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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (3 page)

BOOK: En alas de la seducción
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El perro lobo se había acercado una noche al patio de tierra de su cabaña, goteando sangre de una fea herida en el anca derecha. Una mordida que a Newen le recordó la marca que dejaban los pumas en el ganado, allá en las tierras donde él vivió en otro tiempo. Pero ya no se veían grandes gatos en el territorio de Los Notros.

El puma había padecido el destino de todo lo salvaje: si no se domestica, desaparece. Y como la naturaleza domesticada deja de ser salvaje, desaparece de todos modos.

Newen curó la herida del enorme perro con delicadeza y prudencia. No lo abordó enseguida porque, aunque estaba herido y buscaba ayuda, era un animal salvaje y desconfiado. Lo dejó arrimarse al abrevadero y dormir en la leñera, tumbado sobre los troncos recién cortados. Al segundo día, mientras limpiaba de malezas el patio trasero, observó con el rabillo del ojo cómo el perro lo vigilaba anhelante. Entonces dejó como al descuido un trozo de carne fría sobre el banco de afilar. Esa noche, el perro durmió junto a la entrada de la cabaña, alerta a los movimientos del hombre en su interior.

Al tercer día, cuando Newen estaba listo para emprender su recorrida, el animal lo miró con expresión sufriente. Newen se agachó lentamente hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. Comenzó a balancearse con suavidad, hacia delante y hacia atrás, murmurando una letanía con voz ahuecada y profunda hasta que el perro, hipnotizado, se dejó caer de lado. Sin abandonar esa lengua extraña, Newen se acercó con cautela y pasó una mano abierta sobre el flanco de la bestia herida.

Como si presintiese que aquello era bueno para él, el perro se entregó manso al dolor. Newen sacó de su zurrón la mezcla molida que ya tenía preparada desde el día anterior y la extendió suavemente sobre la zona lastimada. El polvo actuaría como desinfectante para poder aplicarle después el otro mejunje, un ungüento hecho con aloe vera que ayudaría a cicatrizar. Si el animal se lo permitía, probaría sujetarle el emplasto con una tela alrededor del anca.

De este episodio que los había unido para siempre hacía ya tres años.

Newen no permitiría que nada ni nadie interfiriera en su relación con Dashe. Las pocas veces en que él bajaba al pueblo, lo hacía solo y siempre regresaba antes del anochecer. Jamás nadie subía a su refugio. Ni siquiera sabían a ciencia cierta dónde se encontraba. Desde el valle no se veía la cabaña, que estaba construida en la ladera opuesta y oculta por un bosquecillo de arrayanes.

Y, por supuesto, Newen no invitaba a nadie. No deseaba compañía.

Por eso lamentaba tener que pedir ayuda a Medina. Lo último que quería era compartir su refugio con otra persona, pero sabía que las cosas habían llegado al límite.

También por eso trabajaba en la leñera hasta el anochecer. Había empezado a construir una segunda vivienda, lo más alejada posible de la suya, para el nuevo ayudante. Si su pedido no era escuchado, de todos modos resultaría útil como depósito de herramientas o algo parecido.

La nueva cabaña no era más que una habitación minúscula con una sola ventana, orientada hacia el poniente de manera que no pudiera verse su propia casa desde allí, con suelo de tierra apisonada y techo de coihue. Suficiente para un muchacho que supiese apreciar las ventajas de un trabajo y un plato de comida. Él no vivía mucho más holgadamente tampoco.

Su refugio, de forma rectangular y mirando al sur, había sido edificado de acuerdo con los principios que seguían sus antepasados cuando levantaban sus toldos. Sólo que, en su caso, la cabaña poseía paredes de gruesos troncos firmemente atados en lugar de palos y el techo no era de cuero de guanaco, sino de un delicado entramado de caña del que él estaba especialmente orgulloso. En el interior, el único ambiente había sido dividido en dos niveles: el salón, presidido por la chimenea de piedra, y el altillo, al que se ascendía por una escalerita de troncos limados que se apartaba por las noches. Las únicas aberturas, además de la puerta, eran una ventana que permitía vigilar el sendero de acceso a la cima, y otra, mucho más pequeña, como una concesión al sol del este, que dibujaba círculos dorados en el piso todas las mañanas.

Newen no precisaba más. Aun lo que tenía era demasiado para él, pero no iba a tolerar que otro compartiera su refugio, fuera quien fuese. Su soledad era sagrada y más valía que el nuevo, cuando llegase, aprendiera su primera clase de supervivencia: no importunarlo.

No alteraría su modo de vida por nada ni por nadie.

Después de la cena se levantó, malhumorado por sus propios pensamientos y resquemores, se puso su chaleco de lana rústica y salió a la noche a serenarse bajo la luz de las estrellas. Lo invadió el aire frío y cortante de las montañas, embalsamado con los aromas penetrantes del humo y de las agujas de pino.

Respiró hondo, ensanchando su pecho, y dirigió su vista al cielo, donde las estrellas ya habían tejido su encaje rutilante.

Dashe acompañó el silencioso paseo nocturno hasta el camino por el que se bajaba al valle, un sendero apenas, y luego se escabulló entre los matorrales para cazar sus presas.

El pueblo de Los Notros se adivinaba en la lejanía por un resplandor tenue que emergía del fondo del valle. Aunque la luna no había aparecido aún, Newen podía decir con exactitud dónde terminaba el bosque, dónde se abría la primera cascada, o en qué recodo del río los maitenes se inclinaban lo bastante como para rozar las aguas.

Se sintió mejor. "Lo que ha de ser será", se dijo, mientras volvía a su casita iluminada por la calidez de las brasas y el farol que colgaba en la ventana.

Al trasponer la puerta de troncos, el primer rayo de luna recortó su figura corpulenta junto a la silueta flexible y poderosa de un lobo gris de las montañas.

Capítulo II

—¡Padre, mire quién viene!

Don Luis no hizo caso del llamado excitado de su hijo, continuó sudando y refunfuñando en su intento de arrastrar un enorme cajón de manzanas verdes a través de la pequeña tienda de comestibles. Bufando, inclinado sobre el cajón de madera, con su trasero levantado hacia el techo y su cabeza embutida en una boina marrón que desaparecía entre los brazos rollizos y desnudos, el viejo almacenero parecía un torpe animal de los bosques avanzando con dificultad.

Hizo un alto en sus intentos para limpiarse la frente con el dorso de la mano.

De reojo, vio a su hijo menor prácticamente encaramado en el mostrador para observar mejor lo que sucedía afuera. Masculló algo. Aquel chico inútil no le servía de mucho en el trabajo, la verdad. Su madre le había llenado la cabeza con ideas de estudiar carreras cortas que le permitieran trabajar en el pueblo con los turistas, que cada día llegaban en mayor número. Ahora ella estaba muerta y él debía lidiar con un muchacho desmañado que no había desarrollado el suficiente sentido común para comprender que uno debía apañarse con lo que hubiera a mano, en este caso, el almacén de su padre, que bien provistos los tenía. Gracias a él comían a diario, pagaban sus deudas y se daban algún que otro gusto, como tomarse vacaciones en la ciudad después de la alta temporada.

Arrastró el cajón un corto trecho más y se detuvo para doblar su cintura hacia atrás, dolorido.

Fue entonces cuando lo vio.

Comprendió la excitación de su hijo, después de todo. No todos los días se veía la gallarda figura del ayudante de guardaparque en el pueblo. A decir verdad, ni siquiera en vísperas de fiesta.

—¿Cuándo vino por última vez?

—Ni idea —respondió Don Luis, frotándose el lugar donde ya empezaba a sentir los síntomas de lumbago.

—¿Fue para Navidad, padre?

—Qué va, hace mucho más.

—¿Más? ¡Pero no puede ser! Se habría muerto de hambre —exclamó consternado el muchacho.

Se adivinaba cierta admiración en su tono, como si el personaje que estaba a punto de trasponer la puerta de la tienda tuviera algún poder oculto que explicaba su extraña conducta. El padre suspiró resignado. La mañana recién empezaba y prometía ser larga. No le molestaba venderle sus mercancías al ayudante indio del guardaparque, pero su presencia lo ponía nervioso.

Don Luis no simpatizaba con la población indígena del lugar, aunque reconocía que algunos vivían miserablemente. A menudo los acusaban de pequeños robos a los turistas o en las casas, pero mientras no afectase su negocio, la situación con los indios no le interesaba.

El ayudante de Parques era otra cosa. Tenía un trabajo reconocido, no merodeaba por los alrededores ni se emborrachaba como otros y su actitud huraña lo volvía misterioso a los ojos de todos los pueblerinos. Don Luis había observado que nadie se metía con él. Tampoco había muchas oportunidades para hacerlo. Podían contarse con los dedos de las manos las ocasiones en que Newen Cayuki bajaba al pueblo de Los Notros. Ésta, al parecer, iba a ser una de ellas.

Tomasito seguía mirando, pasmado, la figura impresionante del puelche hasta que se recortó sobre el zaguán, mitigando la claridad creciente de la mañana.

Las campanillas de la puerta vibraron y Newen entró en la estancia junto con una bocanada de aire frío. Movió la cabeza en señal de saludo y en dos zancadas estuvo junto al mostrador. Tomasito, que seguía encaramado, echó su boina hacia atrás y sonrió.

—Buenas —le dijo en tono campechano.

Newen le dirigió una mirada no exenta de simpatía que sorprendió un poco a Don Luis. El tendero dejó el cajón de manzanas a medio camino entre el mostrador y la trastienda y ocupó su sitio para atender al recién llegado. Éste no parecía tener prisa y dejó vagar sus negros ojos por el recinto, como evaluando qué podía haber allí que le interesara. Después de una breve inspección, fijó su vista en el rostro sudoroso del dueño que, a pesar suyo, sintió cierta debilidad, como si los ojos del indio lo atravesasen hasta la nuca, y dijo con voz bronca:

—Lo de siempre.

Don Luis suspiró. Pretendía que recordase su compra de la última vez, probablemente de cinco meses atrás. Para ganar tiempo mientras pensaba, se colocó un delantal gris sobre la barriga prominente y azuzó a Tomás para que fuese separando mercancías.

—A ver, tráeme la lata del tabaco.

El chico corrió presuroso hacia la estantería del fondo, donde se alineaban frascos, latas y bolsas de arpillera en pintoresco desorden.

La "esquina" de Don Luis conservaba el típico aspecto del almacén de ramos generales de la campaña, remozado a través de los años. Estaba en el cruce de calles que dividía al pueblo de la zona rural. Podía decirse que se alzaba al comienzo o al final de la civilización, según de qué lado se lo mirara.

Era un edificio rectangular, pintado a la cal, que ostentaba en el techo de tejas una caña alta con una banderita en el extremo, un resabio de los tiempos en que la pulpería atraía a los gauchos del desierto desde lejos, anunciando la oportunidad del descanso y el jolgorio. De aquella época quedaba sólo un tosco banco de madera bajo el alero y el palenque, justo enfrente de la ventanita cuadrada, todavía enrejada como entonces. Don Luis había tratado de disfrazar los rasgos de pulpería para dar a su negocio un toque más moderno y, dentro de lo posible, distinguido. No había tenido mucho éxito. Todavía se notaban las marcas de ganado que en sus tiempos los paisanos hacían a cuchillo en las paredes, pese a las pintadas con cal de cada verano. Y aunque la esquina ya formaba parte del damero urbano, su condición de mojón en el desierto se denunciaba en los detalles del interior: una reja de madera recorría todo el mostrador a lo largo, separando claramente a los parroquianos del dependiente, lo mismo que otra reja separaba las botellas del alcance de los clientes. En concesión a la modernidad, Don Luis había agregado algunas mesitas de madera con sus sillas, invitando a los visitantes a permanecer como si su local fuese confitería.

Tenía que reconocer que había sido ingenuo al intentarlo. Sólo algún que otro cliente perezoso se sentaba allí a degustar un licor mientras se le preparaba el envío y, en esos casos, era más molestia que ganancia, porque con su cháchara solía aburrirlo hasta el cansancio.

Su esposa, que Dios tuviese en su gloria, había tenido razón al vaticinar que, con pueblo y todo, aquello no dejaba de ser un páramo. Casi se desmaya la pobre la primera vez que vio el ancho foso con que, en tiempos de guerra, se trataba de mantener a raya al indio. Se extendía alrededor de la pulpería como un aro de protección, pero Don Luis se había apresurado a rellenarlo. De todas maneras, todos sabían que allí estaba, lo mismo que el mangrullo construido más de cien años antes para avistar a los "malones" a lo lejos.

¿Cómo se verían aquellos indios que atacaban las poblaciones que se atrevían al desierto?

Don Luis miró el rostro serio de Newen, con sus pómulos altos y anchos y la nariz orgullosa. Fieros, sin duda, los indios. Meterían mucho miedo.

Al final, el peso de la historia había caído sobre ellos. Los malones fueron retrocediendo, haciéndose menos frecuentes y, debilitado por el contacto con el blanco, el indio perdió su tierra y su dignidad. El ayudante de guardaparque parecía conservarla. Erguido y con la frente alta, miraba lo que Tomasito iba amontonando sobre el mostrador.

—Yerba, sal, azúcar... Hay galleta, no sé si...

—Póngala.

—Bueno, hmm... Tengo miel de caña y de la otra, no sé...

—No.

—Entonces, sólo esto y el tabaco, ¿no?

—¿Papel de fumar, señor? —intervino Tomasito entusiasmado.

Al chico le maravillaba saber que Newen armaba sus propios cigarros, a la vieja usanza. Para Don Luis era un engorro. En lugar de venderle sus paquetes de cigarrillos, tenía que proveerse de tabaco suelto y papel de hilo. No era el único que prefería liarse sus cigarros. Había otros que mantenían las viejas costumbres, pero esos pocos lo obligaban a disponer de tabaco en lata, una molestia poco redituable.

Newen observó los barriles de aceitunas en salmuera y los cajoncitos de pasas de uva e higos. Su frugalidad llegaba al punto de que rara vez probaba algo por el solo placer de disfrutar. Pero Don Luis había traído verdaderas golosinas esta vez y, teniendo en cuenta que no pensaba volver hasta dentro de un mes, por lo menos...

El tendero hundió su mano carnosa en el montón de higos.

—Recién traídos, mire. De lo mejor del otro lado de la cordillera. Sírvase probar uno, si gusta —y extendió la tentadora fruta hacia Newen.

—Ponga de esos también —se limitó a decir el indio.

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