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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (61 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Le entregaremos su cuerpo a su madre para que la entierre, o la incinere o lo que haga
haito
con los cadáveres en su región de origen.

Lena se volvió hacia la voz. Tanto el Shane como el hombre y las dos mujeres miraban con absoluta indiferencia al médico que en ese mismo momento estaba retirando del rostro de Clara la almohada con la que acababa de asfixiarla. Lena no se había dado cuenta de nada porque había estado tratando de conseguir respuestas de Dominic, y ahora era tarde.

—¡Noooo! —gritó, abalanzándose sobre la forma inerte de la que había sido su mejor amiga.

Todos la miraron sin intervenir mientras ella intentaba darle un masaje cardíaco y hacerle la respiración boca a boca hasta que al cabo de unos minutos una de las mujeres se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—Déjalo ya, Aliena. Ha muerto, ¿no lo ves?

Con la cara deformada por el agotamiento y la rabia, Lena chilló:

—¡No ha muerto! ¡La habéis asesinado!

Sin calcular ningún tipo de consecuencias agarró unas tijeras de la mesa del instrumental y se lanzó contra Dominic en un ataque a ciegas. Un segundo después se las había clavado a la altura de los riñones y las estaba sacando para asestar otro golpe cuando los dos hombres la agarraron fuertemente entre ambos en una presa inmovilizadora mientras el médico se agachaba junto al herido.

—Ha habido suerte —comentó sin darle demasiada importancia—. No es grave. Sanará pronto.

Lena seguía debatiéndose entre los dos clánidas gritando insultos mientras por dentro sentía una furia volcánica que iba convirtiéndose en algo inmenso y, paradójicamente, helado. Algo que, de un modo extraño, le permitía pensar en medio de las emociones desatadas en su interior.

Quería destruirlos a todos, hacerles pagar lo que le habían hecho a Clara. Sentía con absoluta claridad que si tuviera una arma de fuego sería capaz de matarlos a todos, pero sabía que por el momento no debía intentar hacer nada contra ellos. El clan rojo aún no sabía quién era ella. Si demostraba algún tipo de fuerza especial no la dejarían salir de allí. Eran muchos contra ella. Tenía que fingir que no era más que la amiga de Clara. No era el momento adecuado para intentar vengarse. Tendría que esperar. Sombra le había enseñado muchas cosas. Buscaría algo que pudiera ser una arma. Les devolvería el golpe donde más les doliera; antes o después, pero les devolvería el daño que habían hecho. Pagarían por la vida de Clara. Antes o después.

Se sacudió aún entre los hombres que la sujetaban. Aunque había decidido aplazar el golpe, su cuerpo se negaba a calmarse, su garganta seguía queriendo gritar.

—Vamos a dejarnos de teatro —zanjó el Shane con su voz de cristales rotos—. Vete a tu cuarto, Aliena. Necesitas descansar. Trata de dormir un poco; te necesito lúcida. Subiré a verte luego y hablaremos. Si eres quien yo creo, hablaremos. Si no… —Hizo un gesto con las palmas de las manos hacia arriba—. Vete ahora. Ya se verá. Cuando Arek esté presentable, el clan rojo se reunirá en el salón de la torre para la ceremonia —terminó, dirigiéndose a los demás.

La soltaron en la misma puerta del quirófano, obligándola a salir sin una última mirada al cadáver de Clara que ahora quedaba oculto tras la barrera de los clánidas rojos. Lo último que recordaba de ella eran sus ojos espantados mirándola sin comprender cuando Dominic confesó que nunca la había querido. Si se hubiera vuelto antes hacia ella, en lugar de enfrentarse a él y a Eleonora, habría podido salvar a su amiga.

O tal vez no. ¿Cómo habría podido salvarla contra seis miembros del clan rojo? El destino de Clara había quedado sellado en el momento en que se enamoró de Dominic. Y ella siempre lo había sabido. Lo había sabido y no había podido hacer nada contra aquello.

Con el vestido blanco y negro manchado de la sangre de su amiga, Lena subió lentamente la escalera, como un juguete de cuerda, tratando de no pensar, de no sentir. Los sentimientos no podían ayudarla ni a superar el shock ni a hacer planes de futuro, y de momento tampoco era capaz de pensar con claridad.

Tenía razón aquel monstruo rojo. Necesitaba descansar. Pero sabía que no le sería posible. La rabia, incluso esa rabia helada que había descubierto en su interior, seguía bombeando adrenalina sin permitirle reposo, de manera que tendría que recurrir a las rutinas que la habían ayudado toda su vida: primero se daría una ducha caliente y luego se obligaría a pensar hasta urdir un plan viable para cumplir sus objetivos más inmediatos.

Aún no podía vengarse de ellos, pero acababa de decidir que lo primero era quitarle al clan rojo el hijo de su amiga. Si algo les iba a doler de momento era precisamente eso: quitarles a Arek y esconderlo donde nadie lo pudiera encontrar. Luego ya pensaría otra cosa. Una cosa tras otra. Metódicamente. Paso a paso. Con frialdad.

Sobrevivir.

Raptar a Arek.

Escapar.

Ocultarse.

En ese orden.

De manera que ahora tenía que hacer un plan, a pesar de que las estúpidas lágrimas se empeñaban en velarle la vista y los sollozos casi no la dejaban respirar.

Y el último punto del plan, aunque tuviera que esperar toda la vida.

Vengar a Clara. Vengarse.

Hacía unos minutos Max había recibido otro SMS de Daniel en el que le informaba de que acababa de llegar un nuevo equipo de guardias de seguridad y que estaban desplegándose por el perímetro de la finca. Se lo temía, pero de todas formas le fastidiaba que hubieran ido tan rápido; de ese modo salir de Villa Lichtenberg sería más difícil y bastante más peligroso.

De momento, lo primero era abandonar su escondrijo, ver cómo estaba la situación en la casa y tratar de calcular cuánto tiempo podía faltar para el nacimiento. Pero antes tendría que cambiarse de ropa. Por suerte, había contado con la posibilidad de que sustituyeran al equipo de seguridad y había ido preparado.

Sacó de la mochila unas calzas de color burdeos y un paletó de la misma tela con adornos en negro. Se puso una camisa blanca, unos calcetines altos rosados, como las medias de los toreros, y luego las calzas y el paletó que se cerró hasta el último corchete, dejando fuera el lazo de la camisa. Cambió sus deportivas por unos zapatos negros con hebilla de plata y cubrió su cabeza con una corta peluca gris a la moda del siglo
XVIII
. Quizá ese detalle fuera excesivo, pero era mejor tener de más que echar de menos.

Lógicamente, considerando los pocos miembros que formaban el clan rojo, cualquiera de ellos se daría cuenta de inmediato de que él no pertenecía al clan, pero la gente de seguridad lo tomaría por uno de la familia, al menos el tiempo suficiente para desaparecer con el bebé, como le habían encargado Albert y Emma antes de marcharse de Chambord. Para el clan blanco era fundamental hacerse con el nexo desde el primer momento, según le habían dicho.

Salió sigilosamente del pequeño trastero donde había estado escondido y se detuvo en el arranque de la escalera, tratando de juzgar por el oído si podía contar con encontrarse a alguien en el descenso. No se oía nada, de modo que cabía la posibilidad de que todos ellos estuvieran reunidos en algún lugar, quizá presenciando el nacimiento. ¿Dónde? En el sótano, con toda probabilidad.

Empezó a bajar la escalera de la torre, con cuidado pero sin gran preocupación, hasta el nivel donde el torreón comunicaba con la primera altura de la construcción moderna. Dejando atrás los gruesos muros de piedra, salió a un amplio pasillo lleno de luz porque las dos paredes eran de cristal. Desde el exterior nadie podía verlo, mientras que él veía con toda claridad al tipo del fusil que cubría la puerta principal. La luz era intensamente roja y pronto daría paso a la hora azul, con lo cual, una vez encendidas las luces de la casa, todo se invertiría: él no vería el exterior y los guardias lo verían con todo detalle. Tenía que darse prisa en desaparecer de allí.

Llegó hasta el final del pasillo que desembocaba en una terraza interior desde la que se dominaba parte de la escalera y el salón de la planta baja. A su derecha y a su izquierda se abrían pasillos con puertas cerradas de madera clara, dormitorios probablemente.

El silencio continuaba. No había una alma a la vista, como si hubieran desaparecido todos en el tiempo que él llevaba escondido en la torre. La luz escarlata llenaba los espacios con una sensación de atardecer que cosquilleaba los nervios con la idea de que había que darse prisa, de que pronto llegaría la noche y el tiempo se acababa.

¿Dónde estaría Lena? Esperaba que estuviera bien y Sombra la protegiera en caso de necesidad. Hacía tantos meses que no la había visto que a veces se descubría pasando las fotos del móvil para volver a asegurarse de que existía.

Él siempre había sabido que en algún momento su vida se saldría de los márgenes que se había construido y que el tren de su rutina tendría necesariamente que descarrilar, pero, con la tendencia básica de los seres humanos a cerrar los ojos y autoengañarse, había conseguido creer que aún le quedaba mucho tiempo, que aún podía disfrutar de varios años de bendita paz.

Luego había venido lo de Bianca y muy poco después también Lena había desaparecido de su vida.

Se odiaba a sí mismo por referirse a la muerte, al asesinato de su mujer, con «lo de Bianca», pero ambos se habían entrenado desde el primer momento para no dramatizar las cosas innecesariamente. Los dos habían sabido siempre que el tiempo que estuvieran juntos sería un regalo, no un derecho. Y él había estado dispuesto a todo para disfrutar de ese regalo. Había aceptado todas las condiciones, todos los secretos, todos los peligros. Había aprendido a luchar, a disparar, a escalar, a defenderse de todas las formas posibles para poder también defender a Lena y servir al clan blanco en calidad de familiar, aunque casi no lo habían usado nunca a lo largo de los años que Bianca había pasado escondida en Tirol, fingiendo ser una mujer normal, con su marido y su hija, mientras él seguía entrenándose para estar siempre dispuesto a lo que hiciera falta.

Y ahora ella estaba muerta, él tenía una misión que cumplir y Lena estaba aprendiendo a defenderse sola y quizá a ser algo distinto de lo que él siempre había esperado. Bianca nunca le había contado mucho del futuro que preveía para Lena; y él, acostumbrado a los secretos, lo había aceptado sin preguntas. Esperaba que ella supiera más y, sobre todo, que supiera protegerse.

No tenía la menor idea de qué hacía ella también en Villa Lichtenberg, para qué había ido allí, qué pretendía conseguir. Que él supiera, aunque podía equivocarse, los clanes no se mezclaban más que en contadas ocasiones, y una muchacha del clan blanco no tenía por qué ser bien recibida por el clan rojo, especialmente en un momento crucial para su supervivencia, el momento de recibir a un nuevo miembro.

Como convocada por sus pensamientos, vio a Lena, vestida con un largo traje blanco manchado de sangre al pie de la escalera, dos pisos por debajo de donde él se encontraba, y el corazón le dio un vuelco. Lena. Sangre. ¿Estaba herida su pequeña?

Resistió el impulso de precipitarse hacia ella y la observó durante unos segundos. No. No parecía estar herida, aunque subía muy lentamente y poco a poco, conforme se acercaba a donde estaba él, podía ver por su expresión vacía y la intensísima palidez de su rostro que acababa de sufrir un terrible shock.

Esperó hasta que llegó al descansillo, a apenas tres metros, y la vio torcer a la izquierda, detenerse frente a la tercera puerta y apoyarse en la manivela dorada. Entró en el cuarto y él se plantó en un par de pasos delante de la puerta por donde ella había desaparecido. Pegó la oreja a la madera tratando de escuchar para saber si había alguien esperándola dentro. No le convenía en absoluto que lo descubrieran en ese momento, pero tampoco podía dejar a su hija abandonada después de haberla visto en ese estado.

No se oía nada. Conociéndola, y si estaba sola, se habría metido directamente en el baño y se estaría dando una ducha. Dudó unos instantes. Desde el salón de abajo empezaba a llegar rumor de voces excitadas. Había sucedido algo y todos se estaban reuniendo, comentando entre risas, se oía tintineo de cristales, copas que entrechocaban. Era más que probable que hubiera nacido la criatura que esperaban y entonces su deber era tratar de llegar hasta allí y hacerse con ella. Pero su deber de padre era más fuerte. Tenía que asegurarse de que Lena estuviera bien.

Apretó la manija de la puerta y, esperando que no chirriara, abrió la hoja despacio, tratando de ver algo en el interior de la habitación de donde ya había huido el último sol dejando sólo un resplandor rosado que iba volviéndose lila. La cama estaba abierta, como si Lena hubiera quitado la colcha ya para tumbarse un rato. Ella estaba de espaldas a la puerta, desnudándose y llorando.

La había visto y oído llorar tantas veces en la vida y por tantas razones que sabía perfectamente que el movimiento de sus hombros y sus escápulas indicaba que estaba sollozando, aunque trataba de no hacer demasiado ruido; la frecuencia y el tono de los sollozos dejaba claro que era algo muy serio, algo que le dolía en lo más profundo del corazón.

Lloraba como él la había visto llorar en tantas ocasiones desde la muerte de su madre: con incomprensión, con desesperación, con una total impotencia. Y poco a poco, cada vez más, con rabia.

Se había quitado el vestido largo que la hacía parecer una novia sangrienta y luego el sujetador, y ahora acababa de quitarse los zapatos de tacón y los había lanzado uno tras otro contra el armario con toda la fuerza de su brazo y de la furia que la envolvía como una aura de fuego.

Max dudaba. Podía acercarse a ella, abrazarla, tratar de calmarla lo suficiente y sacarla de allí. Ya volvería más tarde a cumplir su misión; lo primero era proteger a Lena. Pero por otro lado, ella tenía sus propios motivos y prioridades; sabía cuidarse y tenía a Sombra para defenderla llegado el caso. Quizá lo más sensato fuera no intervenir.

Lena se sentía recorrida por olas de pena, de furia y de una especie de helada determinación que la sacudían con la fuerza de una tempestad en alta mar. Tan pronto se sentía débil y estúpida y quería acurrucarse entre los brazos de su madre, como una diosa vengativa dispuesta a llenar de bombas todo el chalet y verlo estallar en una locura de sangre y fuego, mientras algunos segundos después se sentía tentada de sonreír como una calavera cuando cruzaban su mente retazos de imágenes inventadas en las que se veía a sí misma torturando a Dominic y a Eleonora con una placentera frialdad.

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