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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (15 page)

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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“Es en ese instante cuando la idea lo atraviesa como un relámpago. En medio del dolor por sus amigos muertos, una luz de milagro se abre en su horizonte. No sólo ha sobrevivido. Dios le ha dado las herramientas que necesita para construir la vida que ha soñado. Desesperado, sigue manejando hasta poder dar con un teléfono. Recuerden que es un hombre inteligente, que por añadidura ha utilizado sus años de gloria para cultivarse con maestros adecuados. Mientras conduce ultima los detalles de su partida. Cuando por fin logra dar con un teléfono en una estación de gasolina semidesmantelada, llama a su mujer rogando que conteste. Le toma varios minutos convencerla de la verdad, tal es el estado de histeria en que se encuentra. Finalmente, cuando está seguro de que ella se ha serenado lo suficiente, le explica los rudimentos de lo que tiene en mente. Ella lo escucha primero extrañada, luego confundida, al cabo entusiasmada. Ella ha compartido con él ese sueño inasible. Entre las brumas no disipadas de sus lágrimas recientes y para no arruinarlo todo con equivocaciones estúpidas, anota en un papel las cuatro o cinco instrucciones fundamentales que Baltasar le dicta desde el país lejano. Sólo los más íntimos deben saberlo. Los padres de ella, la madre de él, sus dos hermanos. Los niños son suficientemente pequeños para poder esperar a verlo en persona.

“Cuando cuelga Baltasar no tiene tiempo que perder. El encargado del sitio lo mira con cierta atención. Pero el crack no se preocupa: el tipo está borracho y como mucho recordará con vaguedad a un hombre vestido de deportista asombrosamente parecido a ese futbolista extranjero tan conocido, Quiñones, que acaba de matarse en un accidente aéreo. Vuelve a dejar el auto en el aeródromo desierto. Llega apenas a tiempo para evitar el enjambre de reporteros gráficos que en los días siguientes fotografiarán hasta el cansancio ese carro abandonado. Consigue otro y conduce sin tregua todo el día y toda la noche. Cruza la frontera con Nicaragua al amanecer. En ese país la guerra entre Somoza y los sandinistas todavía no se ha aquietado. No es difícil conseguir documentos falsos por unos pocos dólares, y Baltasar los tiene en abundancia. Hundido en un hotelucho espantoso observa sus funerales célebres, mientras se afeita la cabeza y se deja crecer la barba y el bigote. Tres meses después vuela de regreso a la patria en la avioneta que conduce su propio hermano, Nicolás.

“Nicolás, además, ha comprado para él una casita en algún pueblo lejano, y allí se instala. Los primeros días sale poco. Teme que lo descubran de inmediato. Pero con el correr del tiempo se anima a salidas más prolongadas. Ha cambiado totalmente su aspecto. Tal vez está rapado, o usa una ridícula peluca de largo cabello rubio. Tal vez ha engordado doce kilos, o adelgazado nueve. No lo sé. En esto sólo especulo. Cuando está seguro de sí, consigue un trabajo como maestro. En el pueblo les llama la atención ese forastero tan extraño y tan solitario. Pero necesitan un maestro que pueda enseñar a leer y a contar, y que se conforme con la miseria que van a pagarle. Cuando al mes siguiente llega su familia, los ánimos terminan de tranquilizarse. El forastero no es un personaje solitario. Ahora que se ha establecido, ha traído a su familia consigo. Tiene una mujer bella y tres niñitos hermosos. Tal vez se trate de uno de esos universitarios que han tenido dificultades con el gobierno de nuestro nuevo dictador vitalicio. Para el caso, lo mismo da. El hombre es honrado y cariñoso. Asiste a misa los domingos. No se emborracha. No golpea a su compañera. En pueblos pequeños como los nuestros, eso sólo lo convierte en candidato a la santidad, ¿o acaso miento?

“Eso es todo, amiguitos. De allí en adelante, Baltasar Quiñones se dedica a vivir la vida que ha soñado. No tiene preocupaciones económicas, pues su familia administra sus bienes. Tampoco comete la estupidez de emprender gastos ostentosos que delaten su verdadero status. Nunca le han interesado. Su mujer es feliz de tenerlo en casa los fines de semana y de ir al cine del pueblo los sábados por la noche sin que nadie cruce con su marido más que un respetuoso ‘adiós, maestro’.

“Y por añadidura, Baltasar es testigo vivo de su conversión en héroe nacional perpetuo. Tal vez transita todos los días una calle con su nombre. Descansa en casa en sus cumpleaños, que son feriados precisamente por eso, y observa por la tele los discursos alusivos que el gobierno ensaya al pie del mausoleo que guarda su memoria. Está a salvo de todo. El tiempo ya no podrá corromperlo. Lo último que ha hecho en la vida ha sido convertir un gol inolvidable al servicio de la patria, el 20 de junio de 1981, en Costa Rica. Nunca envejecerá. Nunca deberá retirarse. Nunca se desvalorizará su pase. Nunca deberá rechazar jugosas ofertas para convertirse en director técnico. Nunca deberá arriesgar su buen nombre y el cariño popular en aventuras políticas que traten de involucrarlo. Nunca bajará de ese pedestal de cristal desde el que reina sobre la Plaza de la República. Sagrado, heroico, incorruptible, hacedor de milagros. Intocable para toda la eternidad.

Hubo un momento, cuando terminó de hablar, en el que podía palparse la telaraña mágica en la que el joven acababa de atrapar a su auditorio. Pero de inmediato uno de los muchachos rompió el hechizo:

—Hay algo que no entiendo, Miguel. —Mario se rascaba la cabeza mientras hablaba—. ¿Tú crees posible que la mujer de Baltasar estuviera dispuesta a atender el teléfono inmediatamente después de enterarse de la muerte de su esposo?

—No sé, Mario, tal vez atendió otro familiar... —Miguel movía las manos mientras buscaba algún argumento más contundente— un hermano, un primo, da igual.

—No lo creas, Miguel, no lo creas. Hubiese bastado un grito de «¡Baltasar, Baltasar al teléfono!» para que la noticia se hubiese vuelto incontenible. ¿Y cómo guardar el secreto luego? —Mario terminó como para sí—. No Miguel, me parece difícil de aceptar.

—Bueno, hay detalles que tengo que revisar...

—Quietos, muchachos, quietos. —Ahora lo había interrumpido Antonio—. Yo también tengo mis dudas. Tú dices que Baltasar se refugia en un pueblo perdido, ¿cierto? Y que sus vecinos lo aceptan complacidos porque necesitan un maestro, aunque sea un joven capitalino que ha tenido dificultades políticas. ¿No es un poco ingenuo suponer que ni la policía ni el ejército van a molestar al forastero? Digo, alguien que llega desde la nada... —Antonio dejó en el aire sus últimas palabras. La expresión de Miguel iba pasando de la euforia al abatimiento.

—Y hay otra cosa, Miguel, si me disculpas. —Mario volvía al ataque pero su tono de voz era suave, íntimo, como un intento de no dañar más las ilusiones de su amigo—. Si he seguido tu explicación correctamente (y puedo asegurarte que lo he hecho), toda tu hipótesis descansa en el supuesto de que ese reloj te marca el exacto momento de la partida de Baltasar desde el hotel, ¿cierto?

—Cierto. —El tono de voz de Miguel llevaba la cautela de quien espera un ataque furibundo.

—¿Y quién te asegura que ese reloj estaba en hora, Miguel?

El muchacho abrió los brazos y farfulló algunas palabras, pero era evidente que no estaba listo para esas objeciones.

—Es verdad —terció Damián, que hacía rato que no habría la boca—. Aquí en el pueblo tenemos tres relojes públicos: el de la Iglesia, el de la Escuela, el del Municipio. Y ninguno funciona.

—Lo sentimos —Antonio buscaba las palabras para no herir a su compinche—, pero no queremos que te hagan pasar vergüenza en la televisión, ¿sabes?

La magia que Miguel había construido acababa de derrumbarse con un estrépito de silencio. El tiempo reinició su transcurso. El encargado del bar acomodó unas copas. Dos parroquianos se movieron e hicieron crujir sus sillas. Los cuatro amigos, sin embargo, permanecieron largos minutos con las cervezas entre las manos y las cabezas bajas. Por fin Antonio se incorporó de su asiento decidido a disipar esa atmósfera de velorio.

—¿Qué tal una partida, muchachos? —dijo señalando el billar.

—¡Seguro, Antonio! —Damián y Mario se incorporaron aplaudiendo.

—Los veo luego, muchachos. —Miguel, apesadumbrado, había recogido sus biblioratos.

Sus amigos lo tomaron de los brazos, le propinaron algún coscorrón afectuoso, lo provocaron para que aceptara un desafío al billar, pero no hubo caso. Miguel se encaminó a la puerta.

V

Salí unos minutos después. El sol estaba todavía alto, de manera que fui por el camino del Club Social, cuyas veredas arboladas ofrecen cierta protección para cabezas calvas como la mía.

Grande fue mi sorpresa cuando vi a Miguel recostado sobre la verja. Por el modo en que me miró comprendí que me había identificado como uno de los testigos de su perorata. Al verlo de cerca vi sus ojos húmedos y sentí por él una compasión infinita. Una parte de mí me indicaba que siguiera de largo, que me limitara a saludarlo con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Pero la tristeza de su expresión me conmovía de tal modo que no podía sencillamente ignorarlo. Le pregunté si quería caminar para que se le sacudiera la tristeza. Asintió y nos adentramos en los terrenos del Club. Es usual que la gente del pueblo haga eso. Las canchas de fútbol están rodeadas por inmensos robles que brindan una sombra preciosa para caminar por esos senderos. Yo iba con las manos tomadas a la espalda, y él caminaba sin ganas con las suyas dentro de los bolsillos.

—No debes entristecerte —empecé—. Hiciste un esfuerzo notable, de todos modos. —El chico no respondía—. Además, no tenías por qué saber lo del reloj y esas otras cosas —aventuré como disculpándolo.

—Es cierto, pero no me sirve de nada.

—¿Cómo que no? ¿Y todo lo que sabes? Ahora sabes un poco más. —Tampoco eso sonó muy convincente. Seguía con la cabeza baja, y tenía los ojos húmedos de nuevo.

Yo dejé de mirarlo y bajé los ojos a mis propios zapatos.

—Qué pena, ¿no? Estabas listo para hacerte famoso en la tele, ¿cierto?

—Qué va, señor. La tele no me importa. ¿Quién se acordaría de mí la semana entrante? No es eso, sinceramente le digo.

—¿Y qué es entonces?

El muchacho gesticuló varias veces, como buscando las palabras.

—Usted se habrá dado cuenta de lo que yo admiro a Baltasar, ¿sí?

—Evidentemente.

—Y bueno, si mi historia hubiese sido cierta...

—Querría decir que Baltasar está con vida —completé.

—Exacto. —Miguel sonrió—. Imagínese que fuera cierto.

—Hay algo que no entiendo, entonces —el muchacho me miró—, si admiras tanto a Baltasar Quiñones...

—¿Qué?

—Y Baltasar se ocultó voluntariamente...

—¿Y qué con eso?

—¿Por qué te empeñas en descubrir su juego?

El muchacho calló.

—¿No piensas que él preferiría dejar las cosas como están, con su nueva vida «silenciosa» como tú mismo la definiste?

—Es que no busco alterarlo, señor, en absoluto. Sólo quisiera saber si está vivo.

—¿Y tú crees que contando lo que creíste haber averiguado ibas a obligarlo a «salir de las sombras», por decirlo de algún modo?

—Supongo que sí... —Miguel dudó.

—¿Cómo habría de volver Baltasar a su existencia anónima, una vez que todos sus compatriotas supieran que está con vida?

Miguel no contestó.

—¿Y qué crees que pensarían esos mismos compatriotas, que durante veinte años lo han llorado y venerado como a un héroe? ¿No piensas que lo despedazarían con el mismo fervor con el cual han idolatrado su memoria?

Caminamos en silencio bajo los árboles unos cien metros. Luego debimos salir al sol para atravesar una de las dos canchas profesionales, que quedan de camino hacia mi casa. En el fuego de las cuatro, ni las moscas andaban por el sitio. Por fin Miguel abrió la boca:

—Creo que tiene razón —entrecerró los ojos y agregó—: pero me cuesta hacerme a la idea de saberlo muerto ahora que me había entusiasmado tanto con esto de que estaba vivo.

Seguimos caminando en silencio. Me volví a mirarlo y de nuevo me compadecí de su tristeza. Habíamos cruzado el círculo central y avanzábamos hacia una de las áreas. Advertí que allí, desperdigados en el césped, cinco o seis balones refulgían bajo el sol de la tarde. Delicias como ésa son las que yo amo de los pueblos pequeños. Esas pelotas estaban allí, de seguro, desde el mediodía; y seguirían en ese sitio sin que nadie las hurtase hasta las cinco, cuando el entrenador del colegio las recogiese para la clase vespertina. Al verlas Miguel se adelantó y, con un bonito puntapié, mandó una a estrellarse contra la red del arco. Por mi parte hice lo que siempre hago: esquivé el sitio y me encaminé hacia el lateral. Pero Miguel, tal vez con ganas de sacudirse el mal sabor que traía consigo, me alcanzó otro de los balones.

—¡Ahí va, señor, déle duro!

—Hace un poco de calor, ¿no crees?

El muchacho sonrió y se volvió hacia el arco para seguir caminando. Cuando tuve la pelota en los pies mi primer impulso fue hacerla a un lado y seguir la marcha, pero en ese instante me asaltó un súbito presagio. Es que había algo que se respiraba en el aire de ese día cargado de casualidades infinitas. De modo que cambié de parecer.

Yo estaba parado casi en el vértice del área. La adelanté con la diestra y le di un zurdazo curvo, cuidando de no resbalar con mis zapatos de suela. El balón se estrelló casi en el ángulo del palo derecho con el travesaño.

—¡Hombre, qué chutazo! —Miguel se entusiasmó con mi puntería—. ¡Pruebe otro! —añadió haciéndose a un lado. Sonreí y pegué un trotecillo hacia la medialuna. Allí me encontré con la pelota que volvía. Le pegué ahora con la diestra, que es mi pierna menos hábil, con el pie de lado. Salió un tiro bajo que dio casi en la base del parante izquierdo—. ¡Amigo, qué jugador! —exclamó Miguel.

Cuando el balón volvió a mis pies de nuevo le di con la diestra aunque ahora con los dedos pequeños del pie. El balón tomó efecto y dio en el poste derecho, a media altura.

Miguel se volvió a mirarme, mudo de asombro.

—Dejemos claras algunas cosas, Miguel —empecé mientras disparaba por cuarta vez, de nuevo con el arco del pie izquierdo, y esperaba el rebote en el caño derecho. Levanté la vista para mirarlo, pero él miraba sólo mis piernas, la pelota y el arco, alternativamente, según se sucedía la secuencia de disparos y rebotes en los postes.

—Primero: ser maestro de escuela es un oficio hermoso, pero demasiada gente te conoce en pocos años. Es mejor trabajar en el Registro de Inmuebles. ¿Comprendes a qué me refiero?

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