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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (6 page)

BOOK: En la arena estelar
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Miró al joven con quien se enfrentaba. Era un hombre muy joven, alto y de amplios hombros, en verdad; cara absorta y vivaz, pelo ridículamente corto, lo que era sin duda una afectación universitaria. De un modo extraoficial, Aratap le compadecía. Estaba evidentemente asustado.

Biron no identificó el sentimiento que percibía en sí mismo como «miedo». Si le hubiesen pedido que diese un nombre a tal emoción, la hubiese descrito como «tensión». Toda su vida había considerado a los tyrannios como señores dominantes. Su padre, a pesar de ser fuerte y vital, indiscutido en su propio dominio, respetuosamente escuchado en otros, era callado y casi humilde en presencia de los tyrannios.

Iban de vez en cuando a Widemos en visitas de cortesía, con preguntas sobre el tributo anual que llamaban impuestos. El ranchero de Widemos era el responsable de la cobranza y entrega de tales fondos en nombre del planeta Nefelos, y los tyrannios se limitaban a examinar superficialmente sus libros.

El mismo ranchero les ayudaba a salir de sus pequeñas naves. A las horas de comer se sentaban a la cabecera de la mesa, y se les servía primero; cuando hablaban, toda otra conversación cesaba instantáneamente.

De niño le había extrañado que tales hombres pequeños y feos fuesen tratados con tanta consideración, pero cuando creció se dio cuenta de que para su padre eran lo mismo que su padre era para un mozo de establo. Incluso aprendió a hablarles respetuosamente y darles tratamiento de «excelencia».

Lo había aprendido tan bien que ahora que se enfrentaba con uno de ellos, uno de los tyrannios, se sentía estremecer de tensión.

La nave que había considerado su prisión se convirtió oficialmente en tal el día que aterrizó en Rhodia. Llamaron a su puerta y entraron dos hoscos tripulantes que permanecieron de pie a su lado. El capitán, que les seguía, había dicho secamente:

—Biron Farrill, queda detenido en virtud del poder que tengo conferido como capitán de esta nave, y le retengo para ser interrogado por el comisario del Gran Rey.

El comisario era este pequeño tyrannio que estaba ahora sentado frente a él, al parecer distraído y desinteresado. El «Gran Rey» era el Khan de los tyrannios, que vivía aún en el legendario palacio de piedra de su planeta patrio.

Biron miró furtivamente a su alrededor. No le habían sujeto físicamente en modo alguno, pero junto a él se encontraban cuatro guardias vestidos con el azul pizarra de la policía exterior tyrannia, dos a cada lado. Estaban armados. Un quinto policía, con la insignia de comandante, se sentaba junto al escritorio del comisario. Este habló por primera vez:

—Como ya debe saber —su voz era aguda y penetrante—, el antiguo ranchero de Widemos, su padre, ha sido ejecutado por traición.

Sus apagados ojos estaban fijos en los de Biron. No parecían traslucir más que suavidad.

Biron permaneció imperturbable. Le preocupaba no poder hacer nada. Hubiese sido mucho más satisfactorio poderles gritar, precipitándose sobre ellos, pero no por eso su padre hubiese estado menos muerto. Le pareció comprender la razón de esta manifestación inicial. Tenía por objeto quebrantarle, hacer que se delatase a sí mismo. Pues bien, no lo haría.

—Soy Biron Malaine, de la Tierra —dijo con voz monótona—. Si duda de mi identidad, desearía comunicarme con el cónsul terrestre.

—Sí, claro, pero ahora se trata de un trámite puramente oficioso. Dice usted que es Biron Malaine, de la Tierra. Y no obstante —Aratap señaló los papeles que tenía delante—, hay aquí cartas que fueron escritas por Widemos a su hijo. Hay un recibo de inscripción en la universidad y billetes para los ejercicios iniciales a nombre de un tal Biron Farrill. Fueron hallados en su equipaje.

Biron se sintió desesperado, pero no dejó que se adivinase.

—Mi equipaje fue registrado ilegalmente, de modo que niego que puedan ser aceptados como evidencia.

—No estamos ante un tribunal de justicia, señor Farrill, o Malaine. ¿Cómo puede explicarlo?

—Si fueron hallados en mi equipaje, es que fueron puestos por alguna otra persona.

El comisario dejó pasar esta observación, lo cual asombró a Biron. Sus afirmaciones sonaban tan huecas, tan disparatadas... Y, sin embargo, el comisario no hizo ningún comentario sobre ellas, sino que solamente golpeó la cápsula negra con el dedo.

—¿Y esta presentación para el director de Rhodia? ¿Tampoco es suya?

—Sí; ésta es mía. —Biron lo había pensado. La presentación no citaba su nombre. Añadió—: Hay una conspiración para asesinar al director...

Se detuvo, estupefacto. Cuando por fin puso en palabras el principio de su cuidadosamente preparado discurso sonaba muy poco convincente. ¿Acaso el comisario le estaba sonriendo cínicamente?

Pero Aratap no hacía eso. Se limitó a suspirar un poco y con gesto rápido y experimentado se quitó las lentes de contacto y las colocó cuidadosamente en un vaso con solución salina que tenía delante, sobre el escritorio. Sus desnudos ojos parecían algo lacrimosos.

—¿Y usted lo sabe? ¿Desde la Tierra, a quinientos años luz? Nuestra policía, aquí en Rhodia, no ha oído hablar de ello.

—La policía está aquí, pero la conspiración se fragua en la Tierra.

—Ya. ¿Y es usted agente suyo? ¿O va usted a informar a Hinrik en contra de ellos?

—Lo segundo, naturalmente.

—¿De veras? ¿Y por qué desea usted informarle?

—Por la importante recompensa que espero lograr. —Aratap se sonrió.

—Eso, por lo menos, suena a verdad, y da cierto aire de autenticidad a sus manifestaciones anteriores. ¿Y cuáles son los detalles de la conspiración de que se habla?

—Eso es exclusivamente para el director.

Hubo una vacilación; luego Aratap se encogió de hombros.

—Muy bien. A los tyrannios no les interesa la política local ni se inmiscuyen en ella. Concertaremos una entrevista entre usted y el director, y eso será nuestra contribución a su seguridad. Mis hombres le guardarán hasta que haya sido recogido su equipaje, y después quedará en libertad para marcharse. Llévenselo.

Esta última orden se dirigía a los hombres armados, quienes salieron con Biron. Aratap se volvió a poner sus lentes de contacto, acción que eliminó instantáneamente aquel aire de vaga incompetencia que su ausencia había parecido inducir. El comandante se había quedado junto a él.

—Me parece que vigilaremos al joven Farrill —le dijo Aratap. El oficial asintió secamente.

—Bien. Por un momento creí que le había convencido. A mí su historia me pareció por completo incoherente.

—Desde luego. Eso es precisamente lo que hace que sea maniobrable por ahora. Todos los jovenzuelos que aprenden nociones de intriga interestelar en las películas de espías del vídeo pueden ser manejados con facilidad. Evidentemente, es el hijo del ex ranchero.

Ahora fue el comandante quien vaciló.

—¿Está seguro? La acusación que tenemos contra él es vaga y poco satisfactoria.

—¿Quiere decir que después de todo podría tratarse de una evidencia falsificada? ¿Con qué objeto?

—Podría ser un reclamo, sacrificado para desviar nuestra atención de un Biron Farrill real que estuviese en otro lado.

—No; sería improbablemente teatral. Además, tenemos un fotocubo.

—¡Cómo! ¿Del muchacho?

—Del hijo del ranchero. ¿Le gustaría verlo?

—Desde luego.

Aratap levantó el pisapapeles de encima de su escritorio; era un sencillo cubo de cristal de unos ocho centímetros de lado, negro y opaco.

—Tenía la intención de haberle confrontado con él, si me hubiese parecido oportuno —dijo el comisario—. Se trata de un proceso ingenioso, comandante. No sé si usted lo conoce. Ha sido recientemente ideado en los mundos interiores. Por fuera parece un fotocubo corriente, pero cuando se le da la vuelta se produce un reajuste molecular automático que lo hace completamente opaco. Es una chuchería simpática.

Dio la vuelta al cubo. La opacidad se estremeció un instante, y luego comenzó a aclararse lentamente como si se tratara de una niebla oscura que se dispersase a impulsos del viento. Aratap lo observó con calma manteniendo las manos cruzadas sobre el pecho.

El cubo quedó cristalino como el agua, y en su interior se veía sonreír alegremente una cara, viva y exacta, atrapada y solidificada para siempre.

—Es un artículo procedente de las posesiones del ex ranchero —dijo Aratap—. ¿Qué le parece?

—Sin duda se trata de aquel joven.

—Sí. —El funcionario tyrannio contempló pensativo el fotocubo—. No sé por qué no se podrán tomar seis fotografías en el mismo cubo, utilizando este mismo proceso. Tiene seis caras, y apoyando alternativamente el cubo sobre cada una de ellas se podrían inducir unas series de nuevas orientaciones moleculares. ¡Seis fotografías conectadas, que fluyen la una en la otra a medida que se va girando el cubo! ¡Un fenómeno estático que se convierte en dinámico y que adquiere nueva amplitud y nueva visión! Comandante, sería una nueva forma de arte.

Un entusiasmo creciente se había apoderado de su voz. Pero el silencioso comandante permanecía levemente desdeñoso, y Aratap abandonó sus reflexiones artísticas para decir abruptamente:

—Así pues, ¿vigilará a Farrill?

—Ciertamente.

—Vigile también a Hinrik.

—¿A Hinrik?

—Desde luego. Es precisamente la razón para libertar al muchacho. Quiero la respuesta a algunas preguntas. ¿Para qué va Farrill a ver a Hinrik? El difunto ranchero no jugaba solo. Había, tenía que haber tras él, necesariamente, una conspiración bien organizada. Y todavía no hemos localizado el mecanismo de tal organización.

—Pero, evidentemente, Hinrik no podría estar comprometido. Le falta inteligencia, aún suponiendo que tuviese el valor suficiente.

—De acuerdo. Pero precisamente porque es medio idiota, podría servirles de instrumento. De ser así, representa un punto débil en nuestro esquema, y es evidente que no podemos rechazar tal posibilidad.

Hizo un gesto vago; el comandante saludó, giró sobre sus talones y salió.

Aratap suspiró, dio vueltas pensativamente al cubo en su mano y contempló cómo volvía la oscuridad, cual marea de tinta.

La vida era más sencilla que en tiempos de su padre. Aplastar a un planeta tenía una grandeza cruel, mientras que maniobrar cuidadosamente con un joven ignorante era sólo pura crueldad. Pero, no obstante, necesaria.

5.- Inquieta se alza la cabeza

Como hábitat del Homo Sapiens, el Directorio de Rhodia no es antiguo, si se le compara con la Tierra. No es antiguo ni siquiera comparado con los mundos centáuricos o sirios. Así, por ejemplo, hacía doscientos años que los planetas de Arcturus habían sido colonizados, cuando las primeras naves espaciales rodearon la Nebulosa de la Herradura y encontraron el nido de cien planetas con oxígeno y agua. Estaban muy juntos y constituían un verdadero hallazgo, porque aunque el espacio está infestado de planetas, hay muy pocos que satisfagan las necesidades químicas del organismo humano.

En la galaxia hay más de cien mil millones de estrellas radiantes. Entre todas ellas hay unos quinientos mil millones de planetas, algunos de los cuales tienen gravedades superiores al ciento veinte y otros inferiores al sesenta por ciento de la Tierra, y, por lo tanto, son a la larga intolerables. Algunos son demasiado calientes, otros demasiado fríos. Algunos tienen atmósfera venenosa. Se conocen atmósferas planetarias formadas en su mayor parte, o totalmente, por neón, metano, amoníaco, cloro, incluso tetracloruro de silicio. Algunos planetas carecen de agua, y otros han sido descritos como océanos de dióxido de azufre casi puro. Otros carecen de carbono.

Cualquiera de estas deficiencias es suficiente, de modo que sólo es habitable un mundo de cada cien mil. Aun así, estas cifras permiten estimar que existen unos cuatro millones de mundos habitables.

El número exacto de los habitados actualmente es discutible. Según el «Almanaque Galáctico», que evidentemente tiene que valerse de informaciones imperfectas, Rhodia hacía el número 1.098 entre los mundos colonizados por el hombre.

Y resulta irónico que Tyrann, que al fin y al cabo fue el conquistador de Rhodia, hiciera el número 1.099 de los colonizados.

La estructura de la historia en la región Trans–Nebular fue muy semejante a la de las demás en aquel período de desarrollo y expansión. Se establecieron repúblicas planetarias en rápida sucesión, cada una de ellas con un gobierno limitado a su propio mundo. Al extenderse la economía, los planetas vecinos iban siendo colonizados e integrados en la sociedad central. Así se establecieron pequeños «imperios» que inevitablemente entraron en colisión.

Primero uno de estos gobiernos y luego otro establecieron su hegemonía sobre regiones apreciables que variaban según los vaivenes de la guerra y el liderazgo.

Sólo Rhodia mantenía una estabilidad prolongada bajo la hábil dinastía de los Hinriads. Estaban quizás en camino de establecer finalmente un imperio Trans–Nebular universal al cabo de otro siglo, o dos, cuando llegaron los tyrannios y lo hicieron en diez años.

Resultó una ironía que fuesen precisamente los hombres de Tyrann. Hasta entonces, y durante los setecientos años de su existencia, Tyrann había hecho poca cosa más que mantener una precaria autonomía, gracias en gran parte al poco atractivo de su árido paisaje, el cual, debido a la escasez de agua, era en gran parte un desierto.

Pero el Directorio de Rhodia continuó incluso después del advenimiento de los tyrannios. Hasta había crecido. Los Hinriads eran populares entre los suyos, de modo que su existencia constituía un sencillo método de control. A los tyrannios no les importaba quién recibía las aclamaciones, mientras fuesen ellos los que recibían los impuestos.

Evidentemente los directores no eran ya los antiguos Hinriads. El Directorio había sido siempre electivo entre los miembros de la familia, a fin de que pudiese ser elegido el más capaz. Y por la misma razón se habían estimulado las adopciones en la familia.

Pero ahora los tyrannios podían influir en las elecciones por otras razones, y así, por ejemplo, veinte años antes había sido elegido Hinrik (quinto de ese nombre). A los tyrannios les había parecido una útil elección.

En la época de su elección, Hinrik era un hombre apuesto, y aún producía efecto cuando se dirigía al Consejo de Rhodia. Su cabello se había agrisado de un modo uniforme, y su espeso bigote era aún, por extraño que fuese, tan negro como los ojos de su hija.

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