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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (10 page)

BOOK: En la arena estelar
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—¡Un momento! —dijo Biron.

No lo iba a hacer otra vez. Jonti le había despachado a Rhodia, y la consecuencia había sido conseguir que le condujesen ante los tyrannios. El comisario tyrannio le había despachado al palacio central antes de que hubiese podido dirigirse allí en secreto, con el resultado de que se encontraba sujeto, sin preparación previa, a los caprichos de un títere inseguro. ¡Pero de ahí ya no pasaba! A partir de aquel momento sus movimientos podrían estar estrictamente limitados, pero, ¡por el espacio y el tiempo!, serían los suyos propios. Se sentía muy decidido a que así fuese.

—Estoy aquí por algo que es para mí importante, señor. No voy a marcharme.

—¿Cómo? ¡No seas idiota, joven! —Por un instante fue nuevamente el viejo Gillbret quien se manifestaba—. ¿Crees que conseguirás hacer algo aquí? ¿Crees que saldrás vivo del palacio si esperas a la salida del sol? ¿No ves que Hinrik llamará a los tyrannios y te encarcelarán antes de veinticuatro horas? Y la única razón por la cual esperará tanto es porque le cuesta mucho trabajo decidir cualquier cosa. Es mi primo, y le conozco; puedes estar seguro.

—Y aunque fuese así —dijo Biron—, ¿qué le puede importar a usted? ¿Por qué tiene usted que interesarse tanto por mí?

No iba a dejar que lo manejasen. Nunca más iba a ser el títere huidizo de otro hombre.

Pero Gillbret seguía allí de pie, contemplándole.

—Quiero que me lleves contigo. Soy yo mismo quien me interesa. No puedo soportar por más tiempo la vida bajo los tyrannios. Si Artemisa y yo no nos hemos marchado hace ya mucho tiempo, es solamente porque ninguno de los dos sabe pilotar una nave espacial. Se trata de nuestras vidas.

Biron sintió que su resolución comenzaba a flaquear.

—¿La hija del director? ¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?

—Creo que de todos nosotros es la más desesperada. Para las mujeres existe una muerte especial. ¿Cuál puede ser el porvenir de una hija de un director, que es joven, atractiva y soltera? ¿Y quién puede ser, en los tiempos que corremos, el delicioso galán? Pues solamente un viejo y lascivo funcionario de la corte de los tyrannios que ha enterrado ya a tres esposas.

—¡Pero seguramente el director no permitirá tal cosa!

—El director lo permitirá todo. Nadie se preocupa de su permiso.

Biron pensó en Artemisa tal como la había visto por última vez. Llevaba entonces el cabello peinado hacia atrás desde la frente; caía liso y sencillo, sin más que una onda a la altura del hombro. Piel clara y transparente, ojos negros, labios rojos. ¡Alta, joven, sonriente! Descripción que probablemente correspondía a la de cien millones de muchachas en la galaxia. Sería ridículo permitir que aquello influyese en él. No obstante dijo:

—¿Hay alguna nave a punto?

La cara de Gillbret se arrugó bajo el impacto de una repentina sonrisa. Pero antes de que pudiese decir una sola palabra, llamaron con fuerza a la puerta. No se trataba de una tranquila interrupción del haz de fotones, no era el suave sonido de unos nudillos sobre el plástico. Era un resonar metálico, el trueno avasallador del arma de la autoridad.

—Será mejor que abras la puerta —dijo Gillbret.

Biron así lo hizo, y dos hombres uniformados penetraron en la habitación. El que iba delante saludó a Gillbret con abrupta eficiencia, y luego, encarándose a Biron, dijo:

—Biron Farrill, en nombre del comisario residente de Tyrann y del director de Rhodia, queda usted arrestado.

—¿De qué se me acusa?

—De alta traición.

La cara de Gillbret se torció por un instante con un gesto de infinita perplejidad, y apartó la mirada.

—Por esta vez Hinrik ha ido deprisa, más deprisa de lo que yo había supuesto. ¡Es una divertida idea!

Era otra vez el viejo Gillbret, que sonreía indiferente, y alzaba levemente las cejas, como si estuviera presenciando un hecho desagradable con un ligero sentimiento de pesar.

—Haga el favor de seguirme —dijo el guardia. Biron percibió el látigo neurónico que el otro sostenía con displicencia.

8.- Las faldas de una dama

La garganta de Biron se estaba secando. En lucha limpia podía haber vencido a cualquiera de los guardias. Lo sabía, y ansiaba encontrar una oportunidad. Incluso quizás hubiera podido medirse con los dos a la vez. Pero llevaban látigos, y no hubiese podido levantar un brazo sin que se lo hicieran sentir. Mentalmente se rindió. No podía hacer otra cosa.

—Dejadle que se lleve su capa —dijo Gillbret.

Biron, sorprendido, miró rápidamente en dirección a Gillbret y se retractó de su rendición. Sabía que no llevaba capa.

El guardia que había sacado el látigo juntó los talones en señal de respeto. Señaló a Biron con el látigo:

—Ya ha oído usted al señor. ¡Coja su capa y no se entretenga!

Biron fue retrocediendo lo más lentamente que podía. Llegó hasta la librería y se inclinó, palpando tras la silla en busca de la inexistente capa. Y mientras sus dedos manipulaban el espacio vacío, observaba ansiosamente a Gillbret.

El visisonor no era para los guardias más que un objeto extraño. Para ellos no significaba nada el hecho de que Gillbret manipulase delicadamente los mandos. Biron observó con fijeza la boca del látigo, dejando que llenase su mente. Desde luego, no debía entrar en ella más que lo que viese u oyese (o creyera que veía u oía).

¿Pero por cuánto tiempo?

—¿Está su capa detrás de aquella silla? —preguntó el guardia armado—. ¡Levántese!

Adelantó impacientemente un paso, y se detuvo. Sus ojos se contrajeron de asombro, y miró vivamente hacia su izquierda.

¡Había llegado el momento! Biron se enderezó, lanzándose hacia delante y hacia abajo. Agarró las piernas del guardia y tiró de ellas. El guardia cayó pesadamente, mientras el amplio puño de Biron se cerraba sobre la mano del otro guardia, buscando el látigo neurónico que sujetaba.

El otro guardia llevaba el látigo desenfundado, pero de momento no le servía de nada. Con su mano libre barría furiosamente el espacio delante de sus ojos.

Resonó la aguda risa de Gillbret:

—¿Te molesta algo, Farrill?

—No veo absolutamente nada —gruñó, y añadió—: salvo este látigo que ahora he cogido.

—Bien, entonces vete. No van a detenerte. Sus mentes están llenas de visiones y sonidos que no existen. —Gillbret se apartó saltando por encima de los cuerpos que se retorcían.

Biron liberó sus manos y se alzó. Descargó su brazo precisamente por debajo de las costillas del otro. La cara del guardia se retorció de dolor, y su cuerpo se dobló convulsivamente. Biron se levantó con el látigo en la mano.

—¡Cuidado! —gritó Gillbret.

Pero Biron no se volvió con suficiente rapidez. El segundo guardia se le vino encima, derribándole. Fue un ataque a ciegas. Era imposible saber qué era lo que el guardia creía agarrar. Ciertamente, en aquel instante no sabía nada de Biron. Éste sintió en su oreja la respiración del guardia, y oyó el gorgoteo continuo e incoherente de su garganta.

Biron se retorció tratando de hacer funcionar el arma que había capturado, y se estremeció al contemplar los vacíos ojos que debían estar percibiendo algún horror invisible para todos los demás.

Biron tensó las piernas y desplazó su peso tratando de liberarse, pero todo fue inútil. Tres veces sintió como el látigo del guardia oprimía duramente su cadera, y se estremeció al contacto.

Entonces el gorgoteo del guardia se disolvió formando palabras. Aulló:

—¡Me las pagaréis todos!

Apareció el pálido y casi invisible centelleo del aire ionizado en el trayecto del haz de energía del látigo, que barrió ampliamente el aire y encontró el pie de Biron.

Fue algo así como si hubiese pisado un baño de plomo fundido. O como si hubiese sido separado por el mordisco de un tiburón. En realidad nada le había ocurrido físicamente. Lo único que había sucedido era que los terminales nerviosos que gobernaban la sensación del dolor habían sido estimulados al máximo. El plomo hirviente no podía haber hecho más.

Biron dio un enloquecedor aullido y se derrumbó. Ni siquiera se le ocurrió que la lucha había terminado. Nada importaba excepto el insoportable dolor.

Y, sin embargo, a pesar de que Biron no se había dado cuenta, la presa del guardia se había relajado, y unos minutos más tarde, cuando el joven pudo esforzarse para abrir los ojos y enjugó sus lágrimas, encontró al guardia de espaldas a la pared, tratando débilmente de empujar la nada con sus manos y riéndose estúpidamente. El primer guardia estaba aún tendido sobre su espalda, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba consciente pero silencioso. Sus ojos seguían algo en su trayectoria irregular, y su cuerpo temblaba un poco. Tenía espuma en los labios.

Biron se levantó con dificultad, y se dirigió cojeando hacia la pared. Utilizó el mango del látigo, y el guardia se desplomó. Se acercó entonces al primero, el cual tampoco se defendió; sus ojos continuaron moviéndose silenciosamente hasta que el golpe le dejó inconsciente.

Biron volvió a sentarse y se dispuso a cuidarse el pie. Se sacó el calcetín y contempló con sorpresa la piel intacta. La tocó y gruñó al percibir la sensación de quemadura. Alzó la vista hacia Gillbret, quien había dejado el visisonor y se frotaba una de sus delgadas mejillas con la palma de la mano.

—Gracias —dijo Biron—, por la ayuda de su instrumento. —Gillbret se encogió de hombros.

—Pronto vendrán otros —dijo—. Ve al cuarto de Artemisa, ¡por favor! ¡Pronto!

Biron comprendió que tenía razón. El pie le dolía ya mucho menos, pero lo sentía hinchado y ardiente. Se puso el calcetín y metió el zapato debajo del brazo. Tenía ya un látigo y quitó el otro al segundo guardia, metiéndoselo con dificultad en el cinturón.

Al llegar a la puerta se volvió, y preguntó con una sensación de asco:

—¿Qué les hizo usted ver, señor?

—No lo sé, no puedo controlarlo. No hice más que largarles toda la fuerza posible, y lo demás dependió de sus complejos. No te detengas hablando... ¿Tienes el plano para llegar al cuarto de Artemisa?

Biron asintió con la cabeza y avanzó a lo largo del pasillo. Estaba casi vacío. No podía caminar rápidamente, pues si intentaba hacerlo cojeaba.

Miró su reloj, y recordó entonces que no había tenido aún tiempo de ajustarlo a la cronometría local de Rhodia. Todavía estaba adaptado al tiempo patrón interestelar que utilizaba a bordo de la nave, donde cien minutos constituían una hora, y mil un día. De modo que el número 876 que resplandecía en cifras rosadas en la fría esfera metálica del reloj no significaba nada ahora.

Pero, en fin, debía de ser bien entrada la noche, o por lo menos el período del sueño planetario (suponiendo que los dos no coincidieran), pues de lo contrario los salones no hubiesen estado tan vacíos, y los bajorrelieves de las paredes no hubiesen reflejado la luz sin nadie que los mirase. Tocó uno de ellos al pasar, una escena de coronación, y vio que eran bidimensionales. No obstante, producían la ilusión perfecta de estar separados de las paredes.

Era lo bastante curioso para detenerse momentáneamente a fin de examinar el efecto. Luego recordó que no debía perder tiempo y se apresuró a seguir su camino.

La vaciedad del pasillo le pareció otro signo de la decadencia de Rhodia. Ahora que se había convertido en un rebelde se percataba de todos esos símbolos de declinación. Si hubiera sido el centro de una potencia independiente, el palacio hubiese siempre tenido centinelas y guardianes nocturnos.

Consultó el burdo mapa de Gillbret y dobló a la derecha, avanzando a lo largo de una rampa ancha y curva. En otro tiempo quizás hubo allí procesiones, pero nada de eso quedaría ahora.

Se inclinó ante la puerta indicada y tocó la señal fotónica. La puerta se entreabrió primero, y luego se abrió del todo.

—Entre, joven.

Era Artemisa. Biron entró, y la puerta se cerró rápida y silenciosamente. Biron miró en silencio a la muchacha. Recordaba con cierto malestar que su camisa estaba desgarrada por el hombro, de modo que una de las mangas colgaba suelta, que sus ropas estaban sucias, y que le sangraba la cara. Recordó el zapato que aún llevaba en la mano, lo dejó caer, y metió el pie en él.

—¿Le importa si me siento? —preguntó.

La chica le siguió hasta la silla, y permaneció de pie junto a él, ligeramente molesta.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le pasa en el pie?

—Me hice daño —dijo brevemente—. ¿Está preparada para marcharse?

La muchacha se animó.

—Entonces, ¿va a llevarnos?

Pero Biron no estaba de humor para cortesías. El pie le dolía aún, y se lo sujetó con la mano.

—Mire, lléveme a una nave. Me marcho de este maldito planeta, y si quiere venir conmigo la llevo. La muchacha frunció el ceño.

—Podría mostrarse algo más amable. ¿Se ha peleado?

—Sí, con los guardias de su padre, que querían arrestarme por traición. En eso quedó mi derecho de asilo.

—¡Oh, lo siento!

—Yo también lo siento. No es sorprendente que los tyrannios puedan dominar cincuenta mundos con un puñado de hombres. Les ayudamos. Hombres como su padre harían lo imposible para conservar el poder; olvidarían los deberes básicos de un sencillo caballero... ¡No importa!

—He dicho que lo sentía, señor ranchero. —Empleó el título con frío orgullo—. Le ruego que no se erija en juez de mi padre. Desconoce todos los hechos.

—No me interesa discutirlos. Tendremos que salir apresuradamente, antes de que aparezcan más preciosos guardias de su padre. Bueno, no quiero herir sus sentimientos. Está bien, disculpe.

La aspereza de Biron privaba de sentido a sus excusas, pero, ¡qué diablos!, era la primera vez que le habían herido con un látigo neurónico, y no resultaba precisamente divertido. ¡Y, por el espacio!, le debían asilo. Por lo menos eso.

Artemisa se sintió enojada, y no con su padre, naturalmente, sino con aquel estúpido joven. Pensó que era en verdad muy joven, casi un chiquillo; tal vez era más joven que ella.

Sonó el comunicador, y la chica dijo secamente:

—Espera un momento, ya vamos.

Era la voz de Gillbret, que sonaba lejana.

—Arta, ¿todo marcha por ahí?

—Está aquí —murmuró ella.

—Bien. No digas nada. Escucha. No salgas de tu cuarto. Que se quede contigo. Van a registrar el palacio, y no hay manera de evitarlo. Trataré de pensar algo, pero entre tanto, no te muevas.

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