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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (10 page)

BOOK: Fablehaven
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—Otra vez un mero montón de bichos —comentó Lena.

—¿Puedo tomar un poco de chocolate caliente?

—Deja que cuelgue este último móvil —respondió mientras desplazaba el taburete y se encaramaba a él sin ningún temor.

¡Era tan mayor! ¡Si se cayese, seguramente moriría!

—Ten cuidado —le dijo Kendra.

Lena le quitó importancia con un movimiento de la mano.

—El día que sea demasiado vieja para subirme a un taburete será el día en que me tire del tejado. —Colgó el último móvil musical—. Tuvimos que quitarlos cuando llegasteis. Habría podido despertar vuestras sospechas ver a los colibríes haciéndolos sonar.

Kendra siguió a Lena al interior de la casa.

—Hace años, había una iglesia cuyas campanadas se oían desde aquí. A veces tocaban melodías con ellas —le explicó Lena—. Era muy divertido ver a las hadas imitando la música. Todavía, de vez en cuando, interpretan aquellas viejas canciones.

Lena abrió el frigorífico y extrajo una botella de leche de las antiguas. Kendra se sentó a la mesa. Lena vertió la leche en un cazo que había en el fogón y empezó a agregarle ingredientes. Kendra observó que no echaba únicamente cucharadas de cacao en polvo, sino que iba vertiendo y removiendo el contenido de gran variedad de botes.

—El abuelo dijo que te preguntáramos sobre la historia del hombre que hizo el cobertizo de las barcas —empezó Kendra.

Lena dejó de dar vueltas a la leche.

—¿Ah, sí? Supongo que yo conozco esa historia mejor que nadie. —Volvió a remover—. ¿Qué os contó?

—Dijo que el hombre estaba obsesionado con las náyades. Por cierto, ¿qué es una náyade?

—Una ninfa acuática. ¿Y qué más os dijo? —Sólo que tú conoces la historia.

—El hombre se llamaba Patton Burgess —explicó Lena—. Se convirtió en encargado de la propiedad en 1878, tras heredar el puesto de su abuelo materno. En aquel entonces era un hombre joven, bastante apuesto, con bigote... Hay fotografías suyas arriba. El estanque era su lugar preferido de toda la finca.

—También el mío.

—Iba allí y se pasaba horas contemplando a las náyades. Ellas intentaban engatusarle para que se acercase a la orilla, como tenían por costumbre, con objeto de ahogarlo. El se acercaba, a veces incluso fingía que iba a zambullirse, pero se quedaba siempre justo fuera de su alcance, tentándolas.

Lena probó el chocolate y le dio unas cuantas vueltas más.

—A diferencia de casi todos los visitantes, que parecían considerar a todas las náyades como criaturas intercambiables entre sí, él prestaba especial atención a una ninfa en particular, y preguntaba por ella llamándola por su nombre. Empezó a ignorar a las otras náyades. Los días en que su predilecta no se dejaba ver, él se marchaba pronto.

Lena vertió la leche del cazo en un par de tazas.

—Se obsesionó con ella. Cuando construyó el cobertizo, las ninfas no entendían lo que estaba haciendo. Fabricó una barca de remos, ancha y recia, para poder salir al agua y estar más cerca del objeto de su fascinación. —Lena llevó las tazas a la mesa y se sentó—. Las náyades trataban de desestabilizar el bote cada vez que se echaba al agua, pero estaba construida de un modo demasiado ingenioso. Sólo conseguían empujarla por todo el estanque.

Kendra dio un sorbito. Aquel chocolate a la taza era una obra maestra. Justo lo bastante tibio para poder beberlo a gusto.

—Patton decidió intentar engatusar a su náyade predilecta para que saliese del agua y fuese a charlar con él en tierra. Ella respondió instándole a reunirse con ella en el estanque, ya que abandonar el agua significaría ingresar en la mortalidad. El tira y afloja duró más de tres años. Él la rondaba con su violín y le leía poemas y le hacía promesas sobre la vida que llevarían jimios. Daba muestras de tal sinceridad y perseverancia que en ocasiones ella miraba sus bondadosos ojos y flaqueaba. Lena dio un sorbo a su chocolate.

—Un día de marzo, Patton tuvo un descuido. Se inclinó demasiado sobre la borda y, mientras conversaba con su predilecta, una náyade le cogió de la manga. Como hombre fuerte que era, resistió el tirón, pero la lucha le obligó a colocarse en un lateral de la barca y aquello desestabilizó su acostumbrado equilibrio. Un par de náyades empujaron la barca por el otro lado y la nave volcó.

—¿Murió?

Kendra estaba horrorizada.

—Habría muerto, en efecto. Las náyades obtuvieron su botín. En sus dominios, él no tenía nada que hacer. Enloquecidas por su tan anhelada victoria, se lo llevaron al fondo del estanque para añadirlo a su colección de víctimas mortales. Pero su predilecta no pudo soportar aquello. Había llegado a sentir afecto por Patton, seducida por su diligente atención, y, a diferencia de las demás, no le divertía su muerte. Se enfrentó a sus hermanas y lo devolvió a la orilla. Ése fue el día en que abandoné el estanque.

A Kendra se le escapó el chocolate de entre los labios y roció con él la mesa.

—¿Tú eres la náyade?

—Lo fui, un día.

—¿Te convertiste en mortal?

Lena recogió distraídamente con una toallita el chocolate que Kendra acababa de esparcir.

—Si pudiese retroceder en el tiempo, tomaría la misma decisión, una y otra vez. Tuvimos una vida dichosa. Patton dirigió Fablehaven durante cincuenta y un años antes de pasarle el puesto a un sobrino suyo. Después vivió doce años más... Murió a los noventa y uno. Conservó la lucidez hasta el último momento. También ayuda a ello el tener una esposa joven.

—¿Cómo es que sigues viva?

—Quedé sometida a las leyes de la mortalidad, pero han ido haciendo efecto gradualmente. Cuando estaba junto a él en el lecho de muerte, parecía quizá veinte años mayor que el día en que le saqué del agua. Me sentía culpable por parecer tan joven mientras su frágil cuerpo se apagaba. Yo quería ser vieja como él. Por supuesto, ahora que finalmente empiezo a aparentar mi edad, no me importa mucho.

Kendra bebió un poco más de su chocolate a la taza. Estaba tan cautivada que apenas lo saboreó.

—¿Qué hiciste después de que él muriese?

—Aproveché mi mortalidad. Había pagado un precio muy alto por ella, así que decidí recorrer el mundo entero para ver lo que podía ofrecer. Europa, Oriente Medio, la India, Japón, Sudamérica, África, Australia, las islas del Pacífico. Viví muchas aventuras. Establecí varios récords de natación en Gran Bretaña y podría haber ganado muchos más, pero me contuve; no habría sido sensato despertar demasiada curiosidad. Ejercí de pintora, de jefa de cocina, de geisha, de trapecista, de enfermera. Muchos hombres persiguieron mi amor, pero yo no volví a amar a nadie. Al final, todos los viajes empezaron a parecerse y regresé a casa, al lugar que mi corazón no había abandonado nunca.

—¿Alguna vez vuelves al estanque?

—Sólo con el recuerdo. No sería prudente. Allí no soy apreciada, y mucho menos aún debido a su envidia secreta. ¡Cómo se reirían de mi aspecto! Ellas no han envejecido un solo día. Pero yo he experimentado muchas cosas que ellas no conocerán jamás. Unas dolorosas, otras maravillosas.

Kendra apuró lo que le quedaba del chocolate y se limpió los labios.

—¿Cómo es ser una náyade?

Lena miró por la ventana.

—No es fácil explicarlo. Yo misma me hago la misma pregunta. No fue sólo que mi cuerpo se volviese mortal; también mi mente se transformó. Creo que prefiero esta vida, pero tal vez sea porque he cambiado de forma radical. La mortalidad es un estado del ser totalmente diferente. Te vuelves más consciente del tiempo. Yo vivía plenamente satisfecha cuando era una náyade. Viví en un estado invariable durante lo que debieron de ser muchos milenios, sin pensar nunca en el futuro ni en el pasado, siempre en busca de una diversión que siempre hallaba. Prácticamente no era consciente de mí misma. Ahora lo recuerdo como algo difuso. No, como un abrir y cerrar de ojos. Un instante que duró miles de años.

—¡Habrías vivido eternamente! —exclamó Kendra.

—No éramos exactamente inmortales. No envejecíamos, así que supongo que algunas de nuestra especie podrían sobrevivir eternamente, si los lagos y los ríos duran toda la eternidad. Es difícil saberlo. Nosotras no vivíamos, en realidad, no como los mortales. Nosotras soñábamos.

—¡Vaya!

—Al menos así fueron las cosas hasta que apareció Patton —añadió Lena, más bien para sí misma—. Empecé a anhelar sus visitas, y a rememorarlas con cariño. Supongo que eso fue el principio del fin.

Kendra sacudió la cabeza.

—Y yo que pensé que simplemente eras un ama de llaves con sangre china. Lena sonrió.

—A Patton siempre le gustaron mis ojos. —Pestañeó—. Decía que era presa fácil de todo lo asiático.

—¿Cuál es la historia de Dale? ¿Es un rey pirata o algo por el estilo?

—Dale es un hombre normal. Primo segundo de tu abuelo. Un hombre de su confianza.

Kendra miró dentro de su taza vacía. Los posos del chocolate formaban un círculo en el fondo.

—Tengo una pregunta que hacerte —dijo—, y quiero que me respondas sinceramente.

—Si puedo...

—¿Está muerta la abuela? —¿Qué te hace preguntar eso?

—Creo que el abuelo se inventa excusas falsas para explicar su ausencia. Este lugar es peligroso. Ha mentido sobre otras cosas. Tengo la sensación de que está intentando protegernos de la verdad.

—Muchas veces me pregunto si las mentiras son un mecanismo de protección.

—Está muerta, ¿verdad? —No, está viva. —¿Es la bruja? —No es la bruja.

—¿De verdad ha ido a ver a la tía Nosequerrollos a Misuri? —Eso tendrá que decírtelo tu abuelo.

***

Seth miró por encima de su hombro. Aparte de las hadas que revoloteaban aquí y allá, el jardín parecía tranquilo. El abuelo y Dale se habían marchado hacía rato. Lena permanecía en la casa limpiando el polvo. Kendra estaba por ahí, haciendo quién sabe qué cosa aburrida de las que la mantenían ocupada. Seth llevaba en la mano su kit de emergencia, junto con unos cuantos añadidos estratégicos. La operación Avistamiento de Monstruos Molones estaba a punto de comenzar.

Vacilando, cruzó las lindes de la explanada de hierba y penetró en el bosque; casi esperaba que de un momento a otro se abalanzaran sobre él los hombres lobo. Un poco más allá vio unas cuantas hadas, no tantas como en el jardín. Por lo demás, todo estaba más o menos como las veces anteriores.

Inició la marcha en línea recta, a paso brioso.

—¿Adonde crees que vas?

Seth giró sobre sus talones. Kendra se dirigía hacia él desde el jardín. Seth retrocedió para reunirse con ella en el límite de la explanada de hierba.

—Quiero ver lo que hay de verdad en el estanque. Las «nayaloquesea» y todo eso.

—¿Hasta qué punto estás mal de la cabeza? ¿No oíste ni una palabra de lo que nos contó ayer el abuelo?

—¡Iré con cuidado! No me acercaré al agua.

—¡Podrías matarte! Quiero decir, matarte de verdad, no atacado por la picadura de una garrapata. ¡El abuelo ha impuesto esas normas por algo!

—Los adultos siempre infravaloran a los niños —replicó Seth—. Se ponen en plan protector porque piensan que somos bebés. Piensa en ello. Antes mamá se quejaba todo el rato de que jugase en la calle. Pero yo siempre salía. ¿Y qué ocurrió? Nada. Estaba atento. Me apartaba cuando venía un coche.

—¡Esto no tiene nada que ver!

—El abuelo va de acá para allá.

Kendra apretó los puños.

—¡El abuelo conoce los lugares que hay que evitar! Tú ni siquiera sabes lo que te vas a encontrar. Además, cuando se entere el abuelo, te quedarás encerrado en el desván el resto de nuestra estancia.

—¿Y cómo se va a enterar?

—¡La última vez se enteró de que nos habíamos metido en el bosque! ¡Se enteró de que bebimos la leche!

—¡Porque tú estabas ahí! Me pegaste tu mala suerte. ¿Cómo sabías adonde iba?

—Tienes que perfeccionar tus habilidades de agente secreto —respondió Kendra— Podrías empezar por no ponerte la camisa de camuflaje cada vez que decidas salir de exploración.

—¡Tengo que esconderme de los dragones!

—Bien. Prácticamente eres invisible. Una simple cabeza flotante.

—Llevo mi equipo de emergencia. Si algo me ataca, puedo espantarlo con mis herramientas. —¿Con gomas elásticas?

—Tengo un silbato. Y un espejo. Y un mechero. Y petardos. Creerán que soy un brujo. —¿De verdad te crees eso?

—Y tengo esto. —Extrajo el pequeño cráneo que había en el globo de cristal del escritorio del abuelo—. Esto debería servir para que se lo piensen dos veces.

—¿Un cráneo del tamaño de un cacahuete?

—Seguramente ni siquiera hay monstruos —dijo Seth—. ¿Qué te hace pensar que el abuelo ha dicho la verdad esta vez? —No sé, ¿tal vez las hadas?

—Vale, bien hecho. Lo has fastidiado. Puedes felicitarte. Ahora ya no puedo irme.

—Pienso fastidiártelo cada vez. No por ser una aguafiestas, sino porque de verdad podrías salir mal parado.

Seth dio una patada a una piedra y ésta salió disparada en dirección al bosque.

—¿Qué se supone que voy a hacer ahora?

—¿Qué tal si exploras el enorme jardín repleto de hadas?

—Ya lo he hecho. No puedo atraparlas.

—No para atraparlas. Para contemplar unas criaturas mágicas que nadie más sabe que existen. Vamos.

A regañadientes, Seth se fue con ella.

—Oh, mira, otra hada —murmuró—. Ahora ya he visto un millón.

—No te olvides de devolver el cráneo a su sitio.

***

Cuando acudieron a la llamada a cenar, vieron a un desconocido sentado a la mesa junto al abuelo y a Dale. El extraño se levantó cuando entraron en el comedor. Era más alto que el abuelo y mucho más ancho, y tenía el pelo castaño y rizado. Las varias capas de pieles peludas que llevaba puestas le daban un aire de hombre de las montañas. Le faltaba la parte inferior de un lóbulo.

—Chicos, éste es Maddox Fisk —anunció el abuelo—. Maddox, éstos son mis nietos, Kendra y Seth.

Kendra estrechó la mano encallecida y de gruesos dedos del hombre.

—¿Trabaja usted aquí también? —preguntó Seth.

—Maddox es tratante de hadas —le explicó el abuelo.

—Entre otras cosas —añadió Maddox—. Las hadas son mi especialidad.

—¿Vende hadas? —preguntó Kendra, tomando asiento.

—Las cazo, las compro, las intercambio, las vendo. Todo lo antedicho.

—¿Y cómo las caza? —preguntó Seth.

—Un hombre debe guardar para sí sus secretos profesionales —respondió Maddox, y dio un bocado al asado de cerdo—. Deja que te diga que capturar un hada no es tarea fácil. Son unos bichitos muy escurridizos. El truco suele pasar por apelar a su vanidad. E incluso así hace falta un poco de maña.

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