la cabaña que le estaba destinada, cuando Cordelia reaccionó sin poder contenerse:

—¡Eh! Usted, pedazo de...

El aire se congeló entre ellos cuando Newen se detuvo y giró hacia ella, con el catre firmemente sujeto por un solo brazo. Cordelia se paró en seco.

Las palabras que iba a pronunciar se desvanecieron. Él la miraba con tal hostilidad, desafiándola a que continuara con lo que estaba diciendo, que la muchacha se encogió y comenzó a tartamudear.

—Usted... debe dejar que yo... yo lo haga, señor.

Newen permaneció plantado con las piernas abiertas en medio de la pradera que se extendía detrás de la casa. Si hubiera sido un animal, sin duda la habría olfateado, pues tenía las narices dilatadas y los ojos alerta, como si aquellas palabras dichas en medio de un estallido le hubiesen advertido sobre algo que él ya sospechaba. Con humildad, Cordelia bajó la cabeza —único modo de ocultar su rubor— y caminó hacia la cabañita, dándole a entender que delegaba en él la tarea de cargar su cama.

Después de aquel suceso, el silencio se prolongó de manera incómoda entre ellos, mientras Newen arrimaba el catre a la pared y arrojaba encima dos mantas gruesas y coloridas.

En aquel momento el sol que se colaba por la única abertura de la casita la alegraba un poco, pero su aspecto seguía siendo desolador en cuanto a la falta de comodidades. No había luz eléctrica, por lo que el farol colgado de un clavo en la pared sería su única compañía en la solitaria oscuridad de las noches. El calentador aún estaba en la cabaña principal, de modo que, además del propio equipaje de Cordelia, no había otra cosa en esa vivienda que un cesto de mimbre colmado de pequeños troncos junto a una abertura de chimenea de forma curva, una especie de cuevita que anidaba ya un haz de leña recién cortada.

Al menos él había tenido la deferencia de cortar leña para ella. Ésa era una contingencia en la que Cordelia, dispuesta a hacer lo que fuese por su hermano, no había pensado. Ella no podía cortar leña. ¿Cuándo se daría cuenta de eso su torturador jefe? A menos que tuviese la suerte de que la leña se comprase en el pueblo, aunque tampoco veía un vehículo donde pudiera transportarla, así que la joven imaginó un gran problema en el futuro.

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