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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (16 page)

BOOK: En la arena estelar
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Por raro que parezca, eso consoló a la muchacha. Se arrodilló en el suelo, junto a él, y miró los gruesos libros que estaban frente al piloto, y las hojas de cálculos.

—¿Tenían todos estos libros aquí?

—Desde luego. No podrían pilotar una nave sin ellos.

—¿Y tú entiendes todo eso?

—No, no todo. Desearía entenderlo. Espero que entenderé lo suficiente. Tendremos que saltar a Lingane, ¿sabes?

—¿Es difícil hacerlo?

—No lo es si sabemos las cifras, que están todas aquí, si tienes los mandos, que también están, y si tienes experiencia, de la cual yo carezco. Por ejemplo, se debería hacer en varios saltos, pero yo voy a tratar de hacerlo en uno solo, porque habrá menos probabilidades de que se presenten dificultades, a pesar de que eso significa malgastar energía.

No debía decírselo; no serviría de nada decírselo; sería cobarde asustarla, y sería difícil tratarla si se asustaba de veras, si sentía verdadero pánico. Biron se repetía todo eso, y, sin embargo, no le servía de nada. Quería compartirlo con alguien. Quería sacárselo de la cabeza.

—Hay ciertas cosas que debería saber —dijo—, pero que no sé. Cosas tales como si la densidad de masas desde aquí a Lingane afecta al recorrido del salto, puesto que la densidad de la masa es lo que regula la curvatura de esta parte del universo. La Efemérides, es decir, ese librote gordo, menciona las correcciones de curvatura que es preciso efectuar en ciertos saltos estandarizados, y a partir de éstas se supone que uno podrá calcular sus correcciones particulares, pero cuando se tiene a una supergigante a menos de diez años luz, entonces todos los cálculos fallan. Ni siquiera estoy seguro de haber usado correctamente el computador.

—Pero, ¿qué sucedería si te equivocases?

—Podría suceder que volviésemos a entrar en el espacio demasiado cerca del sol de Lingane.

Ella reflexionó durante un rato sobre estas palabras.

—No tienes idea de lo mejor que me siento —dijo al fin.

—¿Después de lo que acabo de decir?

—Naturalmente. Allí, en mi litera, me sentía desamparada y perdida entre tanto vacío en todas direcciones. Ahora sé que vamos a algún sitio, y que el vacío está bajo nuestro control.

Biron se sintió satisfecho. ¡Qué diferente se mostraba la chica!

—Bueno, no estoy seguro de que realmente esté bajo nuestro control.

—Sí, lo está —le atajó ella—. Sé que puedes manejar la nave.

Biron se dijo que quizá podría.

Artemisa estaba sentada frente a él, con las largas y desnudas piernas cruzadas. No llevaba encima más que su delgada ropa interior, pero parecía no darse cuenta del hecho, a diferencia de lo que ocurría a Biron.

—¿Sabes? —dijo la muchacha—. Cuando estaba en la litera tenía una sensación extraña, casi como si estuviese flotando. Eso fue una de las cosas que me asustaron; cada vez que me volvía daba un pequeño salto en el aire y volvía a caer lentamente, como si el aire tuviese muelles.

—No dormirías en una de las literas altas, ¿verdad?

—Pues sí. Las de abajo me dan claustrofobia, con otro colchón a unos centímetros por encima de la cabeza.

—Eso lo explica —rió Biron—. La fuerza gravitatoria de la nave está en dirección a la base, y disminuye a medida que nos apartamos de ella. En la litera de arriba pesas probablemente diez o quince kilos menos que sobre el suelo. ¿Has viajado alguna vez en una nave de pasajeros? ¿En una verdaderamente grande?

—Una vez, cuando mi padre y yo visitamos Tyrann el año pasado.

—Pues bien, en las naves de pasajeros hacen que la gravedad se dirija en todas partes hacia el casco externo, de modo que su eje mayor esté siempre «arriba». Por esa razón los motores están siempre situados a lo largo de un cilindro sobre el eje mayor. Allí no hay gravedad.

—Se debe requerir mucha energía para mantener una gravedad artificial.

—La suficiente para iluminar a toda una pequeña ciudad.

—No hay ningún peligro de que nos quedemos sin combustible, ¿verdad?

—No te preocupes por eso. La energía se obtiene por conversión total de materia en energía. El combustible será lo último que se nos acabará. Antes se gastará el casco externo.

La chica estaba enfrente de Biron, y éste se dio cuenta de que ella se había quitado el maquillaje de la cara, y se preguntó cómo lo habría hecho; probablemente con un pañuelo y la menor cantidad posible de agua potable. El resultado no la perjudicaba, pues su piel blanca y clara resaltaba de un modo aún más perfecto, frente al negro de sus ojos y de sus cabellos. Biron pensó en que sus ojos eran muy cálidos.

El silencio duraba demasiado, y Biron lo rompió apresuradamente.

—Tú no viajas mucho, ¿verdad? Quiero decir que solamente has ido una vez en una nave de pasajeros. La muchacha asintió.

—Y fue más que suficiente. Si no hubiese ido a Tyrann, aquel cochino chambelán no me hubiese conocido y... Prefiero no hablar de eso.

Biron no insistió.

—¿Es eso normal? —preguntó—. Quiero decir, el no salir de viaje.

—Me temo que sí. Mi padre está siempre de viaje en visitas oficiales, inaugurando exposiciones agrícolas y consagrando edificios. Generalmente, hace unos discursos que le escribe Aratap. Pero por lo que a nosotros se refiere, cuanto más nos quedamos en palacio, tanto más contentos están los tyrannios. ¡Pobre Gillbret! La única vez que salió de Rhodia fue para representar a mi padre en la coronación del Khan. Y nunca más le han dejado que se metiese en una nave.

Bajó la mirada y, distraídamente, se puso a hacer pliegues con la tela de la manga de Biron, junto a la muñeca.

—Biron —dijo.

—Sí... Arta. —Tartamudeó un poco, pero al fin la llamó por su diminutivo.

—¿Crees que la historia de tío Gil puede ser cierta?

—No lo sé.

—¿Crees que puede ser un producto de su imaginación? Ha estado meditando desde hace años sobre los tyrannios, y nunca ha podido hacer nada, salvo montar sus rayos de espionaje, lo cual es infantil, y él lo sabe. Quizás ha estado soñando despierto, y en el curso de los años ha llegado a creerlo. Le conozco bien, ¿sabes?

—Podría ser, pero sigámosle un poco la corriente. En cualquier caso, podemos ir a Lingane.

Estaban el uno junto al otro. Él podía extender los brazos y tocarla, abrazarla, besarla. Y eso fue lo que hizo. Fue un completo
non sequitur
. A Biron le pareció que nada había conducido a ello. En un instante, la chica, suave y sedosa, se halló en sus brazos, y sus labios se unieron.

Su primer impulso fue decir que lo sentía, excusarse tontamente; pero cuando se separó y se dispuso a hablar, la chica no intentó en modo alguno escapar, sino que apoyó la cabeza en su brazo izquierdo. Sus ojos permanecieron cerrados.

De modo que no dijo nada, sino que la volvió a besar, lenta y profundamente. Era lo mejor que podía haber hecho, y pronto se dio cuenta de que era así.

Al final ella dijo, algo soñadoramente:

—¿No tienes hambre? Te traeré un poco de concentrado y te lo calentaré. Y luego, si quieres dormir, vigilaré en tu lugar. Y..., y será mejor que me ponga algo más de ropa.

Antes de salir por la puerta, se volvió hacia él.

—El concentrado alimenticio sabe muy bien, una vez te has acostumbrado. Gracias por conseguirlo.

Por alguna extraña razón, aquellas palabras, más aún que los besos, sellaron el tratado de paz entre ambos.

Cuando Gillbret entró en la sala de mandos, algunas horas después, no se mostró sorprendido al encontrar a Biron y Artemisa conversando de un modo absurdo, y no hizo observación alguna sobre el hecho de que el brazo de Biron estaba alrededor de la cintura de Artemisa.

—¿Cuándo saltamos, Biron? —preguntó.

—Dentro de media hora —contestó Biron.

Pasó media hora; los mandos estaban ajustados, y la conversación languideció y acabó por extinguirse. A la hora cero Biron aspiró profundamente e hizo girar una palanca a todo lo largo de su arco, de izquierda a derecha.

No ocurrió como en la nave de pasajeros. El «Implacable» era más pequeño, y, por consiguiente, el salto fue menos suave. Biron vaciló, y durante una fracción de segundo todo lo que había a bordo osciló.

Luego volvió la suavidad y la solidez.

Las estrellas de la placa visora habían cambiado. Biron hizo girar la nave, de modo que el campo de estrellas se elevó, mientras cada una de ellas se desplazaba trazando un majestuoso arco. Finalmente apareció una estrella, que era de un blanco brillante y mayor que un punto. Era una pequeña esfera, una mota de arena ardiente. Biron la captó, equilibró la nave antes de perderla y dirigió hacia ella el telescopio, conectando el dispositivo espectroscopio).

Consultó nuevamente la «Efemérides», y estudió la sección sobre
Características Espaciales
. Luego abandonó el asiento del piloto.

—Está aún demasiado lejos —dijo—. Tendré que acercarme. Pero, en fin, aquello es el sol de Lingane.

Era el primer salto que había efectuado en su vida, y había sido un éxito.

12.- Viene el autarca

El autarca de Lingane estaba considerando el asunto, pero sus facciones frías y bien dominadas apenas se arrugaban bajo el impacto de su esfuerzo mental.

—Y esperó cuarenta y ocho horas para decírmelo —dijo.

—No había ninguna razón para decírselo antes —replicó Rizzet audazmente—. Si le bombardeásemos con toda clase de cosas, la vida sería para usted una carga. Se lo decimos ahora porque no lo entendemos. Es extraño, y en nuestra situación no nos podemos permitir nada extraño.

El autarca apoyó una pierna sobre el resplandeciente alféizar de la ventana y miró hacia fuera, pensativo. La ventana misma representaba quizá lo más extraño en la arquitectura linganiana. Era de tamaño regular y estaba dispuesta al extremo de un entrante de metro y medio que se iba estrechando suavemente en dirección a ella. Era extraordinariamente clara, muy gruesa y curvada con exactitud; era más bien una lente que una ventana, y dirigía hacia el interior, como un embudo, la luz de todas las direcciones, de modo que al mirar el exterior lo que se veía era un panorama en miniatura.

Desde cada una de las ventanas del feudo del autarca podía verse un campo que abarcaba la mitad del horizonte desde el cenit al nadir. La pequeñez y la distorsión aumentaban junto a los bordes, pero eso procuraba por sí solo cierto sabor especial a lo que se veía; el pequeño y pleno movimiento de la ciudad, las órbitas curvas y ascendentes de los estratosféricos en forma de media luna que partían del aeropuerto. Uno se acostumbraba tanto a ello, que abrir la ventana para permitir que entrase la insípida realidad no hubiese parecido natural. Cuando la posición del Sol convertía las ventanas–lentes en focos de una luz y un calor insoportables, se cubrían automáticamente, en vez de abrirse, haciéndose opacas gracias a un desplazamiento de la polarización característica del cristal.

Ciertamente, la teoría de que la arquitectura de un planeta refleja su situación en la galaxia parecía verse confirmada en el caso de Lingane y sus ventanas especiales.

A semejanza de sus ventanas, Lingane era pequeño, y, sin embargo, dominaba una vista panorámica. Era un «estado planetario» en una galaxia que en aquella época había superado tal etapa de desarrollo económico y político. Donde la mayoría de las unidades políticas eran conglomerados de sistemas estelares, Lingane seguía siendo lo que había sido desde siglos: un mundo habitado solitario, lo cual no le impedía ser rico. La verdad era que apenas parecía posible que Lingane no lo fuese.

Es difícil poder predecir cuándo un mundo está situado de tal modo que muchas de las rutas de los saltos pueden utilizarlo como punto intermedio, o incluso cuándo no tienen más remedio que utilizarlo en interés de una economía óptima. Depende en gran parte del tipo de desarrollo de aquellas regiones del espacio. Hay el problema de la distribución de los planetas naturalmente habitables, el del orden en que son colonizados y desarrollados y el del tipo de economía a que pertenecen.

Lingane descubrió pronto su propio valor, lo cual fue el punto crucial de su historia. Después del hecho de poseer realmente una posición estratégica, lo más importante es la capacidad de apreciar y explotar tal posición. Lingane se había dedicado a ocupar pequeños planetoides que carecían de recursos para mantener una población independiente, por la sola razón de que contribuirían a mantener el monopolio comercial de Lingane, y construyeron estaciones de servicio en aquellas rocas, en las que se hallaba todo lo que podía necesitar una nave, desde recambios hiperatómicos hasta nuevos libros–carrete. Estas estaciones crecieron hasta convertirse en grandes establecimientos comerciales. Desde todos los confines de los Reinos Nebulares afluían pieles, minerales, grano, carne, madera; y desde los Reinos Interiores llegaba maquinaria, instrumentos, medicamentos y toda clase de otros productos manufacturados en una corriente parecida.

Así, a semejanza de sus ventanas, la pequeñez de Lingane contemplaba toda la galaxia. Era un planeta solitario, pero no le iba mal.

—Comience con la nave correo, Rizzet —dijo el autarca sin moverse de la ventana—. ¿Dónde se encontró por primera vez con ese crucero?

—A menos de ciento cincuenta mil kilómetros de Lingane. Las coordenadas exactas poco importan. Desde entonces se les ha estado observando. La cuestión es que, incluso entonces, el crucero tyrannio estaba ya en órbita alrededor del planeta.

—¿Cómo si no tuviese intención de aterrizar, sino más bien como si estuviese esperando algo?

—Sí.

—¿Y no hay manera de saber cuánto tiempo hacía que estaba esperando?

—Me temo que eso es imposible. No les había visto nadie más. Lo hemos comprobado minuciosamente.

—Está bien —dijo el autarca—. Dejemos eso de momento. Detuvieron la nave mensajera, lo cual constituye, naturalmente, una interferencia con el correo, y una violación de nuestro reglamento de asociación con Tyrann.

—Dudo que fuesen tyrannios. Su actitud vacilante más bien tiende a sugerir a alguien fuera de la ley, a prisioneros que huyen.

—¿Se refiere a los hombres del crucero tyrannio? Quizá sea eso lo que quieren que nosotros creamos. En todo caso, su única acción declarada fue pedir que se me transmitiese un mensaje.

—Así es. Directamente al autarca.

—¿Y nada más?

—Nada más.

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