Read Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol Online

Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (20 page)

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
13.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin poder dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor, estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!» y se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición a los ojos de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes.

Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo que me crecía mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa Sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra, y cuanto más me calentaba conmigo más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta, más y más yo sentía que me decía: «vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».

Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos por el tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban los trapos rojos y blancos. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.

De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.

No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí sólito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado.

Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.

Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas.» Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?

Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo!» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al Cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabes de dónde.

El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la sabiola”, me decían, “la sacaste rebarata, Nicanor».

Sí pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha en ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo que sé, eran otros tiempos.

Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.

A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de Reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. Por eso me voy. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.

Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.

¿Cómo qué promesa, pibe? La que me impuso ella, con el dedito levantado y los ojos echándole chispas: “Yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual. Pero vos juráme que nunca; pero nunca, nunca, volvés a gritar un gol de Morón contra Chicago”.

¡Chau, pibe!

Epílogo
(Oración con proyecto de Paraíso)

Querido Dios:

A veces se me da por pensar cómo será el Paraíso. Ya sé, Dios, ya sé que no va cualquiera, ya lo sé. Pero pongamos que uno se ha portado más bien que mal. Y que finalmente la cosa tiene premio.

¿Qué pusiste vos del otro lado? ¿Cómo será el asunto? ¿Será un único Cielo para todos? ¿Andaremos todos juntos, encontrándonos y despidiéndonos después? ¿O será más bien algo hecho como a medida, una especie de Cielo personal, para que uno vaya y le ponga lo que más le gusta, como cuando uno es chico y tu vieja te pregunta de qué querés la torta de cumpleaños? O a lo mejor son las dos cosas: en la calle te encontrás con todos, y tu casa la armas a tu gusto.

Vaya uno a saber. Pero por si acaso, y supongamos que uno pueda hacer peticiones, yo ya tengo dos preparadas. Las tengo de memoria, por si acaso en el momento de rendirte cuentas me trabuco y se me piantan.

Primero: no quiero que transmitan los partidos. Te lo pido por favor. Nada de estar comiéndome los codos con la campaña de Almirante. Ya me banqué bastantes amarguras acá abajo, la pucha. Aparte, mirá si pasa algún delegado tuyo y me manyan puteando al lineman o al perro ese que acaba de errar un gol hecho. Y después se me arma un lío de novela con vos, y yo qué sé, ponéle que me rajan.

Y lo otro es que haya una cancha. Una cancha posta, ¿sabés? Con el pastito bien verde y parejito. Capaz que ahí nadie juega. Capaz que andan todos en otra, cantando, tocando el arpa, vos debés saber. Aunque no haya con quién juntarse a patear, a mí no me importa. Pero que la cancha esté. Y que haya un balón, claro. Porque si voy al Cielo quiero hacer lo que más me gusta en la vida. Y otra cosa: que en la cancha llueva, porque con lluvia es más lindo. ¿Te imaginás? El trotecito corto. El agua resbalándome por la jeta. El olor al pasto mojado. La bola cortita y al pie. ¿Qué más se te puede pedir, decíme?

No te pido más nada, Dios. Lo demás que sea como vos dispongás. Pero por favor, en serio, por favor: que la cancha esté.

EDUARDO SACHERI. Nació en Buenos Aires en 1967. Profesor y licenciado en Historia, ejerce la docencia universitaria y secundaria. Publicó los libros de relatos
Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
(2000),
Te conozco, Mendizábal y otros cuentos
(2001),
Lo raro empezó después. Cuentos de fútbol y otros relatos
(2004),
Un viejo que se pone de pie y otros cuentos
(2007), y las novelas
La pregunta de sus ojos
(2005; Alfaguara, 2009) y
Aráoz y la verdad
(Alfaguara, 2008). Colabora en diarios y revistas nacionales e internacionales. Su novela
La pregunta de sus ojos
fue llevada al cine por Juan José Campanella, con el nombre
El secreto de sus ojos
, film que se convirtió en una de las películas más exitosas de la historia del cine argentino, fue distinguido con numerosos premios —entre los que se destaca el Oscar a la mejor película extranjera (2010)— y cuyo guión estuvo a cargo de Sacheri y Campanella. Aráoz y la verdad fue adaptada al teatro por Gabriela Izcovich y protagonizada por Luis Brandoni y Diego Peretti. Sus narraciones han sido publicadas en medios gráficos de la Argentina, Colombia y España, e incluidas por el Ministerio de Educación de la Nación en sus campañas de estímulo de la lectura. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
13.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

JAVIER by Miranda Jameson
LipstickLeslee by Titania Leslee
No Worries by Bill Condon
Love Through LimeLight by Farrah Abraham
Lord of the Isles by David Drake
The Einstein Prophecy by Robert Masello
Irresistible by Mackenzie McKade
Maggie MacKeever by Lady Sweetbriar
The Wedding Wager by Regina Duke