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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (56 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¿Tú también estás por aquí? —El alivio era palpable.

—Considerando que no sé dónde estás tú, puede ser y puede no ser. Ahora lo veremos. —Daniel casi podía ver la sonrisa irónica que había esbozado Max—. Espérame una hora. Si no nos encontramos, te llamo yo.

Cinco minutos después de que Max hubiera abandonado su puesto de observación sobre las rocas, una limusina negra se detuvo frente a la entrada de Villa Lichtenberg, se apeó un chófer de uniforme y abrió la puerta a una figura extremadamente delgada que parecía vestida para un baile de
fashionistas
: chaqueta y pantalón rojo vivo, camisa blanca con el cuello abierto, zapatos blancos sin calcetines. El cabello, de color marfil, disparándose en todas direcciones en mechas irregulares. Las gafas, pequeñas, pegadas al rostro huesudo y tan negras que parecían dos agujeros vacíos bajo las cejas picudas. Un bastón de madera oscura, pulidísima, con puño de marfil en forma de dragón.

El chófer sacó varias maletas mientras la extraña figura paseaba la vista por los alrededores, asintiendo, satisfecha, al no detectar a ningún observador. Cuando le abrieron la casa, siguió al mayordomo con paso ágil, casi saltando, con algo de infantil y travieso en sus movimientos, hasta llegar a una de las terrazas superiores, frente a una piscina de desbordamiento que creaba la ilusión de una superficie infinita, fundida con el horizonte del mar. Allí le esperaban casi todos los miembros del clan rojo, con los rostros marcados por la tensión.

—¡Qué bonito! —exclamó, nada más verlos, apoyándose en el bastón con las dos manos—. Una reunión familiar, después de tanto tiempo. No hay más que veros las caras para darse cuenta de lo mucho que os alegráis de verme.

—Bienvenido a tu clan, Shane —dijo Miles avanzando con la mano tendida hacia el recién llegado. Éste la ignoró y, con las manos enlazadas a la espalda, fue pasando revista a sus parientes mirándolos de arriba abajo como en una parada militar.

—Estáis igual que siempre, queridos. —Lanzó una carcajada mientras los demás se miraban unos a otros con preocupación—. Tanto los viejos: Mechthild, Miles, Gregor, Flavia —iba haciendo pequeñas inclinaciones de cabeza al nombrarlos—. Como los jóvenes: Eleonora, Dominic. Igual que siempre: bellos, fuertes, sanos. Estúpidos. Increíble, insoportable, dolorosamente estúpidos. Y ese pobre guiñapo de ahí es la
haito
con la que nuestro glorioso clan piensa perpetuarse, ¿no es cierto?

Todas las miradas convergieron en Clara, que con los ojos cerrados y la respiración profunda, descansaba en una otomana blanca, a la sombra, cubierta con una ligera manta.

—Drogada, por lo que parece.

—Ayer tuvimos una visita inesperada, Shane —contestó Gregor—. Fue demasiado para ella y tuve que sedarla.

Shane no dijo nada, pero se quedó mirándolo hasta que completó la información.

—Un
urruahk
—añadió por fin, como a regañadientes.

El Shane se frotó las manos mientras su rostro se animaba con una sonrisa de las que daban grima a sus familiares.

—Por fin —murmuró—. Tanto tiempo esperando… pero la cosa se anima. ¡Bien, queridos, muy bien hecho!

—¿Hecho? Nosotros no hemos hecho nada. —Miles empezaba a enfadarse. Nunca había soportado la teatralidad del Shane—. Si tú entiendes algo, ya que al fin y al cabo eres nuestro
mahawk
, te ruego que hagas el favor de explicarte para que los demás sepamos también qué está pasando.

—Que alguien me traiga un Campari con soda. Me habéis llamado con tanta urgencia que no he tenido tiempo de desayunar.

—Aquí nadie te ha llamado. Todavía —añadió Miles, al darse cuenta de que, cumpliendo la tradición del clan, era absolutamente obligatorio informar al
mahawk
del inminente nacimiento de un nuevo miembro—. Faltan aún un par de días.

—Yo lo he llamado, Miles —intervino Dominic.

El Shane se volvió hacia él ofreciéndole su sonrisa de escalpelo.

—¡Ah! El orgulloso padre. —Se acercó a él, le cogió la cabeza entre las manos y lo miró fijamente a los ojos—. Dime, pequeño, ¿tuviste miedo anoche del
urruahk
? ¿Sentiste que había venido por ti?

Dominic tuvo que esforzarse mucho para quedarse quieto bajo las manos del Shane y no sacudírselas como si quemaran.

—Yo no estaba aquí anoche. Tenía cosas que hacer en otra parte.

—¿Y tú, Eleonora? ¿Tuviste miedo tú?

Ella lo miró fijamente, con valentía, sin retirar la mano de la cadera.

—Yo tampoco estaba, Shane. Voy a ponerte el Campari. ¿Alguien más quiere algo?

Todos pidieron algo y Eleonora se marchó a buscar a una de las doncellas que, desde la noche anterior, habían tenido que encerrar en sus habitaciones para que no salieran huyendo como habían hecho los del servicio de seguridad.

El Shane se dejó caer en uno de los grandes sillones de mimbre, puso los pies sobre un puf y perdió la vista en el horizonte del mar mientras movía la mano derecha, donde brillaba un enorme rubí, como si estuviera llevando el compás de una música que sonara sólo para él.

—A ver. Noticias. Contadme todo lo que haya podido pasar en los últimos días. ¿Hemos tenido visitas?

—El alimento de Clara —dijo Gregor.

—Eso no cuenta —lo interrumpió el Shane.

—Y una amiga de su infancia, Aliena Wassermann, que se marchó al cabo de un par de horas.

—Ajá. ¿Alguien más?

—No. —Hizo una pausa para recordar y se corrigió—. Sí. Ayer, cuando yo acababa de recibir a Miles y a Mechthild, parece que volvió la muchacha acompañada de otro chico, pero momentos después apareció el
urruahk
y todo se volvió muy confuso. Cuando conseguimos recuperarnos, ya no estaban. Supongo que saldrían huyendo como los de seguridad.

—¿Tan horrible fue la experiencia? —preguntó el Shane fingiendo preocupación y dulzura—. ¿Os ha traumatizado a todos, pequeños?

—Sí, Shane, sí a las dos cosas —contestó Mechthild, con rabia—. Sólo espero que tú también pases alguna vez por esa experiencia. Hemos estado a punto de volvernos locos.

—Yo ya estoy loca, dulce. —Se echó a reír, primero con suavidad y luego de modo cada vez más estridente—. Tal vez encontrarme con un
urruahk
me arregle el cerebro…

Llegó una doncella con la bandeja llena y, con los ojos bajos y las manos temblorosas, empezó a servir las bebidas, tratando de darse prisa para poder retirarse cuanto antes. La señorita Eleonora les había prometido que en cuanto naciera el bebé podrían marcharse con paga triple, pero ella se habría ido de inmediato, incluso sin sueldo, si se lo hubieran permitido. Aquella familia estaba empezando a producirle pesadillas.

—¿Sabéis dónde está esa amiga, esa Aliena?

Todos se miraron, negando con la cabeza.

—Estoy seguro de que volverá —dijo Gregor.

—Más nos vale. Hay que hacerla venir y alojarla aquí, en la casa.

—¿Por qué? —preguntó Dominic con la voz, mientras los demás lo hacían con los ojos.

—Porque lo digo yo, que soy vuestro
mahawk
. Necesitamos a esa niña.


Karah
nunca ha necesitado a
haito
para nada. —La voz de Miles era cortante.

—Ahí mismo tenéis la prueba —dijo el Shane levantando su Campari en dirección a Clara, desmadejada sobre la otomana—. No.
Karah
nunca ha necesitado a
haito
… —La ironía era cortante—. Salvo los tarados del clan rojo que, al no poder reproducirse entre sí y no considerar viable la unión entre clanes como caballeros y damas que somos, viva la pureza de sangre y demás estupideces, y como tampoco queríamos extinguirnos, cosa comprensible, hemos acabado por caer en lo que, según nuestros propios estándares, es lo peor posible: copular con
haito
y producir bastardos semianimales que después, como si no hubiera pasado nada, consideramos miembros del clan rojo de pleno derecho. Pero no… nunca…
karah
no necesita a
haito
. Para nada. ¡A vuestra salud! —Alzó la copa y bebió solo bajo la mirada de odio de sus conclánidas—. ¡Cómo escuece la verdad, queridos míos! ¿No es cierto? Al menos el clan negro se está extinguiendo con valor y elegancia.

—Deja de insultarnos,
mahawk
. —Flavia fue la primera en reaccionar. Había notado cómo Dominic apretaba los puños y se temía que no pudiera controlarse durante mucho más tiempo—. Dinos qué quieres que hagamos.

—Bella Flavia, siempre tan sabia. Quiero que esa muchacha nos visite y que se quede a vivir con nosotros, al menos hasta que nazca Arek. Si no me equivoco, jugará un papel importante en nuestro futuro, pero tengo que asegurarme y para ello necesito tenerla aquí. Quiero que tenga acceso a todas partes, a todas las conversaciones, a todos los actos. Quiero que esté presente en el nacimiento.

Se oyó una exclamación ahogada, surgida de todas las gargantas.

—Sé que no confiáis en mí. Pero no hay nadie más. Si alguno de vosotros quiere hacer de
mahawk
… por mí…

—¿Y si viene con el muchacho ese que la acompañaba ayer? —preguntó Gregor.

—En ningún caso. O quizá… —apoyó el dedo índice en la sien, como una mala parodia de pensador, y su rostro se tensó en una extraña sonrisa mientras hablaba como para sí mismo—. Sí… quizá sea eso. Podría ser… Si aparece, hazlo esperar y avísame. Sería realmente gracioso… En fin, ya veremos. ¿Para cuándo espera la ciencia el parto de la criatura? —La pregunta iba dirigida directamente al médico.

—Para cuando tú quieras. Puedo inducir el parto cuando sea conveniente sin que la criatura sufra daño alguno.

—Esperaremos hasta que vuelva la amiga.

—¿Estás seguro de que volverá?

El Shane giró la cabeza hacia Eleonora.

—Sí, la verdad es que estoy bastante seguro. Bella anfitriona, llévame a mis habitaciones, tenemos que hablar.

Aún con la bebida en la mano, roja como la sangre, y con su paso saltarín, sin despedirse de nadie, caminó tras Eleonora haciendo molinetes con el bastón hasta perderse en la escalera del fondo.

Lena. En ningún lugar

En el lugar donde se hallaba Lena el tiempo parecía haber dejado de existir. A pesar de que la noche había acabado y había salido el sol, convirtiendo en un mundo de oro el paisaje de dunas que hasta ese momento había sido plateado, la temperatura seguía siendo la misma, no había la menor brisa y, lo más extraño de todo, ella no tenía ni hambre ni sed; ni siquiera cansancio después de un tiempo eterno de ejercitarse y de repetir una y otra vez las rutinas que Sombra le había marcado. Tampoco tenía ninguna necesidad de dormir.

Cuando no se esforzaba conscientemente por lograrlo, sino que se limitaba a practicar lo que sabía que podía hacer, conseguía saltar a considerable distancia. Sabía que era así porque, siguiendo sus instrucciones, antes de intentar un salto hacía dibujos en la arena a su alrededor y luego, al aparecer unos metros más allá, marcaba el nuevo lugar y caminaba de vuelta para comprobar la realidad del salto.

Después de varios saltos, cuando tenía la sensación de que debía cambiar de ejercicio, practicaba el de fundirse con la materia que la rodeaba e intentaba con todo su empeño que su mano o su pierna se mezclara con la arena sobre la que se apoyaba hasta ser la arena misma. Sabía que también tendría que aprender a no ser detectada por los sentidos humanos, a bajar la intensidad de su presencia hasta conseguir hacerse… indetectable. Invisible era una palabra que no le gustaba, que incluso le parecía un poco ridícula, anticuada en cualquier caso.
La mujer invisible
, como una figura de cómic, qué estupidez. No era necesario intentar volverse invisible. Se trataba tan sólo de que los demás no se dieran cuenta de su presencia. No era cuestión de invisibilidad, sino de pasar desapercibida al grado más alto posible. Como si no estuviera, pero estando. Indetectable.

Los ejercicios eran, sobre todo, pesados y aburridos: una vez, otra vez, otra, otra, otra más, tanto si tenía éxito como si fracasaba. A veces le pasaba por la cabeza que, en principio, era como entrenarse para un deporte de competición de los más duros, o quizá, simplemente como el aprendizaje de una lengua: repetir, repetir, repetir, hasta que las frases salían con fluidez, sin pensarlas, sin tener que montar los distintos elementos.

Recordaba lo que decía su maestro de Aikiken, algo que nunca había acabado de comprender cuando se entrenaba: «No tienes que saber usar la espada, tienes que ser la espada», algo que siempre le había parecido entre críptico y banal y que ahora, de repente, se llenaba de sentido cuando conseguía que su cuerpo y su mente hicieran exactamente lo que tenían que hacer sin que ella se diera cuenta del esfuerzo.

Pero de todas formas no lograba olvidar que, aunque donde ella estaba el tiempo se había convertido en otra cosa, fuera de allí, en el mundo normal, todo seguía moviéndose al ritmo de siempre y, por tanto, pronto Clara empezaría a preguntarse por qué no había cumplido su palabra, por qué la había dejado sola en el momento más terrible de su vida. Las diferencias que las habían separado unos meses atrás habían dejado de tener importancia comparadas con lo que estaba sucediendo en sus vidas, y el aspecto de su amiga le había dejado bien claro que era fundamental que la acompañara.

Tenía que darse prisa. El problema era que no tenía ni idea de cuánto podía tardar en superar las pruebas que le había dejado Sombra. En ocasiones pensaba que, considerando que él no tenía un pensamiento humano, también podía suceder que cuando consiguiera estar preparada hubiesen pasado un par de siglos en la tierra y toda la gente que ella había conocido estuviese muerta y enterrada. Estaba segura de que Sombra no podría entender qué era lo que le preocupaba de esa posibilidad.

Sonrió.

Si hubiera sido humano, lo habría llamado psicópata, pero no siéndolo, a veces incluso llegaba a encontrarlo… ¿qué? ¿Cómo lo definiría? «Simpático» no era en absoluto la palabra que buscaba. ¿Cuál era? «Soportable» era demasiado poco, «atractivo» tenía un matiz que no le gustaba en absoluto, «necesario» era demasiado. Decidió dejar los adjetivos para otro momento. Daba igual la palabra. Lo importante era que, sin Sombra, se sentía sola, vulnerable, asustada. Sombra le había proporcionado una sensación que no había tenido desde la muerte de su madre: la sensación de estar en el centro de la vida de otra persona, de ser lo más importante, lo más precioso, lo más querido. De ser alguien por quien valía la pena morir y matar. Y eso era algo que, a pesar de la crueldad que representaba, le hacía sentirse realmente bien.

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