Read En la arena estelar Online

Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (3 page)

BOOK: En la arena estelar
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Acaso trata de decirme que los tyrannios pusieron esa bomba de radiación en mi cuarto? Es imposible.

—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Es que no se hace cargo de su situación? Los tyrannios gobiernan en cincuenta mundos; numéricamente son superiores a razón de cien por uno. En tal situación, la fuerza por sí sola no basta. Su especialidad son los métodos tortuosos, la intriga y el asesinato. La red que tienen a través del espacio es grande y de estrecha malla. Tengo motivos para creer que se extiende a través de quinientos años luz, hasta la Tierra.

Biron estaba todavía bajo los efectos de la pesadilla. Allá fuera, en la distancia, se oían los leves ruidos de las pantallas de plomo que eran trasladadas a sus posiciones. Pensó que en su habitación el contador aún debía estar siseando.

—No es razonable. Esta semana regreso a Nefelos. Deben saberlo. ¿Para qué me iban a matar aquí? Con sólo esperar, hubiese caído en sus manos.

Le satisfizo encontrar el fallo, pues estaba ansioso por creer su propia lógica. Jonti se aproximó aún más, y su aliento fragante agitó el cabello de las sienes de Biron.

—Su padre es popular. Ya que ha sido encarcelado por los tyrannios, su ejecución es una probabilidad con la que debe enfrentarse. Su muerte será tomada a mal incluso por la raza de esclavos acobardados que los tyrannios están tratando de criar. No tienen la intención de hacer mártires. Como nuevo ranchero de Widemos podría usted ser el centro de ese resentimiento, y ejecutarle doblaría el peligro para ellos. Pero les convendría que muriese accidentalmente en un mundo distante.

—No lo creo —dijo Biron. Era la única defensa que le quedaba. Jonti se levantó y se puso sus finos guantes.

—Va demasiado lejos, Farrill. Su papel sería más convincente si no pretendiese una ignorancia tan completa. Es posible que su padre le haya estado ocultando la realidad para protegerle mejor, pero dudo que sus creencias no le hayan afectado en alguna medida. Su odio a los tyrannios no puede ser más que un reflejo del de su padre. No es posible que no esté dispuesto a combatirlos.

Biron se encogió de hombros.

—Es posible incluso que su padre reconozca que usted es ya un adulto, hasta el punto de utilizarle —dijo Jonti—. Es conveniente que usted esté en la Tierra y tal vez combine su educación con una misión determinada..., quizás una misión tal, que los tyrannios estén dispuestos a matarle para hacerla fracasar.

—Todo esto es un estúpido melodrama.

—¿De veras? Pues que así sea. Si la verdad no le convence ahora, los hechos le convencerán más tarde. Habrá otros atentados contra su vida, y el próximo tendrá éxito. Desde este momento, Farrill, es usted hombre muerto.

Biron levantó la mirada.

—¡Espere! ¿Cuál es su interés particular en este asunto?

—Soy un patriota. Quisiera que los Reinos fuesen libres de nuevo, con sus gobiernos de su propia elección.

—No. Digo su interés particular. No puedo aceptar un idealismo puro, porque no lo puedo creer en usted. —Las palabras de Biron sonaron agresivamente—. Sentiría que esto le ofendiese.

Jonti se volvió a sentar.

—Mis tierras han sido confiscadas —declaró—. Antes de mi exilio no resultaba agradable verse forzado a recibir órdenes de esos enanos. Y desde entonces se ha hecho más necesario aún volver a ser la clase de hombre que mi abuelo había sido antes de la llegada de los tyrannios. ¿Le basta eso como razón práctica para desear una revolución? ¡Y a falta de él, usted!

—¿Yo? Tengo veintitrés años y no sé nada de todo esto. Podría encontrar alguien mejor.

—Podría, sin duda. Pero no hay nadie más que sea el hijo de su padre. Si matan a su padre, usted será ranchero de Widemos, y como tal me será de utilidad, aunque no tuviese más que doce años y, además, fuese idiota. Le necesito por la misma razón por la que los tyrannios quieren librarse de usted. Y si mi necesidad no le convence, sin duda la de ellos debe convencerle. Había una bomba de radiación en su cuarto; no podía haber tenido más objeto que matarle. ¿Quién si no los tyrannios podría tener deseos de matarle?

Jonti esperó pacientemente el susurro del otro.

—Nadie —concluyó Biron—. Que yo sepa nadie podría desear matarme. ¡Así pues, es verdad lo de mi padre!

—Es verdad. Considérele una baja de guerra.

—¿Y cree que eso es un consuelo? ¿Quizás algún día le dedicarán un monumento con una inscripción radiante que pueda ser vista a veinte mil kilómetros a través del espacio? —Su voz se iba quebrando—. ¿Es que eso iba a hacerme feliz?

Jonti esperó, pero Biron no dijo nada más.

—¿Qué piensa hacer? —inquirió Jonti.

—Irme a casa.

—Entonces, es que aún no comprende su situación.

—Digo que me voy a casa. ¿Qué quiere que haga? Si mi padre está vivo le sacaré de allí. Y si ha muerto... Entonces...

—¡Calma! —La voz del mayor de los dos hombres parecía fríamente molesta—. Delira como una criatura. No puede ir a Nefelos. ¿No se hace cargo de que no puede ir? ¿Estoy hablando con un niño o con un hombre de sentido común?

—¿Qué sugiere? —musitó Biron.

—¿Conoce al director de Rhodia?

—¿El amigo de los tyrannios? Le conozco. Sé quién es. Todo el mundo en los Reinos sabe quién es. Hinrik V, director de Rhodia.

—¿Le conoce personalmente?

—No.

—Eso es lo que quería decir. Si no le ha visto no le conoce. Es un imbécil, Farrill, tal como suena. Pero cuando los tyrannios confisquen el rancho de Widemos, y lo confiscarán, lo mismo que confiscaron mis tierras, se lo adjudicarán a Hinrik. Los tyrannios creerán así más seguras aquellas tierras, y allá es adonde tiene que ir.

—¿Porqué?

—Porque Hinrik tiene influencia sobre los tyrannios; tanta influencia como pueda tener un títere. Tal vez consiga que le rehabiliten.

—No veo por qué. Lo más probable es que me entregue a ellos.

—Efectivamente. Pero estará precavido, y puede tener una posibilidad de evitarlo. Recuerde que su título es valioso e importante, pero no es suficiente por sí solo. En estos asuntos de conspiraciones hay que ser prácticos por encima de todo. La gente se unirá en torno a usted por razones sentimentales y por respeto a su nombre, pero para conservarlas necesitará dinero.

—Necesito tiempo para decidir —consideró Biron.

—No hay tiempo. Su tiempo expiró cuando dejaron la bomba de radiación en su cuarto. Actuemos enseguida: puedo darle una carta de presentación para Hinrik de Rhodia.

—¿Tanto le conoce?

—Sus sospechas nunca andan muy lejos, ¿verdad? Una vez fui jefe de una misión a la corte de Hinrik en representación del autarca de Lingane. Probablemente su imbécil cerebro no me recordará, pero no se atreverá a confesar que lo ha olvidado. Le servirá de presentación, y desde allí podrá improvisar. Tendré la carta preparada por la mañana. Hay una nave que sale para Rhodia a mediodía. Tengo billetes para usted. Yo también me voy, pero por otra ruta. No se entretenga. Aquí ya ha terminado, ¿verdad?

—Falta la entrega del diploma.

—Es sólo un trozo de pergamino. ¿Le importa?

—Ahora no.

—¿Tiene dinero?

—Suficiente.

—Muy bien. Si tuviera demasiado sería sospechoso —dijo Jonti con voz imperiosa—. ¡Farrill!

Biron salió de su estado cercano a la estupefacción.

—¿Qué?

—Reúnase con los demás. No diga a nadie que se va. Deje que hablen las obras.

Biron asintió como atontado. En el fondo de su mente quedaba el presentimiento de que no había cumplido su misión, y que también en aquella ocasión había fallado a su moribundo padre. Se sintió torturado por una amargura inútil. Debería haberle dicho más. Podía haber compartido los peligros. No debió permitirle que obrara en la ignorancia.

Y ahora que sabía la verdad o, por lo menos, sabia más que antes acerca del papel de su padre en la conspiración, resultaba aún más importante el documento que debía haber obtenido de los archivos de la Tierra. Pero ya no quedaba tiempo para conseguirlo, ni para preocuparse de él, ni para salvar a su padre; quizá ni siquiera quedaba tiempo para vivir.

—Haré tal como me dice, Jonti —declaró.

Sander Jonti se detuvo en los escalones de acceso al dormitorio de la universidad y lanzó una rápida ojeada. No había ciertamente admiración en su mirada.

Mientras descendía al camino enladrillado que serpenteaba con escasa elegancia a través de la atmósfera seudo–rústica que asumían desde la antigüedad todos los ambientes universitarios, podía ver enfrente el resplandor de las luces de la única calle importante de la ciudad. Más allá, ahogado durante el día, pero visible ahora, se percibía el eterno azul radiactivo del horizonte, mudo testigo de guerras prehistóricas.

Jonti contempló durante un momento el cielo. Habían pasado más de cincuenta años desde que los tyrannios vinieron para poner abrupto término a las vidas separadas de dos docenas de unidades políticas distantes y pendencieras en las profundidades, más allá de la Nebulosa. Ahora, de improviso y prematuramente, pesaba sobre ellas la paz de la estrangulación.

La tempestad que las había devastado con un inmenso estallido era algo de lo que aún no se habían recuperado. No había dejado más que una especie de espasmo que de vez en cuando agitaba un mundo aquí o allá. Organizar esos espasmos, sincronizarlos en un impulso oportuno, sería tarea larga y difícil. Jonti llevaba ya demasiado tiempo en la Tierra; era hora de regresar.

Los otros, allá en su patria, probablemente trataban en aquel preciso instante de entrar en contacto con él.

Apretó el paso.

Captó el haz de luz en cuanto entró en su habitación. Era un haz personal, por cuya seguridad no sentía todavía temor alguno, y que no presentaba ningún fallo en su secreto. No se requería un receptor especial; nada de metal y alambres para captar las débiles oleadas de electrones que susurraban a través del hiperespacio desde un mundo que distaba quinientos años luz.

En su habitación el espacio mismo estaba polarizado y dispuesto para la recepción. Su estructura había dejado de ser fortuita. No había manera de detectar tal polarización, excepto por medio del receptor. Y en aquel volumen determinado de espacio sólo su propia mente podía actuar como receptor: puesto que solamente las características eléctricas de su propio sistema de células nerviosas podían resonar a las vibraciones del haz luminoso que transportaba el mensaje.

El mensaje era tan privado como las características únicas de sus propias ondas cerebrales, y en todo el universo, con sus cuatrillones de seres humanos, la probabilidad de que se produjese un duplicado lo suficientemente semejante para permitir que un hombre pudiese captar la onda personal de otro era un número de veinte cifras contra uno.

El cerebro de Jonti se orientaba hacia la llamada que se deslizaba a través del espacio, del vado incomprensible del hiperespacio.

—...llamando..., llamando... llamando..., llamando...

Emitir no era tan sencillo como recibir. Se requería un dispositivo mecánico para establecer la onda portadora específica que devolvería el contacto hasta más allá de la Nebulosa. Ese dispositivo se encontraba dentro del botón de adorno que llevaba en el hombro derecho, y se activó automáticamente en cuanto entró en su volumen de polarización espacial, después de lo cual no tenía más que pensar concentradamente en su objetivo.

—Aquí estoy.

No era necesaria ninguna identificación más específica. La monótona repetición de la señal de la llamada cesó, y se convirtió en palabras que tomaron forma en su cerebro.

—Te saludamos, señor. Widemos ha sido ejecutado. Como es natural, la noticia aún no se ha hecho pública.

—No me sorprende. ¿Hubo alguien más implicado?

—No, señor. El ranchero no hizo manifestación alguna. Era un hombre valiente y leal.

—Sí. Pero se necesita algo más que simple valentía y lealtad, o de lo contrario no le hubiesen cogido. Un poco más de cobardía hubiese sido útil. ¡No importa! He hablado con su hijo, el nuevo ranchero, quien se ha enfrentado ya con la muerte. Lo utilizaremos.

—¿Puedo preguntar de qué manera, señor?

—Mejor será dejar que los hechos contesten tu pregunta. Lo cierto es que todavía no puedo predecir las consecuencias. Mañana saldrá al encuentro de Hinrik de Rhodia.

—¡Hinrik! Ese joven correrá un peligro terrible. ¿Se da cuenta de que...?

—Le he dicho todo lo que he podido —respondió Jonti, tajante—. No podemos fiarnos demasiado de él, hasta que le hayamos probado. En las circunstancias presentes no podemos considerarle más que un hombre que debe ser arriesgado, como cualquier otro. Podemos gastarlo, completamente. No me llaméis aquí otra vez, pues me voy de la Tierra.

Jonti hizo un gesto que significaba el fin de la conexión y la cortó mentalmente.

Se quedó pensativo y repasó con lentitud los acontecimientos del día y de la noche, sopesando cada uno de ellos. Poco a poco se sonrió. Todo había sido dispuesto perfectamente, y la comedia podía ahora seguir representándose por sí sola.

No se había dejado nada al azar.

3.- El azar y el reloj de pulsera

La primera hora después de que una nave espacial se ha liberado de la servidumbre planetaria es la más prosaica. Hay la confusión de la salida, que esencialmente es muy semejante a la que debió acompañar la partida del primer tronco hueco en algún río primitivo.

Uno se acomoda y alguien se ocupa del equipaje; se produce el primer instante de extrañeza y de agitación sin sentido en torno a uno. Las intimidades pronunciadas en voz alta en el último momento; luego la calma, el sonido apagado de las esclusas seguido del suspiro lento del aire cuando los cierres se deslizan automáticamente hacia dentro, como gigantescas perforadoras que se cierran herméticamente.

Sigue el profundo silencio y las señales rojas que centellean en todas las habitaciones.

«Ajustarse los trajes de aceleración..., ajustarse los trajes de aceleración..., ajustarse los trajes de aceleración.»

Los camareros recorren los pasillos llamando brevemente con los nudillos a cada puerta y abriéndola con brusquedad.

—Perdone. Póngase el traje.

Y uno lucha con los trajes, fríos, apretados, incómodos, pero conectados a un sistema hidráulico que absorbe las mareantes presiones de la partida.

Luego se percibe el lejano rumor de los motores a propulsión atómica que funcionan a baja potencia para maniobrar en la atmósfera, seguido al instante por el empuje hacia atrás contra el aceite de la montura del traje, que cede lentamente. Luego, muy despacio, uno es empujado de nuevo hacia delante, al disminuir la aceleración. Si consigue evitar las náuseas durante este período, uno estará probablemente libre de mareo espacial hasta el fin del viaje.

BOOK: En la arena estelar
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Romance: Hired by Ward, Penny
Eraser Platinum by Keith, Megan
The Hidden City by David Eddings
WarlordUnarmed by Cynthia Sax
The Lady of the Storm - 2 by Kathryne Kennedy
Back to Texas by Renee, Amanda
Bajo la hiedra by Elspeth Cooper