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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (31 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La princesa de los Ursinos fue una de esas mujeres excepcionalmente dotadas para el gobierno que la Historia produce de vez en cuando. Sabiamente dirigida por ella, la reina se mostró una excelente primera ministra, que contribuyó poderosamente al robustecimiento de la monarquía y a la ordenación del reino.

La guerra no se limitó al norte de Italia. Esta vez, España la sufrió en sus propias carnes. El archiduque Carlos, candidato austríaco a la corona, desembarcó en Lisboa y emprendió la conquista con la ayuda de un partido austríaco, al que se sumó una legión de descontentos, especialmente aragoneses, catalanes y valencianos, a los que el Borbón había recortado sus privilegios forales y había aumentado los impuestos. También se le unieron buena parte de la nobleza y la Iglesia, por los mismos motivos: huir del Borbón que pretendía limitar sus tradicionales sinecuras y privilegios.

Los austríacos, contando con el dominio del mar, enviaron una escuadra anglo-holandesa, que saqueó las costas andaluzas y capturó parte de la flota de la plata recién llegada de América. El episodio prueba el anquilosamiento de la administración española. La flota de la plata se había refugiado en el puerto de Vigo, pero, en lugar de desembarcar inmediatamente su precioso cargamento y ponerlo a buen recaudo, dejaron pasar los días en espera de que llegara de Madrid el funcionario contador. Como es natural, los ingleses y los holandeses recibieron un soplo, se adelantaron y les limpiaron el granero.

No fue ésta la mayor calamidad de una guerra en la que las tropas de Carlos llegaron a ocupar Madrid y Barcelona, pero, a pesar de todo, Felipe V, sin más apoyos que los de su abuelo francés y los de Castilla, no sólo resistió, sino que ganó. Después de la victoria, el Borbón pasó factura a los que habían militado en el bando contrario: abolió los fueros y franquicias de Aragón, Valencia y Cataluña, y sometió a la Iglesia a la jurisdicción ordinaria. El nacionalismo catalán todavía respira por la herida que le infligió el primer Borbón.

Las únicas tierras aforadas que quedaron en la corona fueron Navarra y el País Vasco, en recompensa por su fidelidad al vencedor.

La guerra se saldó con enormes pérdidas territoriales. No sólo volaron todas las posesiones europeas fuera de España (Bélgica, Luxemburgo, Milán, Cerdeña y Nápoles), sino Gibraltar, que los ingleses habían capturado en nombre del pretendiente austríaco y luego han retenido en su propio provecho hasta hoy. Además, los hijos de la Gran Bretaña abrieron una brecha en el monopolio comercial americano, pues obtuvieron derecho de enviar un barco anual a las colonias. El que entraba en puertos era siempre el mismo, pero los muy ladinos lo hacían seguir por toda una escuadra que lo reabastecía de género en alta mar. Un negocio redondo.

La Saboyana (así llamaban a la reina), tuvo cuatro hijos, lo que garantizaba la continuidad de la estirpe borbónica, y murió de tuberculosis pulmonar antes de cumplir los veinticinco años, el miércoles de ceniza de 1714, lo que dejó al rey en el mayor desamparo.

Era urgente encontrarle una nueva esposa al monarca, una mujer que cubriera el doloroso hueco que la extinta dejó en su corazón y, sobre todo, en su lecho, porque Felipe, más encalabrinado que nunca, era tan piadoso que por nada del mundo se habría aliviado con amantes o mujeres mercenarias.

CAPÍTULO 63
Donde la Ursinos resbala en la mantequilla de la Farnesio

El embajador de Parma en Madrid, el taimado abate Julio Alberoni, un italiano que «todo es menos lo que parece», se entrevistó con la influyente princesa de los Ursinos para proponerle la candidata ideal: «Hay en Parma —le dijo- una princesa, Isabel de Farnesio, una excelente muchacha de veintidós años, feúcha, de poca presencia, que se atiborra de mantequilla y queso parmesano, pero que está educada en lo más cerrado del país y no sabe de nada que no sea coser y bordar.»

«Una excelente candidata —debió de pensar la de Ursinos—, una aldeana ignorante que se dejará mangonear como se dejaba la reina difunta.»

Esta vez la sagaz princesa se equivocó de medio a medio. La nueva reina de España era, en efecto, feúcha, caballona, picada de viruelas y dotada de un notable saque cuando le ponían delante un queso parmesano, pero, por lo demás, no tenía un pelo de tonta: era culta, hablaba varios idiomas y se interesaba por la política.

Antes de llegar a España, Isabel de Farnesio se detuvo en Francia para pasar unos días junto a su tía, la reina viuda del anterior rey de España, Mariana de Neoburgo. La anciana, que se consideraba desterrada por la princesa de los Ursinos, aprovechó la ocasión para aleccionar a su sobrina sobre el imbécil del rey que había desposado y sobre la mala pécora que lo dominaba, la princesa de los Ursinos.

Prosiguió Isabel su viaje hacia Madrid, y la de Ursinos salió a recibirla al castillo de Jadraque, en Guadalajara. El encuentro fue breve y sustancioso. La Ursinos, nada más ver a la reina, la tomó del brazo, le hizo dar la vuelta, examinó apreciativamente su latitud y le dijo: «¡Cielos, señora, que mal formada estáis! ¡Y qué cintura tan gruesa!» Quizá la Ursinos, de ordinario tan diplomática, quería que la recién llegada supiera, desde el primer momento, quién mandaba allí. Quizá no creyó que la ignorante parmesana pudiera entenderla. Pero la parmesana hablaba idiomas, como demostró en seguida. Mandó presentarse al jefe de la guardia y, en perfecto castellano, le ordenó: «¡Llevaos de aquí a esta loca que ha osado insultarme...!» El oficial titubeó. Él sí sabía quién era la princesa de Ursinos y cómo se las gastaba. No se atrevía. Pidió la orden por escrito. La parmesana no lo dudó un momento; tomó asiento en un banco y, apoyando el papel en la rodilla, pergeñó la orden: destierro fulminante del reino. No concedió tiempo a la Ursinos ni para cambiarse de vestido. La princesa, anonadada, tuvo que partir hacia Francia inmediatamente, sin equipaje, de noche.

¿Cuál fue la reacción del rey ante la expulsión de su fiel colaboradora, la mujer que era sus ojos, sus pies y sus manos? Ni un mal reproche. El monarca sólo iba a lo suyo, es decir, al sexo.

En lo del sexo, el monarca encontró en su nueva esposa la horma de su zapato, porque la lombarda era fortachona y muy capaz no sólo de satisfacer sus apetitos sino de agotar a un regimiento (un cortesano observó a poco de la boda: «El rey decae a ojos vista por el excesivo comercio con la reina [...], vigorosa y que lo soporta todo»).

Isabel, con su corpulencia, ocupó el espacio que antes se habían repartido las dos francesas, esposa y ministra. Primero dejaba al rey exhausto, y luego se ponía en gobernante y dirigía la política; no la del país, sino la suya propia, con ayuda de Alberoni, que ya era cardenal. El purpurado era un maestro en darle el punto exacto a los macarrones. Por este conducto, y quizá por algún otro, se había ganado el hospitalario corazón de Isabel de Farnesio.

El rey firmaba todo lo que su nueva esposa le ponía por delante, y ella gobernaba el país. En la primera parte del reinado,

España había estado al servicio de los intereses de Francia. En esta segunda, estuvo al servicio de los intereses particulares de la Farnesio. Y la señora sólo tenía un objetivo: colocar bien a los hijos. Puesto que el rey había tenido otros con su primera esposa que heredarían la corona, ella se dedicó única y exclusivamente a conseguir reinos italianos para los suyos.

El coste fue una guerra con Austria, que perdimos, naturalmente, y una sucesión de desdichas, con los ingleses atacando por mar y los franceses por tierra. Pero el principal objetivo se consiguió porque, al final, Isabel se salió con la suya y logró instalar a sus dos hijos en Italia. Carlos recibió Parma, y Felipe, Plasencia y Toscana. No está mal la señora. Por cierto, este Carlos que aparece ahora no terminó la carrera en Parma: sería después rey de Nápoles y, finalmente, rey de España, Carlos III, a la muerte de sus hermanastros.

España estaba muy decaída, pero su rey no lo estaba menos. Con la madurez, las depresiones y rarezas de Felipe V degeneraron pura y llanamente en locura: pasaba meses sin lavarse ni cambiarse de ropa, y despedía tal tufo que sus colaboradores sentían náuseas cuando tenían que despachar con él.

CAPÍTULO 64
Un rey visto y no visto, y una reina contemplada

Que Felipe V estaba loco de atar no era un secreto. A muchos les pareció natural y hasta conveniente que abdicara en su hijo y heredero Luis I, pero el nuevo monarca, delgado, rubio, gran nariz borbónica, bailón, juerguista y compulsivo cazador, había salido tan lelo como el padre. La esposa que le buscaron, Luisa Isabel de Orleans, no enmendaba el cuadro. Era un francesa poco agraciada y algo contrahecha, pero tan desinhibida y graciosa que ventoseaba y eructaba en público, con escandaloso quebranto de la rígida etiqueta palaciega. También sabía exhibir sus encantos en transparente
negligé
ante criados y visitantes. El embajador francés, obligado por su cargo a ejercer como detective de conductas conyugales, comunicó a París sus sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey, ya que la reina traía aprendido de París todo lo necesario». El nuevo rey no era incapaz, lo que ocurría era que no aguantaba a su mujer y prefería desfogarse en ventas y burdeles, a los que acudía disfrazado de chulo madrileño (este gusto por los usos populares se manifestará también en otros Borbones). Probablemente, fue una suerte para el país que el nuevo monarca muriera, de viruelas, a los diecisiete años, ocho meses después de ocupar el trono.

El experimento había fallado. El sucesor del rey muerto, su hermano Fernando, sólo tenía once años. Isabel de Farnesio vio el cielo abierto: era la ocasión para volver a ser reina y liberarse del forzado retiro que vivía en el palacio de La Granja. Se las compuso para que su marido, cuyas facultades mentales estaban cada vez más deterioradas, se hiciera cargo nuevamente de las riendas del Estado.

Felipe V tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por el contratenor Farinelli, un castrado italiano al que nombró su ministro. Por cierto, Farinelli mantuvo su puesto en el siguiente reinado, con Fernando VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo le agradaban los capones en la mesa».

En el segundo reinado de Felipe V, los recursos de España, sus intereses y su sangre, se pusieron plenamente al servicio de la reina, empeñada en labrar un porvenir a sus hijos. El cardenal Alberoni perdió su favor y tuvo que ceder el puesto a un ambicioso holandés, el barón de Riperdá, un trepador nato que la había embaucado. Incluso llegó a convencerla de que estaba negociando la boda de su hijo Carlos con la heredera de Austria, un auténtico braguetazo, porque Austria era el bocado más apetitoso de Europa. La consecuente alianza con Austria fue causa de nuevas guerras desastrosas para el país.

Cuando se descubrió que lo de la boda austríaca era puro enredo, el barón de Riperdá cayó en desgracia y acabó en la cárcel, pero logró huir a Inglaterra, donde se hizo protestante, y de allá a Túnez, donde se hizo musulmán y fundó una secta espiritualista que pretendía armonizar las tres grandes religiones. No se puede negar que era hombre de ambiciosos proyectos.

Mientras España se metía en los berenjenales europeos y se implicaba sucesivamente en las guerras de sucesión de Polonia y Austria, y en otro pacto de familia inspirado por Francia, las colonias americanas seguían con el trasero a la intemperie. La obsoleta e insuficiente escuadra española era incapaz de proteger el tráfico marítimo, especialmente desde que Inglaterra disponía de una escuadra tan poderosa que «dicta la ley en las olas», como orgullosamente proclama uno de sus himnos patrióticos.

Que los ingleses invadían las colonias americanas con sus productos y sacaban gran tajada del contrabando no era ningún secreto. Incluso provocó, en 1739, la llamada guerra de la Oreja de Jenkins. Este Jenkins era un capitán inglés que se presentó ante el Parlamento, en Londres, y exhibió ante los diputados una cortecita negruzca: «Esto es —informó- la oreja que me cortó hace ocho años un capitán guardacostas español.» No tenía mayor importancia, pero el incidente suministró pretexto para emprender una cruda guerra, durante la cual los hijos de la Gran Bretaña saquearon Portobelo y otros lugares del Caribe. Es decir, que la oreja nos salió por un riñón.

Murió Felipe V, el primer Borbón español, el 9 de julio de 1746. A la capilla ardiente acudió el pueblo fisgón y macabro, que estamos en el país de grandes entierros, y se juntó tan apiñada muchedumbre que «en la sala malparieron dos mujeres y a otra le sacaron un ojo, siendo todos accidentes sensibles».

CAPÍTULO 65
Paz y barcos

El nuevo monarca, Fernando VI, hijo de Felipe V y María Luisa de Saboya, era pequeño de estatura y no mal parecido, pero tenía cierta propensión a la melancolía, que, en su vejez, degeneró en franca locura, como la del padre. Casó el chico, no sin repugnancia (pero estos sacrificios acarrean a los reyes las razones de Estado) con la princesa portuguesa Bárbara de Braganza, algo pariente suya y descendiente de los Austrias. La novia distaba de ser una belleza: ojos churretosos, carirredonda y tan picada de viruelas como la madrastra del novio. Sin embargo, andando el tiempo, Fernando aprendió a quererla porque era dulce como sólo saben serlo las lusitanas y además inteligente, bondadosa y culta. Y bordaba que era un primor. Si no tuvieron descendencia fue por defecto de Fernando, que, al parecer, tenía los testículos atrofiados, pero fueron felices, especialmente después de desterrar al palacio de La Granja a la reina madre, la tremenda Isabel de Farnesio, que no dejaba de incordiar.

En política no se portaron mal, puesto que no se metieron en dibujos y se guardaron de arriesgar al país en nuevas aventuras. Fernando VI reinó trece años, los más provechosos que tuvo España desde los Reyes Católicos; años sin guerras, de buena administración y sabia política exterior, años de desarrollo. Baste decir que su sucesor encontró en las arcas reales trescientos millones de reales. Era la primera vez, en siglos, que la monarquía salía de los números rojos.

La suerte de Fernando VI fueron los estupendos ministros ilustrados que le gobernaron el país, especialmente dos de ellos: don Zenón de Somadevilla, marqués de la Ensenada, y don José de Carvajal y Láncaster; francófilo el primero, anglófilo el segundo, pero patriotas y hombres de bien. Ellos mantuvieron al país equilibrado y en paz, e intentaron concederle un respiro para que le volvieran los pulsos, porque llevaba más de dos siglos desangrándose en guerras casi continuas. Además, ordenaron la Hacienda y la administración, y enviaron intendentes o gobernadores locales a poner un poco de orden en las provincias y ciudades importantes. Con este nuevo impulso, se construyeron carreteras y puentes, canales y acueductos, se plantaron jardines botánicos, se protegieron las ciencias y las artes aplicadas, y hasta se organizó un sistema postal no inferior al actual.

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