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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (58 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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Se apretó contra la pared trasera y se quedó inmóvil, difuminándose en lo posible para evitar que alguien que entrase en el cuarto pudiera detectar su presencia.

Desde su escondrijo veía, una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra de las persianas semibajadas, la claridad del toldo a su derecha, al frente la cama de tamaño mediano, cubierta por una colcha de motivos africanos; a la izquierda la puerta, el tocador, la entrada al baño. Todo estaba en silencio. Por mucho que se esforzara, ya no conseguía oír los pasos que lo habían llevado a refugiarse allí.

Decidió esperar unos minutos más y luego seguir buscando el escondite perfecto.

En ese momento se abrió la puerta y entró una figura que hizo que todo el cuerpo de Nils se tensara como la cuerda de un arco. Hacía mucho que no lo había visto y, desde entonces, había cambiado tanto que estaba prácticamente irreconocible; sin embargo, el aura de locura y de peligro que irradiaba era tan grande, tan diferente de la de cualquier otro ser, que había sabido de inmediato de quién se trataba. No había en el mundo nadie como él.

Ahora, su delgadez era extrema y no se veía nada de su cuerpo, salvo las manos huesudas y fuertes, casi garras, que llevaba extendidas frente a él, como un ciego que teme tropezar en una casa desconocida. Iba totalmente cubierto por una túnica escarlata de seda tornasolada de negro, con una capucha que le tapaba el rostro y que llevaba horrendas asociaciones con la Muerte Roja como la había descrito Edgar Allan Poe casi doscientos años atrás.

Pero no era la muerte roja. Era mucho peor. Era el
mahawk
rojo, el Shane. El más salvaje asesino que
karah
hubiera dado al mundo en sus ya miles de años de existencia. El peor psicópata que habían producido los clanes y que, por fortuna, no pertenecía al clan negro.

Sintió cómo todo en él se endurecía al verlo y deseó no tener que enfrentarse con él, no estar allí, no tener que respirar el mismo aire que él respiraba.

El Shane alzó la cabeza y, cerrando los ojos, olisqueó el aire como una alimaña. Notaba que alguien había estado recientemente en aquel cuarto; podía oler el sudor de la excitación mezclado con el pungente toque de otra emoción… ¿Desprecio? ¿Miedo? ¿Odio? Odio, seguramente. Todo su clan lo odiaba, y lo temía, por supuesto. Odio y terror eran las emociones básicas que debía despertar un
mahawk
entre los suyos. Sólo así podía controlarlos.

Estuvo a punto de echarse a reír. ¡Eran tan transparentes! Se creían lo mejor de lo mejor y no eran más que un puñado de niños jugando a mayores. Se creían sofisticados, sabios y despiadados, pero eran tan inocentes que daban risa.

Pronto dejarían de existir todos ellos. Y no sólo ellos: si sus planes salían bien, pronto dejarían de existir tanto
karah
como
haito
; él pasaría al otro lado y la tierra podría recuperarse lentamente y volver a ser un planeta de agua, de piedra, de fuego, sin rastro de los asquerosos gusanos que llevaban tanto tiempo contaminándolo.

La destrucción total estaba a su alcance. El
mahawk
negro, el que ahora llevaba el nombre de Imre Keller, se ocuparía de aniquilar a
karah
, a cambio de que él le solucionara la apertura de la puerta. De
haito
se ocuparía él mismo, con el virus más rápido y más letal que habían sintetizado los laboratorios que él financiaba y que, adecuadamente, se transmitía por el aire.

A pesar de todo,
karah
merecía un respeto especial; no podía permitir que murieran como cucarachas, que era el fin destinado a
haito
.
Karah
moriría honorablemente; conocía bien a Imre y sabía que haría todo lo necesario para preservar la dignidad de sus conclánidas.

Pero aún quedaba un largo camino hasta lograr la constelación necesaria para intentar abrir el portal y para conseguirlo tenía que dar aún muchos pasos: éste era el primero y, por tanto, un momento solemne.

Se acercó a la cama y, con un revuelo de manos, arrancó la colcha y dejó al descubierto las sábanas, blancas, frías, perfectamente planchadas. Retiró ambas con suavidad hasta dejar el colchón desnudo y entonces, como un prestidigitador, echó atrás las amplias mangas de la túnica y, con un ágil movimiento de muñeca, apareció entre sus dedos una cuchilla de afeitar, brillante, plateada, afiladísima.

El Shane la hizo destellar entre sus dedos y sonrió, felicitándose por su idea. Sería bonito, muy bonito.

Desde el fondo del armario, Nils trataba de comprender qué hacía la figura roja, pero estaba de espaldas a él y sólo podía imaginar que había sacado algo de un bolsillo, pero no veía qué era. Entonces se movió hacia el lateral de la cama y se dio cuenta de que se trataba de algo pequeño, brillante y posiblemente metálico por el destello que lanzó a la luz del sol que ya empezaba a teñirse de color melocotón.

Lentamente, con absoluta precisión, el Shane se inclinó sobre la cama y dejó plantada la cuchilla de manera que un filo se clavaba en el colchón y el otro quedaba hacia arriba.

Otro floreo de muñeca.

Otra cuchilla.

Y otra.

Y otra.

Poco a poco la cama empezaba a brillar con una hilera tras otra de resplandecientes filos de metal que el Shane colocaba a intervalos de tres centímetros, como macabras fichas de dominó sobre el colchón de la habitación de invitados.

—Vas a dormir bien, princesa —empezó a canturrear—. Linda, linda princesita del guisante, vas a dormir muy bien, en una cama carmesí, escarlata con tu sangre, si no eres quien yo espero.

Nils tenía las mandíbulas doloridas de tanto apretarlas y se clavaba las uñas en las palmas de las manos para contenerse y no lanzarse contra el Shane y retorcerle el cuello. Pero no le convenía hacerlo. Era mejor esperar hasta que se marchara y quedarse a descubrir en qué terminaba todo aquello. ¿Qué quería hacer aquel fantoche? ¿Para quién estaba preparando aquel lecho fatal?

Cuando hubo colocado la última cuchilla, el Shane quedó un instante admirando su obra. Era una de las que había decidido llamar «habilidades especiales», habilidades que le habían costado siglos de práctica y perfeccionamiento y que estaba seguro de que ninguno de sus conclánidas dominaba. Nadie habría sido capaz de hacer que el filo se sujetara de ese modo en el colchón.

—¡Qué fría belleza! ¡Qué perfección, Shane! —se dijo en voz baja, ahogada de admiración—. Eres un artista, siempre lo has sido. El único
karah
capaz de crear. Pronto veremos si lo merece, si ha valido la pena.

Cogió la sábana del suelo, la lanzó al aire y la dejó flotar, ingrávida, sobre la superficie deslumbrante de cuchillas, hasta que se posó delicadamente sobre ellas. Luego hizo un par de pases con las manos, igual que un mago que quiere convencer al público de que es capaz de hacer levitar a su asistente dormida, alisó la tela sin tocarla y colocó la sábana superior sobre la de abajo. Por último, dobló la colcha a los pies de la cama, como si una doncella hubiese dejado preparado el lecho para su invitada.

Ninguna
haito
ni ningún
karah
adivinarían las cuchillas bajo las sábanas. Si alguien se dejaba caer sobre ellas, pronto se revolcaría en un baño de su propia sangre, en una orgía de dolor. Si Aliena no era más que una vulgar
haito
entrometida, moriría entre espasmos y gritos de dolor que nadie acudiría a calmar.

Pero si resultaba ser quien él creía, entonces el legendario Sombra, caso de existir, sentiría el peligro y acudiría a salvarla, probando así la hipótesis del Shane. Y en ese caso, la muchacha tendría un papel en sus planes. Un papel fundamental.

—Te toca mover ficha, Sombra —dijo con un cloqueo—. Si estás con la princesa del guisante. Si existes. Pero ¿por qué no vas a existir, si ya hemos recibido la visita de un
urruahk
? ¡Presto! ¡Abracadabra! ¡Simsalabim! —Chasqueó los dedos, se abrazó fuerte palmeándose los hombros, dio un par de vueltas sobre sí mismo, se echó a reír y, dando un salto lateral con los dos pies, como un bailarín de musical, salió de la habitación en el mismo momento en que sonaba el timbre de la puerta.

»¡Ahhh! —dijo con un escalofrío de delicia—. Me apuesto el hígado a que se trata de la niña de mis sueños. Eres afortunado, Shane. Afortunado, afortunado. El baile puede empezar.

Cuando el Shane hubo salido del cuarto, lentamente, sin hacer ningún ruido, Nils se dejó resbalar por la pared del armario, y se quedó sentado en la penumbra, con la cabeza apoyada en las rodillas, planteándose qué hacer.

La habían hecho pasar al salón de la terraza inferior, el mismo que había sido escenario de la visita del
urruahk
no sabía exactamente cuándo, ya que ignoraba si su interludio en el desierto adonde la había llevado Sombra había durado horas, días o incluso meses. Todo estaba limpio, ordenado, perfecto; nada recordaba al paisaje de oscuro terror que ella tenía grabado en la mente.

Lena paseó la vista por la habitación, los diferentes niveles asimétricos que se alzaban por encima de la planta baja con sus barandillas de cristal que daban al salón o a la terraza de la piscina infinita, o a otros lugares de la villa en los que nunca había estado. Las enormes plantas de interior, las alfombras de tonos rojizos, las lámparas que, a pesar de la mezcla de estilos —las había de cristal de roca, de papel japonés, de metacrilato, de pergamino— creaban un conjunto armónico; los sofás blancos cubiertos de cojines de colores que jugaban con toda la gama del rojo. Era un lugar agradable que invitaba a relajarse y a disfrutar; sin embargo, había una crispación en el ambiente cuya procedencia no lograba explicarse porque el salón estaba desierto.

Siguió contemplando el cuarto, girando la cabeza a un lado y a otro con la inquietante sensación de que alguien, no sólo alguien, sino varios pares de ojos, la seguían desde diferentes escondrijos, como cuando en una película antigua alguien observa lo que sucede, oculto detrás de un cuadro, y los ojos se mueven y brillan si uno los mira. Pero allí no había ningún retrato; los pocos cuadros eran todos abstractos y de gran tamaño.

A su espalda oyó unos pasos. La hermana de Dominic iba a su encuentro con una esplendorosa sonrisa, como si se conocieran de toda la vida y se alegrara inmensamente de verla. Llevaba una túnica corta, roja como su melena, que dejaba al descubierto unas piernas largas, muy morenas, y unas sandalias planas de cuero dorado. Si ella no hubiera sabido que los clánidas pueden desarrollar el esplendor y la belleza a voluntad, habría pensado que era la mujer más maravillosa que había visto en su vida, pero ahora sabía que Eleonora acababa de poner en marcha su encanto, como ella misma estaba aprendiendo a hacer y, por tanto, quedó mucho menos impresionada de lo que la hermana de Dominic había calculado.

—¡Lena! ¡Qué alegría! Gracias por venir a visitar a Clara. Le hacía mucha falta una amiga porque, según Gregor, el parto es inminente y su madre no podrá venir hasta pasado mañana. Llegas que ni caída del cielo. A todo esto… —Soltó una risotada cantarina—. Qué tonta estoy, no me he presentado. Soy Eleonora, la hermana de Dominic.

La abrazó con fuerza y le dio dos besos que parecían sinceros, a los que ella correspondió con el mismo entusiasmo, como si hubiera conseguido engañarla.

—Sí, lo sé.

Eleonora no pudo evitar una mueca de contrariedad o de suspicacia.

—¿Sí?

—Clara me enseñó fotos tuyas en Internet. Eres difícil de olvidar.

Ella volvió a reírse, coqueta.

—Sí, Clara también me ha hablado mucho de ti y ya te conocía por Facebook. Anda, ven. Te voy a enseñar tu cuarto y luego vamos a ver a Clara. Ha bajado con su médico a hacerse un control y ahora está descansando un poco.

—¿Mi cuarto?

—Clara me ha dicho que le gustaría que te quedaras unos días. Que la última vez que os visteis te dijo que no podías quedarte porque no sabía si a nosotros nos parecería bien y ahora sentía haber dejado que te fueras. Qué tontería, imagínate, pensar que a nosotros no nos gustaría que ella tuviera a su lado a su mejor amiga. Te quedarás, ¿verdad?

—Si ella quiere y si sirvo de algo, claro, pero tengo mis cosas en el hotel.

—Mandaré a alguien a recogerlas, no te preocupes. De momento te daré un camisón de los míos, hay un par de cosas básicas en el armario y el baño tiene de todo.

Subieron hasta el segundo piso. Eleonora abrió una puerta a la derecha y la dejó pasar delante.

—Es un cuarto muy sencillo, como ves, pero tienes lo necesario. Si te hace falta algo más, dímelo a mí o a cualquiera del personal de servicio. Queremos que te encuentres cómoda.

La cama estaba destapada ya, preparada para la noche, cosa que a Lena le pareció rara porque todavía había sol.

—Gracias, no necesito nada. Sólo quiero ver a Clara.

—¿No quieres tumbarte un rato?

—No, gracias. No soy muy dada a hacer siestas y ya es bastante tarde.

—Entonces mejor bajamos ya, si te parece.

Desde el armario, Nils vio marcharse a las dos mujeres y lanzó un suspiro de alivio. Había estado a punto de salir cuando había oído las voces femeninas acercándose; apenas tuvo tiempo de volver a esconderse y ahora estaba agradecido de haberlo hecho porque eso había dado respuesta a la pregunta que no había dejado de plantearse desde que había visto al Shane fabricando la macabra obra de cuchillas.

Ahora sabía que aquello estaba pensado para Lena, y no iba a permitir que la asesinaran. El único problema era que su misión estaba muy clara y era absolutamente prioritaria: hacerse con el bebé en cuanto naciera.

Tendría que procurar que una cosa no interfiriera con la otra.

Eleonora no había dejado de hablar mientras bajaban la escalera, cruzaban el salón y volvían a subir otra escalera que llevaba al ala oeste. Le había explicado cosas de cuando construyeron la casa, proyectos para ampliar próximamente la cadena de hoteles con una serie de
lodges
en África, planes para el bebé… daba la sensación de que, por lo que fuera, no le parecía conveniente que se instalara un mínimo silencio entre ellas. Lena contestaba con monosílabos mientras trataba de fijarse bien en el laberíntico plano de la casa para poder orientarse si en algún momento tenía que recorrer aquellos pasillos y terrazas sin guía.

En uno de los descansillos, al pasar frente a un gran espejo que reflejaba los ficus del jardín, Eleonora se quedó mirándola otra vez con más intensidad de la que sería normal, y Lena se dio cuenta.

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