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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (10 page)

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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Ganamos tres a dos, y fue una fiesta. Sobre todo porque ellos, humillados, nos pidieron la revancha para la semana siguiente. Nosotros pusimos cara de gente ocupada, de tipos abrumados por un montón de compromisos. Quedamos en volver a hablar recién el mes siguiente, porque argüimos estar tapados de desafíos contra los del Club Argentino, los de la canchita de «Tienda Presente», los de la Triangular de Segunda Rivadavia, y otros cotejos tan severos como ineludibles. Después nos enteramos de que recuperaron la Tango, y de que lo hicieron a través de los buenos oficios que interpusieron dos de los padres de ellos ante el anciano propietario de la casa sombría, tan venerable como remiso a las devoluciones. Pese al hallazgo, no nos alarmamos. La revancha sería en el barrio nuestro. Y de locales, la cosa iba a ser en la calle. Y en la calle con los botines no podés jugar. Aparte, como los palos son dos cascotes, podés discutir de lo lindo cada pelotazo que pase cerca de los arcos, sobre todo si Miguelito juega de tu lado. Y sobre todo, en la calle la Tango no se usa porque se arruina, se moja en los charcos de los cordones, se le despelleja el plastiquito y te la puede aplastar cualquier colectivo. Y nadie va a correr semejante riesgo, ni siquiera siendo un gordito platudo con un padre en Aerolíneas. Porque una Tango es muy linda y muy canchera, pero sale un ojo de la cara.

Independiente, mi viejo y yo

«Mirá que esta noche es el partido», me dijo él. Hizo bien porque uno, a los cinco años, no tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papá se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papá, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita importancia de esa noche.

Los preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo que era invierno y que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones cortos, y al aire libre. Una salomónica intervención de papá desempantanó por fin el pleito: con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda, igualito que Daniel Bertoni. Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero. Cuando llegué, rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas. Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.

Papá se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mí me parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito, para fumarse los nervios uno por uno.

Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de «minuto cero del primer tiempo, es tiempo para una ginebra Bols» (o cosa por el estilo) que marcaba la hora señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado abruptas. Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos. «Mira, tipito —empezó, porque él me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes—, que la cosa viene difícil.» Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por no se qué diferencia de gol. Pero para mí sus argumentos sonaban confusos. ¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el rey de copas, que la copa, la copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni levantar las patas del pasto? Él trató de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a ser muy difíciles y peliagudas.

De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el «sí, sí señores, yo soy del Rojo», y algún otro estribillo para ir matando el tiempo. Cuando finalmente se acabaron las propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajó el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros. Cada uno ocupó su sitio de siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre del win izquierdo de bolsillo.

Pero la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenía en medio de mi mar de sueño.

Papá esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con los canutos y las banderas. El me dijo con aire confiado que no hacía falta, que igual sin mí íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí.

A la mañana siguiente mamá me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me dejé vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del living para atarme los cordones, como hacía siempre mientras esperábamos que pasara el micro. Apenas me despabilé un poco recordé la noche de la víspera, y me desesperé preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miró y dijo no saberlo. Le pregunté por papá, y respondió que aún no se había levantado.

Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno. Yo tenía el guardapolvo cuadrillé lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada en la diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado, y me había quedado sin el Jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la cuidaba más que a mi vida). De repente oí abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida escuché el clásico arrastrar de las chinelas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un vuelco. Lo llamé a los gritos. Entró a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi ansiedad. Yo lo interrogué por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mamá terminando de atarme los cordones.

El se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir campeón de América. Yo, aún en medio de mi alegría, me hice el tiempo de preguntarle cómo habíamos hecho, si él me había dicho que era muy difícil, que en Brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que hacerles como tres goles, que en el campeonato de acá andábamos como la mona. El me miró risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe.

«Pero, tipito —empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio—, ¿no te dije que los brasileños ven la camiseta del Rojo y se asustan tanto que no pueden ni mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananas para entrar en calor? Por eso te dejé dormir. Porque era tan fácil que nos las rebuscarnos sin tu aliento.» Y en medio de mi maravilla impávida, terminó: «Menos mal que te dormiste. Imagínate si te quedas despierto y gritas conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren venir a jugar nunca más, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa». Después me levantó en brazos y cantamos «la copa, la copa, se mira y no se toca», y dimos la vuelta olímpica a los saltos, por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes.

Supongo que ésos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así ocurrió conmigo. Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un problema que me agobia, o cuando me toca sufrir por radio y por televisión un partido de Independiente y me como los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseñó lo inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar, una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de que mientras yo sueño, mi papá e Independiente, como duendes laboriosos, van a arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana.

Y queda en mí el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando Independiente gana un campeonato —al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente existen— lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima de todas las traiciones de la muerte. Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y de mí, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en cuando, llenarle la canasta.

Todavía me acuerdo de ese número once de cuero blanco, cosido en la camiseta como el de Bertoni. Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo también lleva lo suyo. Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas: un diez de cuero blanco, igualito igualito al de Bochini.

Último hombre

López había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente. Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio. Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques y gambetas. ¿No había sido una catástrofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el desdén de los volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre en paz.

La noche definitiva era una de esas noches en las que llueven lluvias mansas, parsimoniosas, leves y frías. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo tiempo. Cero a cero, trabado en el medio, cosa natural en dos equipos jugados al empate en el afán de sacarle el cuello a la guillotina del descenso. López hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido rosario de jeringueos y reproches.

La hecatombe no se anunció a través de señales contundentes. Simplemente se inició cuando López salió a cortar una pelota dividida con el siete contrario, un jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por afuera. López no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota un segundo antes que él cortara. Lo dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, López se lanzó a la pileta húmeda del lateral con la certeza de que sus 95 kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los carteles del costado.

Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín izquierdo. El otro yacía, aturdido, en un charco cercano al banderín del córner. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la grada semidesierta le entibiaron el alma. Faltaba únicamente buscar con la mirada al tres o a algún volante, para que abrieran el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado antes. López bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados, su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero López decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. López llegó a oír que el técnico le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma. Entrecerró los ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del delantero, notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre llevan en el rostro los delanteros.

Nunca supe lo que López sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita intuición de la negritud insoslayable de la muerte. De hecho, cuando el contrario se le tiró a los pies, López hamacó sus 95 kilos, balanceó su cadera inexperta, y dejó que el botín acariciara levísimamente la pelota. A los treinta y tres años Juan López acababa de tirar un caño en el borde del área. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largáse. López lo contempló sin prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras él al trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le salieran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.

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