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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (55 page)

BOOK: En alas de la seducción
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Sus pasos lo llevaron cerca del acantilado, un paredón escarpado donde las gaviotas ya habían anidado, y allí permaneció de pie, dejando que la espuma mojase las puntas de sus botas. Pensaba en Cordelia. La muchacha había seguido un impulso, como era su costumbre, y se había introducido en su mundo privado, allí donde nadie sabía quién era él ni lo que hacía. La gente de Pailemán, sencilla y generosa, recibía con alegría cualquier ayuda desinteresada para salvar al cóndor de la extinción, y así era como él, un hombre maldito por sus actos del pasado, había podido encontrar un sendero de rectitud donde redimirse, al menos momentáneamente. La presencia de Cordelia, como de costumbre, lo desbarataba todo. Sus sentimientos por ella lo agobiaban. Todo su ser la reclamaba, pero temía que sus caminos no pudieran cruzarse nunca. Había desafíos que no eran tolerados. En un impulso, había seguido la voz de un sueño, creyéndolo posible y después de esa noche, al percibir la dureza en la mirada de Emilio y la congoja en la expresión de la tía José, aquel sueño le parecía pueril, la fantasía de un niño pobre.

La familia Ducroix había recibido a la descarriada Cordelia, a su regreso de Pailemán, con el cariño verdadero, el que no cuestiona los actos. Pudo apreciar que, para ellos, lo único importante había sido recuperarla sana y salva. Y él, el salvador, había quedado relegado. No formaba parte de aquella comunidad, pese a que creyó ver en el abuelo un atisbo de reconocimiento. Quizá fuese otro de los delirios con que acostumbraba a perseguirlo el Walichu. Emilio se había jactado de adivinar dónde podía hallarse Cordelia, como si Newen necesitase consejos para tropezarse con ella.

Un ruido lo distrajo de su ensimismamiento y volvió la cabeza con su rapidez característica de hombre alerta: Cordelia. Su silueta se perfilaba nítida frente al resplandor lunar. La muchacha caminó resuelta hacia donde él estaba, más envarado que nunca al verla. Cuando llegó a su lado, dejando ella también que la espuma la mojara, sus ojos luminosos le sonrieron.

—Aquí venía yo a esconderme cuando era niña.

Y, sin esperar respuesta, se encaminó hacia el acantilado, bordeando sin temor las rocas más cercanas al mar, que con frecuencia eran cubiertas por el oleaje oscuro. Newen la siguió y ambos se detuvieron en la entrada de una cueva pequeña.

—Por esto se llama Las Cuevas este sitio. Está lleno de ellas. Ésta era mi favorita, pero para Emilio hay otras mejores. Ven.

La mano de Cordelia sujetó el brazo de Newen y tiró de él hacia el interior. Allí adentro, el rumor del mar se hacía más fuerte, como si la roca escondiese el eco del oleaje. Causaba impresión, pero Newen venció el temor a lo desconocido y avanzó, siempre llevado por la mano firme de Cordelia. Al penetrar en la gruta, el aire se volvía más húmedo y la arena cedía bajo los pies. La muchacha se agachó y lo instó a hacer lo mismo.

—Mira —le dijo—, una caracola. Escucha —y le colocó la conchilla nacarada junto a la oreja.

Newen se maravilló al escuchar el mismo rumor melodioso del mar en ese recipiente tan pequeño.

—Es misterioso, ¿no?, cómo la caracola recuerda el lugar de donde vino.

La voz de Cordelia, con su ronroneo tan característico y tan imprescindible para Newen, lo envolvió seductora. Adentro de la cueva apenas se distinguían los rostros, pero Newen adivinaba los contornos de la mujer a la que amaba como si los estuviese dibujando.

La mujer a la que amaba. Eso era.
Kooch,
eso era. Amaba a Cordelia.

Por primera vez en su vida sentía la intensidad de un sentimiento que lo colmaba hasta hacerle olvidar de sí mismo, y que también lo torturaba por la imposibilidad de reconocerlo. No podía amarla. Ella era lo prohibido. Quizá ya no representara lo odiado, pero sí aquello que no podía tener.

—Cordelia.

—¿Sí?

—¿Por qué viniste?

La muchacha contempló la caracola en sus manos y le dio vueltas, sin decidirse a contestar. Newen extendió en la penumbra su mano y con dos dedos le levantó el mentón para poder leer en su mirada.

—¿Por qué viniste a la playa?

Los ojos grises le decían cosas que él no quería creer, que se resistía a aceptar, por miedo y porque era indigno de ellas. Miedo de ser rechazado si malinterpretaba lo que veía y miedo de volver a sentir la ira de la que se sabía capaz.

—Vine a verte.

Newen respiró profundamente antes de formular la siguiente pregunta:

—¿A despedirme?

Notó que la muchacha daba un respingo, sobresaltada.

—¿Te vas?

—Eso depende —Newen estaba siendo parco a propósito, para darse el tiempo de pensar sus palabras con cuidado.

—Si depende de mí, yo no deseo que te marches —susurró Cordelia.

—Éste no es mi lugar, lo sabes.

—Tampoco es el mío. Vengo porque me gusta y todos pueden hacer lo mismo.

Newen sonrió con ironía.

—Eso es típico de los blancos, que van y vienen por todos lados. Nosotros, los indios, somos de la tierra de nuestros antepasados. Por eso muchos de los nuestros enfermaron y murieron cuando los llevaron a otros sitios. Ser indio es difícil en el mundo del blanco, Cordelia, nunca lo olvides.

La mano fría de la muchacha se posó sobre el antebrazo de Newen, enviando oleadas de calor a través de sus venas. El cerró el puño, resistiendo el deseo de extender sus manos y acariciarle el cuerpo, tenderla sobre aquella arena y volver a sentirla debajo suyo, estremecida y dócil como cuando estuvieron juntos en la cabaña. No podría borrar de su recuerdo aquella escena, ni aunque viviera mil años.

—Newen...

Cordelia forzó la vista para captar la enigmática mirada de aquel hombre que la transformaba en otra persona cada vez que la tocaba. Él miraba hacia afuera, donde la playa se platinaba bajo la luna, pero ella sabía que estaba conteniéndose, que quería alejarla. Y no estaba segura de resistirlo.

—Yo no soy india, pero entiendo todo lo que me dices. ¿Por qué es tan difícil compartir tus pensamientos? Si yo puedo hacerlo, ¿por qué tú no? Newen, mírame, por favor.

Él resistió unos segundos más antes de caer nuevamente bajo el hechizo.

—Newen, quiero preguntarte algo y quiero que seas sincero conmigo. ¿Lo serás?

—Jamás miento.

—Bueno, no se trata de mentir sino de aceptar la verdad. Mi abuelo dijo que te había traído para aclarar un asunto, pero no dijo qué asunto. Emilio no quiso contarme nada tampoco y la tía Jose está tan ignorante como yo. ¿Qué le dijiste a mi abuelo?

Newen se mordió el labio hasta hacerlo sangrar. No podía decirle que había arriesgado todo a la posibilidad de un hijo en el seno de ella, no podía. Para su desgracia, Cordelia nunca se había caracterizado por eludir los problemas.

—¿Le dijiste que me estabas buscando para saber quiénes me habían secuestrado? ¿Eso era? ¿Y mi abuelo aceptó traerte hasta aquí sólo por eso? Es raro que el abuelo haya accedido a tu pedido, aunque también es cierto que nuestra partida fue un duro golpe para él. Es viejo y empecinado, sabes, pero hay una parte de él que no quiere que conozcamos, esa parte que enamoró a mi abuela, la artista de teatro. Tía Jose dice que me parezco mucho a ella. No la conocí y no puedo asegurarlo, pero sí sé que la sangre tira, como dice la tía Jose, y la sangre de mi abuela debió haber vuelto loco a mi abuelo, un hombre siempre tan estricto, tan conservador... casarse con una actriz de segunda. Porque no creas que mi abuela era una gran estrella, ¿eh? Sin embargo, tenía lo que mi abuelo necesitaba, al parecer. Creo que todos necesitamos algo que otro tiene para ofrecernos, una persona que, sin saberlo, anda por ahí, deambulando y aguardando también llenar ese hueco con alguien. ¿Crees en eso, Newen?

El guardaparque estaba mareado de escuchar el parloteo de Cordelia. En la oquedad donde estaban, su voz cautivadora reverberaba junto con el murmullo de las olas y estaba produciéndole fiebre. Por cierto, era la digna nieta de su abuela artista. Movía las manos y se contoneaba mientras recitaba y parloteaba, confundiendo la mente y trastornando el cuerpo del que la escuchaba.

—Querías preguntarme algo más.

Cordelia se detuvo y supo que Newen debía estar mirándola con gesto fiero, como solía hacer cuando sentía deseos de estrangularla.

—Sí. Es una pregunta que le he hecho a Emilio y él no supo responderme. Tal vez tenga suerte contigo.

La joven se acomodó frente a Newen dispuesta a no perderse un solo gesto del guardaparque.

—¿Has estado enamorado alguna vez?

Cualquier pregunta que Newen esperara le habría sorprendido menos que ésa.

—No.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar seguro de eso?

—No lo sé, eso es todo.

—Pero entonces...

—¿Qué quieres saber, princesa? ¿Si estoy loco por ti? ¿Si la visión de una mujer blanca me hace perder la cabeza? Tengo algo para decirte. No eres la primera que se cruzó en mi camino. Pero un hombre como yo no debe mirar hacia ese lado. Y no voy a hacerlo esta vez. Esta vez no.

Newen se levantó repentinamente, golpeándose contra la roca del techo y soltando una palabrota, al tiempo que trataba de huir lo más rápido posible de aquel lugar. No vio la expresión conmocionada de Cordelia, porque de haberlo hecho, no habría podido resistir el impulso de consolarla. Salió al fresco del mar, que salpicó su cara y su pecho, pues la marea había subido mientras ellos conversaban, y emprendió el regreso a la playa. Las grandes zancadas le permitieron alcanzar la seguridad de la costa en unos segundos. Cordelia, que había permanecido angustiada un rato más en la gruta antes de salir tras él, no pudo atravesar la rompiente, ya muy crecida y revuelta.

—¡Newen!

El grito apenas se escuchó a través del bramido del mar, pero Newen estaba perdido. Nada concerniente a Cordelia podía serle ajeno ya. Giró sobre sí mismo, justo a tiempo de ver cómo la chica saltaba sin éxito sobre las rocas y caía en medio de la corriente espumosa. Se le paralizó el corazón. A pesar de su nula experiencia en cuestiones marítimas, no dudó en sumergirse, golpeándose con las rocas puntiagudas y resbalando en el verdín, hasta que consiguió sujetar el vestido de Cordelia y tirar de ella. Luego, manteniéndola apretada con firmeza contra su cuerpo, la arrastró hacia la arena de la costa, donde ambos quedaron tendidos, abrazados, jadeando y tosiendo.

—Carajo, Ayinray. No hago más que sacarte de apuros.

Una Cordelia sonriente recibió esas palabras, con el cabello lleno de algas y enredado sobre el pecho y los hombros.

—Eso debe querer decir algo, ¿no?

Newen suspiró. Que el cielo le ayudase, porque él ya no podía luchar con sus sentimientos. Despejó la frente de Cordelia con una mano mientras que con la otra la acomodaba sobre la arena, de espaldas.

—¿Te duele algo?

—No, no... Creo que me serviste de escudo para todos los golpes. Y a ti ¿qué te duele?

El rostro de Newen, muy cerca, no dejaba ver su expresión.

"El corazón", pensó él, aunque no lo dijo.

Cordelia extendió sus brazos para que Newen no pudiese alejarse, y se incorporó a medias, rozando con sus labios frescos la boca del guardaparque. Fue todo lo que necesitaba Newen Cayuki para perderse nuevamente. Atrapó esa boca suave en un beso feroz, urgente, que reclamaba la entrega absoluta. No permitió que la lengua de Cordelia juguetease con la suya. Primero la absorbió hasta causar dolor, manteniéndola junto a su garganta mientras sus manos recorrían entera a la mujer que yacía bajo su cuerpo. Las curvas mojadas de Cordelia lo excitaban, desataban en él una furia posesiva que no había sentido con nadie jamás. Como si entendiese lo que él sentía, Cordelia levantó sus piernas y las anudó alrededor de la cintura del hombre, presionándolo ella también contra su cuerpo, poniéndose a su altura en la pasión, entregando y dando a su vez, palmo a palmo. Newen no la desvistió como antes. Arrolló la falda hasta la cintura y acarició las piernas desnudas que lo envolvían, mientras se acomodaba sobre sus rodillas. Cordelia estaba prendida de él como una garrapata, pero él se las arregló para abrirse el pantalón antes de volver a caer sobre ella. La acarició levemente en su entrepierna para comprobar que estuviese lista y descubrió que lo esperaba con ansias, de modo que con un gemido de satisfacción entró en ella de un solo golpe, penetrándola hasta lo más hondo, sintiéndose completo por primera vez en su vida y a la vez vacío de dolor y de culpa. Aquella mujer lo redimía, le permitía sentirse puro aunque fuese por unos momentos. La miró y, en la oscuridad del rincón donde yacían, vio brillar los ojos grises.

—¿Te estoy lastimando?

Temió causarle tanto daño como la primera vez.

—No, no —aseguró ella con voz quebrada—. Es que soy tan feliz...

—Dios mío...

Newen comenzó a embestirla con furia, sin dejar de observarla, como hacía siempre que quería embeberse de ella. La muchacha resistía sus embates con firmeza y aunque por momentos temía no poder corresponder con el mismo énfasis, compensaba esa diferencia con su dulzura. Acarició la cara de Newen, cumpliendo aquel alocado sueño de seguir el contorno de su mandíbula hasta el lóbulo de la oreja, y dejó que sus dedos finos jugueteasen en esa zona, provocando pequeños estallidos de deseo en el hombre. Luego sus dedos incursionaron en los labios gruesos, hasta que lograron entreabrirlos, y entraron en la boca para acariciarla por dentro. Newen chupó los dedos con fruición y hasta masticó las yemas suaves, sin cuidarse demasiado del dolor que provocaba. Pero Cordelia se sentía tan plena que no hallaba más que placer. En un momento dado, él se mantuvo erguido sobre ella para poder observar la unión de los cuerpos, como para asegurarse de que aquello era real y no un sueño inducido por el Walichu. Cordelia estaba siendo suya otra vez. Él y ella eran uno en esa noche junto al mar. Nada podría quitarle eso, nada. Podría recordar esa noche cuantas veces quisiera.

—Mía... —murmuró con voz ronca—. Mía solamente.

—Sí... y tú eres mío también —dijo ella entrecortadamente, pues estaba llegando al límite de su pasión.

La frase de Cordelia fue una nota discordante en la mente de Newen, antes de que se nublara por completo y perdiera todo contacto con lo que no fuera ella, antes de los empujones finales en el interior de su cuerpo y el estallido prolongado en un grito que el mar absorbió rabiosamente.

La espuma llegó hasta sus pies, enredados en el abrazo final.

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