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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (24 page)

BOOK: En la arena estelar
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Pero en vez de hacerlo así, se limitó a saludar levemente; el saludo de la muchacha y el gesto de sus dedos fueron, sin embargo, para el autarca.

Cinco minutos más tarde se volvió, y contempló de nuevo aquel blanco resplandor a la puerta de la nave; luego un desnivel del terreno interceptó la visión. En el horizonte sólo quedaban rocas quebradas y desnudas.

Biron pensó en lo que le esperaba, y se preguntó si nunca volvería a ver a Artemisa... y si a ella le importaría si no regresaba.

18.- ¡Libre de las garras de la muerte!

Artemisa observó cómo se iban convirtiendo en pequeñas figuras que avanzaban trabajosamente por el desnudo granito, descendiendo hasta perderse de vista. Por un momento, poco antes de que desapareciesen, uno de los dos se volvió. No podía estar segura de cuál había sido, y por un momento su corazón se endureció.

Al partir, él no había dicho ni una palabra. Ni una sola palabra. La chica se apartó del sol y de las rocas, dirigiéndose al reducido interior metálico de la nave. Se sentía sola, terriblemente sola; nunca en su vida se había sentido tan sola.

Era eso quizá lo que la hacía estremecerse, pero hubiese sido una intolerable confesión de debilidad admitir que no se trataba sencillamente del frío.

—¡Tío Gil! —exclamó malhumorada—. ¿Por qué no cierras las ventanillas? ¡Es suficiente para dejar helada a una!

El termómetro indicaba siete grados, a pesar de que los calentadores de la nave estaban altos.

—Mi querida Arta —respondió Gillbret dulcemente—, si persistes en tu ridícula costumbre de vestir unas prendas tan ligeras, tienes que resignarte a sentir frío.

No obstante, cerró ciertos contactos y, con un acompañamiento de pequeños ruidos, se cerró la esclusa de aire y las ventanillas se hundieron hacia adentro, amoldándose al suave y resplandeciente casco. Las luces de la nave se encendieron y las sombras desaparecieron.

Artemisa se sentó sobre los brazos acolchados del asiento del piloto, jugueteando nerviosamente con los dedos. Las manos de Biron a menudo descansaban allí, pero se dijo que el calorcillo que le inundó al pensarlo era sólo el resultado de los calentadores que se dejaban sentir.

Pasaron los lentos minutos y no pudo continuar sentada e inmóvil. ¡Bien podía haber ido con él! Reprimió el pensamiento, cambiando el singular «él» por el plural «ellos».

—Después de todo —dijo—, ¿para qué tienen que instalar un transmisor de radio, tío Gil?

Gillbret levantó la mirada de la placa visora, cuyos controles estaba manipulando delicadamente.

—¿Cómo dices?

—Hemos tratado de entrar en contacto con ellos desde el espacio y no hemos alcanzado a nadie —dijo la chica—. ¿De qué puede servir un transmisor sobre la superficie del planeta?

Gillbret se turbó.

—Pues bien, querida, tenemos que seguir probando. Tenemos que encontrar el mundo de la rebelión. —Y entre dientes añadió para sí mismo—: ¡No nos queda más remedio!

Al cabo de un rato, Gillbret habló de nuevo.

—No puedo encontrarles.

—¿Encontrar a quién?

—A Biron y al autarca. La arista me intercepta, por más que varíe la posición de los espejos externos. ¿Quieres verlo?

La muchacha no vio nada más que el deslizamiento de las rocas soleadas.

Entonces Gillbret detuvo los mandos y dijo:

—En cualquier caso, aquélla es la nave del autarca.

Artemisa no le dedicó más que una brevísima ojeada. Yacía más abajo del valle, quizás a unos dos kilómetros, y brillaba al sol de un modo insoportable. En aquel momento le pareció que era el verdadero enemigo, y no los tyrannios. De pronto deseó con toda su alma que no hubiesen ido nunca a Lingane, que hubiesen permanecido en el espacio, los tres juntos. Aquéllos habían sido días divertidos e incómodos, pero cálidos. Y ahora lo único que podía hacer era tratar de herirle. Había algo que le hacía sentir deseos de herirle, a pesar de lo que le hubiese gustado...

—Y ahora, ¿qué querrá aquél?

Artemisa levantó la mirada y vio a Gillbret a través de una húmeda neblina, de modo que tuvo que parpadear rápidamente para volver a enfocarle de modo normal.

—¿Quién?

—Rizzet. Creo que es Rizzet. Pero evidentemente no viene hacia aquí.

Artemisa se situó ante la placa visora.

—Amplíalo —ordenó.

—¿A una distancia tan corta? —objetó Gillbret—. No verás nada. Será imposible mantenerlo centrado.

—Amplíalo, tío Gil.

Gruñendo, conectó el dispositivo telescópico y buscó las enormes masas de rocas que aparecían; saltaban más rápidamente de lo que podía seguir la vista, a cada toque de los mandos. Por un instante, la enorme y desdibujada imagen de Rizzet pasó como un relámpago, y en aquel instante su identidad se hizo indiscutible.

Gillbret hizo marcha atrás furiosamente y le volvió a captar por un momento.

—Va armado. ¿Te has dado cuenta? —dijo Artemisa.

—No.

—¡Te digo que lleva un demoledor de largo alcance! Se levantó y abrió rápidamente el armario.

—¡Arta! ¿Qué estás haciendo?

Estaba ya abriendo el cierre del revestimiento de otro traje espacial.

—Voy a salir. Rizzet les está siguiendo. ¿No lo comprendes? Es una trampa para Biron.

Parecía ahogarse, mientras se esforzaba para entrar en el grueso y burdo revestimiento del traje.

—¡Detente! ¡Estás soñando!

Pero la chica contemplaba a Gillbret sin verle, y su cara estaba pálida y desencajada. Debía haberse dado cuenta antes, por la forma en que Rizzet había estado mimando a aquel tonto. ¡Aquel emotivo tonto! Rizzet alabó a su padre, le explicó qué gran hombre había sido el ranchero de Widemos, y Biron se ablandó al momento. Todas sus acciones estaban dictadas por el recuerdo de su padre. ¿Cómo era posible que se dejase gobernar por una monomanía?

—No sé cómo se maneja la esclusa de aire. Ábrela.

—Arta, no puedes salir de la nave. No sabes dónde están.

—Les encontraré. Abre la esclusa.

Gillbret meneó la cabeza. Pero el traje espacial que la chica se había puesto llevaba una funda.

—Tío Gil: usaré esto. ¡Te lo juro!

Gillbret se encontró ante la perversa boca de un látigo neurónico. Trató de esbozar una sonrisa.

—¡No lo hagas!

—¡Abre la esclusa! —dijo con voz ahogada.

Él así lo hizo, y la chica salió, corriendo de cara al viento, deslizándose a través de las rocas y hacia lo alto de la arista. La sangre le golpeaba en las sienes. Ella había sido tan tonta como él, jugueteando con el autarca sin otro motivo que el de satisfacer su estúpido orgullo. Ahora se daba cuenta, y la personalidad del autarca se iba perfilando con claridad en su mente, como hombre tan estudiadamente frío que no tenía ni sangre ni gusto. Se estremeció de asco.

Llegó a lo alto de la colina, y no había nada delante de ella. Siguió avanzando con determinación, empuñando el látigo neurónico.

Biron y el autarca no habían cambiado ni una sola palabra durante su caminata, y, por fin, se detuvieron en un lugar donde el terreno volvía a hacerse llano. La roca estaba resquebrajada por la acción del sol y del viento en el transcurso de los milenios. Delante de ellos se alzaba una antigua falla, cuyo borde más apartado se había desmoronado, dejando un precipicio de unos treinta metros cortado a pico.

Biron se acercó cautelosamente y miró por encima del borde que se extendía hasta más allá de la vertical; el suelo estaba cubierto de grandes guijarros que las infrecuentes lluvias habían desparramado hasta donde alcanzaba la vista.

—Parece un mundo desolado, Jonti.

El autarca no mostraba ninguna curiosidad por los alrededores.

—Éste es el lugar que encontramos antes de aterrizar. Es ideal para nuestro objeto —dijo sin acercarse al borde.

«Por lo menos es ideal para tu objeto», pensó Biron. Se apartó del borde y se sentó. Escuchó el pequeño silbido de su tubo de dióxido de carbono y esperó un momento.

—¿Qué les dirá cuando vuelva a su nave, Jonti? ¿O quiere que se lo diga yo? —preguntó en voz muy baja.

El autarca se detuvo en la acción de abrir la maleta de dos asas que había llevado.

—¿De qué está hablando?

Biron sintió que el viento le entumecía la cara y se frotó la nariz con su enguantada mano. A pesar de ello se desabrochó el forro de espumilla que le envolvía, el cual quedó aleteando en derredor, a merced de las ráfagas de viento.

—Estoy hablando de su razón para traerme aquí —dijo.

—Desearía instalar la radio en vez de perder el tiempo discutiendo, Farrill.

—Usted no instalará una radio. ¿Para qué? Intentamos ponernos en contacto desde el espacio, sin obtener respuesta. No hay razón para esperar más del transmisor superficial. Y tampoco se trata de capas ionizadas en la alta atmósfera, opacas para la radio, porque también probamos el subéter sin resultado. Y ni siquiera somos los expertos de radio de nuestro grupo. De modo que, ¿para qué venir hasta aquí? La verdad, Jonti.

El autarca se sentó enfrente de Biron. Con una mano acarició descuidadamente la maleta.

—Si estas dudas le perturban, ¿por qué ha venido?

—Para descubrir la verdad. Su agente Rizzet me dijo que usted ideaba esta expedición, y me aconsejó que me uniese a ella. Creo que las instrucciones que le dio eran decirme que al unirme a usted podría asegurarme que no recibiría mensajes que yo ignorase. Era bastante razonable, salvo que no creo que vaya a recibir ningún mensaje. Pero me dejé convencer, y he venido con usted.

—¿Para descubrir la verdad? —dijo Jonti en son de burla.

—Exactamente. Y ya puedo adivinarla.

—Dígamela, entonces. Deje que la descubra yo también.

—Vino para matarme. Estoy aquí solo, con usted, y delante de nosotros hay un acantilado por donde caer sería una muerte cierta. No habría señales de violencia deliberada. Ni miembros destrozados, ni señal alguna del uso de armas. Sería una bonita y triste historia para llevar a su nave. Habría resbalado y me habría caído. Podía traer consigo un grupo de rescate para recogerme y enterrarme con decencia. Sería todo muy conmovedor, y yo no me cruzaría ya en su camino.

—¿Cree eso y, sin embargo, ha venido?

—Lo espero. De modo que no me cogerá desprevenido. Estamos desarmados, y dudo que me pueda echar abajo utilizando sólo su fuerza muscular.

Por un instante la nariz de Biron se dilató. Había doblado su brazo derecho, lentamente y con impaciencia.

Pero Jonti se rió.

—Vamos, pues, a ocuparnos de nuestra radio, ya que su muerte es imposible.

—Todavía no; no he terminado. Quiero que admita que iba a intentar matarme.

—¡Oh! ¿Insiste en que desempeñe mi propio papel en este drama que ha improvisado? ¿Cómo espera forzarme a que lo haga? ¿Intenta arrancarme una confesión? Y ahora escúcheme, Farrill. Usted es joven y estoy dispuesto a tenerlo en cuenta, y además a considerar su nombre y su rango. Pero tiene que admitir que hasta ahora me ha servido más de estorbo que de ayuda.

—¡Desde luego; al conservarme vivo, a pesar de sus esfuerzos!

—Si se refiere al peligro que corrió en Rhodia, ya lo he explicado; no voy a volver a empezar.

Biron se levantó.

—Su explicación no fue correcta. Tiene un fallo que es evidente desde el principio.

—¿De veras?

—¡De veras! Levántese y escúcheme, o le haré levantar a la fuerza.

Los ojos del autarca se cerraron hasta parecer hendiduras, y se levantó.

—No le aconsejaría intentar la violencia, jovenzuelo.

—Oiga —la voz de Biron resonaba con fuerza, mientras su capa ondulaba al viento—. Dijo que me había enviado a una posible muerte en Rhodia solamente para comprometer al director en la conspiración antityrannia.

—Eso sigue siendo cierto.

—Eso sigue siendo una mentira. Su objeto primordial era que me matasen. Usted informó de mi identidad al capitán de la nave rhodiana, desde el primer momento. No tenía ninguna razón real para creer que se me iba a permitir siquiera ver a Hinrik.

—Si hubiese querido matarle, Farrill, podía haber puesto en su habitación una auténtica bomba de radiación.

—Evidentemente, era mucho mejor maniobrar para que los tyrannios cometiesen el asesinato en su lugar.

—Podía haberle matado en el espacio cuando entré por primera vez en el «Implacable».

—Desde luego. Vino equipado con un demoledor, y en un momento dado me estaba apuntando con él. Había esperado encontrarme a bordo, pero no se lo había dicho a su tripulación. Cuando Rizzet llamó y me vio, ya no fue posible desintegrarme. Entonces cometió un error. Me dijo que había dicho a sus hombres que yo estaba probablemente a bordo, mientras que Rizzet, algo más tarde, me dijo que no se lo había dicho. ¿Es que no instruye a sus hombres acerca de sus exactas mentiras, a medida que las va pronunciando, Jonti?

La cara de Jonti, blanca a causa del frío, pareció palidecer aún más.

—Sin duda debería matarle ahora por decir que he mentido. ¿Pero qué fue lo que hizo que no disparase antes de que Rizzet apareciese en la placa visora y le viese?

—La política, Jonti. Artemisa oth Hinriad estaba a bordo y, de momento, era un objeto más importante que yo mismo. Reconozco que cambió sus planes con rapidez. Haberme matado en presencia de ella hubiese echado a perder un juego más importante.

—¿Tan rápidamente me había yo enamorado?

—¡Amor! Si la muchacha en cuestión era una Hinriad, ¿por qué no? Primeramente intentó transferirla a su nave y, cuando eso falló, me dijo que Hinrik había traicionado a mi padre. —Quedó silencioso durante un momento y luego prosiguió—: De modo que la perdí y le dejé el campo libre. Me figuro que ahora ya no importa. Está firmemente de parte de usted, y ya puede seguir adelante con su plan de matarme sin ningún temor de que al hacerlo pueda perder sus posibilidades en la sucesión de los Hinriads.

Jonti suspiró.

—Farrill, hace cada vez más frío —dijo—. Me parece que el sol se está ocultando. Usted es increíblemente necio, y me fatiga. Antes de que terminemos esta sarta de imbecilidades, ¿querrá decirme por qué tengo yo interés en matarle? Es decir, si es que su evidente manía persecutoria requiere alguna explicación.

—Hay la misma razón que le indujo a matar a mi padre.

—¿Qué?

—¿Pensó usted que por un solo momento le creí cuando dijo que Hinrik había sido el traidor? Pudiera haberlo sido, de no ser porque su reputación de débil y despreciable está tan bien establecida. ¿Cree usted que mi padre era completamente idiota? ¿Acaso podía nunca haber tomado a Hinrik por algo diferente de lo que es? Si no hubiera conocido su reputación, ¿es que cinco minutos en su presencia no le hubiesen demostrado que no era sino un títere impotente? ¿Acaso mi padre hubiese dicho a Hinrik algo que pudiera ser utilizado para apoyar una acusación de traición en contra de él? No, Jonti. El hombre que traicionó a mi padre debe haber sido uno en quien tenía confianza.

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