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Authors: Teresa Cameselle

Falsas ilusiones (8 page)

BOOK: Falsas ilusiones
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—¡Conteste a lo que se le pregunta, marinero!
Torres se cuadró de nuevo, ante la voz retumbante de Jorge, que producía el eco de mil campanas en su cabeza dolorida.
—No volverá a ocurrir, señor, lamento mucho haber molestado a la señorita Tejada, por la que sólo siento el mayor de los respetos, al igual que por su señor padre, el coronel.
—Me daré por satisfecho con sus palabras, marinero Torres, pero le aconsejo por su bien que solicite un nuevo destino, bien lejos de Galicia.
—Señor, yo...
—¿Está seguro de que quiere añadir algo?
Torres tragó saliva al tiempo que una gruesa gota de sudor le corría desde la frente hasta el mentón.
—No, señor. Disculpe, señor.
—Ahora, váyase a su casa a dormir, que buena falta le hace. Mañana le espera un día duro.
Jorge apoyó una mano en el hombro de su hermano, ahogando una carcajada mientras el pobre marinero se alejaba, muerto de miedo por el destino que su desconocido y presunto superior le tenía preparado. No sentía el menor remordimiento, aquel tipo que se había atrevido a propasarse con su futura cuñada no merecía siquiera su lástima.
—¿Te has quedado a gusto? —le preguntó a Fernando, que apenas podía asentir entre risas—. Quizá deberías haber hecho carrera en la Armada, hubieras sido un buen oficial.
Echaron a andar de nuevo, por calles oscuras en las que no se cruzaron ya ni con un gato callejero, y no se detuvieron hasta llegar a la puerta de su casa.
—¿Así que no es ni siquiera muy bonita? Eso sólo lo dices para que no me enamore de ella.
—Sólo recuerda que es mía. Tú sabes mejor que nadie cómo cuido lo que me pertenece.
Jorge asintió con energía, notando cómo toda la calle se movía arriba y abajo con los balanceos de su cuello. Fernando podía echar pestes de su prometida, pero como hermano menor que era, sabía leer entre líneas y, a pesar de los vapores que obnubilaban su mente, había descubierto que Fernando estaba bastante más enamorado de lo que cabría suponer, dadas las condiciones de su casamiento.

 

Procuraba sonreír en beneficio de su madre, que revoloteaba a su alrededor lloriqueando de emoción, pero la mente de Diana estaba muy lejos de la habitación, de su vestido de novia y del velo que la doncella le prendía con cuidado sobre el elaborado peinado.
«Fernando es mucho hombre para ti, criatura», había dicho aquella víbora con su lengua rezumando veneno. Mucho hombre. Exactamente qué significaba eso era algo que a Diana se le escapaba, pero suponía que tenía que ver con otra de las perlas que la viuda negra le había lanzado. «Nunca te será fiel.» Diana no lo esperaba. Sabía que las cosas eran así con los hombres, a muchos no les bastaba con tener una esposa fiel y amante en casa, buscaban en otras la diversión y los placeres de la juventud sin ataduras. Pero ¿acaso no podía ser su matrimonio suficiente? ¿No podría ella complacer a su esposo de tal manera que no necesitase buscar sustitutas? «No eres lo suficientemente bella, las ha tenido mucho mejores.» Por una vez en su vida, tenía que demostrar humildad y reconocer que eso último sí debía de ser cierto. En la poca vida social que había hecho últimamente, obligada por Fernando, había conocido entre sus amistades algunas jóvenes que sin duda podían hacerle sombra en cuanto a su aspecto. Pero él no las había escogido a ellas. Si sólo se casaba por contentar a sus padres, para darles nietos o alguna otra razón por el estilo, podía haberse comprometido tiempo atrás con cualquiera de las hijas de sus conocidos, muchachas de buena familia, dulces y complacientes, a las que conocía desde niñas, y con las que sería sencillo convivir. ¿Por qué aceptarla a ella, que ni era hermosa ni tenía buen carácter? Por el amor de Dios, si sólo le había dedicado impromperios, malos modos y caprichos de malcriada. ¿Y si se arrepentía? ¿Y si todo había sido una burla y Fernando no se presentaba en la iglesia? Pero no, eso no iba a ocurrir. Sus padres no lo permitirían y él no les daría nunca semejante disgusto.
—Estás preciosa, hija —declaró de repente su madre, buscando un pañuelo con urgencia para detener las lágrimas que asomaban de nuevo a sus ojos.
—No llore más, madre, que aún me va a contagiar.
—Estoy tan contenta de que hayas aceptado casarte.
—Así no tendrá que pelear a diario con mi mal carácter.
—No digas tonterías, niña, tus razones tienes para estar disgustada. —Con gesto decidido, se secó las últimas lágrimas y se dedicó a retocar el aspecto, ya impecable, de su hija—. Pero ahora todo ha pasado. Fernando será un buen marido, ya lo verás. Procura ser dulce y paciente con él. Ya sabes lo que vas a jurar ante el altar.
Diana asintió. Amor, fidelidad, respeto. Eran hermosas palabras. Pero no dependían sólo de ella que se cumpliesen en su matrimonio.
—No le daré más disgustos, madre, eso se lo juro sin necesidad de hacerlo en una iglesia.
Cómo lo iba a hacer era algo que no tenía claro en absoluto, pero por el bien de todos tenía que lograr que Fernando fuera ese buen marido que su madre le auguraba.
—Voy a buscar mi mantilla.
Diana observó con una sonrisa a su madre salir corriendo hacia su alcoba. Debido a la enfermedad de su futura suegra, los familiares habían cambiado sus papeles. La madre de la novia ejercería de madrina, y el hermano del novio de padrino, aunque Diana haría su entrada en la iglesia del brazo de su padre, como era tradición, para ser entregada al novio en el altar. Las rodillas comenzaron de nuevo a temblarle al pensar que faltaban apenas minutos para que Fernando y ella intercambiaran promesas de amor y fidelidad.

 

—¿Estás temblando? —bromeó Jorge Novoa, cuando su hermano se acercó a pedirle que lo ayudase con los gemelos de la camisa.
—Sólo de frío, hermanito.
—No haber escogido marzo para casarte. La gente suele dejar estas fiestas para la primavera.
Desde la habitación de sus padres, les llegó una tos ronca y persistente, que había acompañado el sueño inquieto de Fernando durante toda la noche. Miró a su joven hermano a los ojos y, sin palabras, los dos comprendieron que debían estar preparados para lo peor.
—¿Cómo va todo por Santiago? ¿Mantienes bien alto el pabellón de los Novoa?
—Lo procuro, Fernando, pero me lo has dejado difícil. No puedo acercarme a ninguna joven de buena familia sin que salga corriendo espantada al conocer mi apellido.
—Pues esas jovencitas ni siquiera deberían saber quién soy. Yo siempre he preferido rodearme de mujeres malas que sabían bien a lo que iba.
Jorge soltó una carcajada, acompañada de la media sonrisa de su hermano. Entre bromas masculinas y chanzas, ambos terminaron de vestirse, preparándose ya para salir camino de la iglesia.
Mientras esperaban a sus padres en el vestíbulo, Fernando, abstraído, miraba fuera, donde no dejaba de llover desde la madrugada. No parecía el mejor día para casarse. Como un mal presentimiento, volvió a su memoria la desagrable escena de la noche anterior con Leiras. Qué injusta era la sociedad con las mujeres, se descubrió pensando. Él había regresado de sus infructuosos años de estudios en Compostela con una merecida fama de mujeriego, lo cual era jaleado por sus amigos y visto con buen humor por parte de sus mayores. Sin embargo, el pequeño desliz de Diana, un beso apenas, si había que creer sus palabras, y él había decidido hacerlo, era suficiente para acarrearle una mala fama de mujer fácil y casi deshonrada de por vida. Suficiente para que ningún hombre en sus cabales quisiera casarse con ella. Claro que él nunca había presumido de ser muy sensato. Era justo que le hubiera tocado reparar aquel honor perdido.
—¿Listo? —preguntó su padre, acercándose por detrás. Unos pasos más allá, pálida y agotada, se acercaba su madre, cogida del brazo de Jorge, seguidos por las dos pequeñas, que alborotaban, encantadas de ser las portadoras de las cestas con las flores y las arras para los novios.
—No creo que uno esté nunca listo para este momento —bromeó Fernando, sin lograr la complicidad de su padre, pero sí una sonrisa disimulada de su hermano menor—. Pero allá vamos.
—Hijo, lo dices como si te lleváramos al matadero —protestó su madre, con una voz jadeante que apenas lograba distinguirse de sus constantes toses.
—Sólo estoy bromeando, madre, serán los nervios.
—Vamos, entonces —ordenó su padre, tomando el brazo libre de la enferma y encabezando la comitiva.
Fernando ofreció ambos brazos a sus dos hermanas, que se cogieron a él alborozadas, agitando las bonitas cestas de mimbre llenas de lazos, con tanto brío que amenazaban con volcar su valioso contenido. Él procuró contagiarse de la alegría de las dos pequeñas y disimular la preocupación por la salud de su madre. Todos se merecían una bella ceremonia y una fiesta alegre. Quizá fuera la última en mucho tiempo.

 

De pie ante al altar, al lado de su hermano mayor, Jorge Novoa ejercía de padrino ante la renuncia de su padre, que había preferido sentarse en el primer banco, junto a su esposa enferma, sirviéndole de apoyo.
Diana hizo su entrada en la iglesia,
vestida de negro
[4]
y con la mantilla enmarcando su rostro pálido por los nervios, solamente coloreado en la punta de la nariz y lo alto de los pómulos por el aire frío del exterior. El más joven de los Novoa pensó divertido que su hermano no le había mentido. La novia no tenía un solo rasgo que destacara. Ni ojos grandes, ni labios rosados, ni siquiera una melena densa y reluciente de las que cantan los poetas. Sólo faltaba que además no tuviese muchas luces. ¿Cómo podía haber caído Fernando en aquel error? Él, que hubiera recibido un sí entusiasmado de cualquiera de las más famosas bellezas de la provincia.
Encima era torpe, pensó, al verla trastabillar un momento, evitando la caída gracias al fuerte brazo de su padre, que la sujetaba con firmeza. Su mirada, antes apagada y como sin vida, refulgió de repente, lanzando dardos envenenados a una figura vestida de luto riguroso, sentada en la última fila del templo. Jorge conocía a aquella mujer, de hecho, era conocida de toda la familia, pero sobre todo, bien lo sabía, de su hermano mayor.
—Tu novia ya se ha enterado de tus correrías de soltero —bromeó hablándole a Fernando, al oído.
Él también se había dado cuenta del intercambio de miradas entre la viuda y Diana, pero había decidido no preocuparse. Si ésta tenía algo que echarle en cara, no lo haría en ese momento, en aquel lugar sagrado, y después ya sería demasiado tarde para pedirle cuentas por actos pasados.
La misa fue interminable y los novios parecían más aburridos que emocionados a la hora de pronunciar sus votos. No hubo demostraciones de afecto públicas y, al concluir la ceremonia, salieron del brazo, serios, contenidos, mirando al frente, como si nada trascendental hubiera cambiado en su vida a pesar de las alianzas que lucían en la mano derecha.
—¿Hay algo de lo que quieras hablarme? —le preguntó Fernando a Diana, cuando por fin se encaminaron a la casa de sus padres, tras aceptar las agotadoras felicitaciones.
Un gesto de incredulidad y rabia contenida le había atravesado el rostro cuando la viuda se acercó a felicitarlos, apoyando una mano enguantada sobre el brazo de Fernando, con un ademán tan íntimo como la voz seductora con que pronunciaba su nombre.
—Nada en particular —contestó Diana, sin mirarle, ocupada en recogerse la larga falda para no tropezarse en los adoquines—. La ceremonia ha sido muy larga y estoy cansada.
Fernando se dio cuenta de que comenzaba a conocerla. Cuando algo la molestaba, procuraba no mirarlo a la cara al hablarle. No trataba los temas de frente, pero dejaba más que claro su disgusto.
—¿De qué conoces a esa mujer? —preguntó, cansado de esperar su explicación.
—Vino ayer a visitarme. Parece tener cierto sentimiento de propiedad sobre ti.
Habían llegado a casa de los Novoa, a pocos metros de la iglesia, y Diana cruzó el vestíbulo mientras Fernando le mantenía la puerta abierta.
—Eso se acabó hace tiempo. No tenía derecho a molestarte. Debiste decírmelo antes.
—No soy quién para pedirte cuentas de tus actos, pasados o presentes.
Él la detuvo, sujetándola por un brazo, y la miró serio, con el cejo fruncido.
—Eres mi esposa.
Una doncella apareció para anunciar la llegada de familiares e invitados, y la conversación quedó interrumpida sin que ninguno de los dos pudiera, Diana por falta de deseo y Fernando por falta de ocasión, reanudarla a lo largo de aquel interminable día.
—No pareces muy feliz, ¿algo te preocupa? —Las dos hermanas de Fernando, sus nuevas cuñadas, la habían acorralado cuando ella intentaba alejarse del bullicio de invitados para asomarse a una ventana y respirar algo de aire fresco. La pequeña, Rosa, le puso una mano sobre el brazo mientras le hacía aquella inocente pregunta con auténtica preocupación.
—Sólo estoy cansada.
Lucía, la mayor, la miraba pensativa, con sus ojos enormes tan parecidos a los de su hermano. Era una muchacha callada y reflexiva, a la que Diana solía encontrar leyendo libros de poesía. Estaba en una edad, ella bien lo sabía, en que las jóvenes fantasean con su futuro, con un caballero galante que les robe el corazón y las conduzca a una vida de ensueño. Nadie le habría hablado aún de los matrimonios concertados; de que el esposo tenía todos los derechos que le otorgaban la ley y la Iglesia, y la esposa ninguno; de que la vida de una mujer atada al hombre incorrecto podía ser una larga travesía con los pies descalzos por un camino sembrado de espinos.
—Supongo que es extraño que tu vida cambie tanto sólo por hacer unos votos ante el altar —dijo Rosa al fin, y sus mejillas se colorearon un poco por la osadía de explicar en voz alta sus pensamientos a sus mayores.
—Sí, tienes razón. —Diana tendió una mano y tomó la de la chica sin pensar lo que hacía. Ella no era dada a demostraciones de afecto, pero se veía reflejada en su tímida cuñada, y sintió la necesidad de ofrecerle su confianza.
—No deberías preocuparte por esa mujer, ya sabes, la viuda. Fernando no la quiere, aunque ella siempre está rondándolo.
—¡Rosa! —Lucía trató de acallar a su hermana pequeña, pero las palabras ya estaban dichas y flotaban en el aire, para sorpresa de Diana, incapaz de comprender cómo la niña podía conocer la relación de Fernando con aquella mujer, y saber además que eso era motivo de preocupación para ella.
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