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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (41 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Franco era un producto típico de la burguesía provinciana española, modelada en el regeneracionismo, para la que la decadencia nacional era el castigo que la Providencia imponía a España por sus veleidades liberales y laicas, tan opuestas a la esencia cristiana de nuestro pueblo. También era un gallego pragmático, que, cuando las circunstancias lo requerían, modificaba sus convicciones sin mayor esfuerzo. Como hombre de orden y de derechas repudiaba el liberalismo, la política de partidos y la masonería, y apoyaba el catolicismo como norma de vida. Pero en sus últimos años aceptaba tácitamente que su sucesor tendría que adaptarse a la modernidad europea. A mediados de los sesenta, cuando la presión social reclamaba cierta permisividad sexual, transigió con las iniciativas liberadoras de su joven ministro Fraga Iribarne, aunque no las compartiera: «Yo no creo en esta libertad —confió a Fraga—, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes.»

Lo mismo debió pensar cuando consintió los contactos del régimen con la socialdemocracia; cuando, cercano a la muerte, barruntaba que su sucesor tendría que restituir España al juego democrático. Era consciente de que en España, ínfimo satélite en la órbita de los americanos, del liberalismo capitalista y de las multinacionales, un país occidental con obreros propietarios del pisito y el coche y con casi todas las letras del televisor en color pagadas, el fantasma del comunismo y de la revolución estaba ya definitivamente conjurado. Cuando asesinaron a Carrero Blanco, autoritario puro y duro, y más franquista que Franco, comentó: «No hay mal que por bien no venga», refrán para el que se han propuesto toda clase de interpretaciones. ¿Querría indicarnos el abuelo que de buena se habían librado los de las trencas, el
rock-and-roll
y haz-el-amor-y—no-la-guerra?

El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles antiguos y tapices de Goya. Los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera: dos camas de caoba cubiertas con colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfono; sobre la mesita de noche, un modesto flexo, y sobre la cómoda, el brazo incorrupto de santa Teresa, bien a la vista, dentro de su artístico relicario.

A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, el Caudillo consiguió dominar sus necesidades fisiológicas. Su legendaria capacidad de retención urinaria atormentaba a sus colaboradores, que, cuando lo acompañaban en un viaje oficial, nunca encontraban ocasión de aliviarse. El ministro Fraga se percató de que el régimen comenzaba a hacer aguas el día que el dictador interrumpió uno de sus interminables consejos de ministros para ir al retrete.

CAPÍTULO 93
Nosotros tenemos dos

La derrota de la República había acarreado el exilio de muchos intelectuales. Nuevos inquilinos, intelectuales de derechas comprometidos con el régimen, ocuparon prestamente los pesebres vacíos de las universidades. Fieles a las consignas, estos estómagos agradecidos suministraron el maquillaje cultural necesario para que España se asemejara lo más posible a sus modelos nazifascistas europeos. Italia y Alemania eran naciones de nuevo cuño, formadas sólo en el siglo XIX, que habían llegado tarde al reparto de los imperios y anhelaban formarlos ahora. Por mimetismo, España, que no tenía dónde caerse muerta (de hambre), dio en soñar con sus tiempos imperiales. Ideólogos al servicio del régimen señalaron las puras esencias de la raza, cuyo cultivo restablecería la pasada grandeza imperial. España, «Unidad de Destino en lo Universal», los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros, el «prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes», el «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», el «es preferible morir con dignidad a vivir con vilipendio», comparecieron en todos los discursos. «Trento está en nosotros: somos más papistas que el papa», proclamaba, con orgullo, el rector de la Universidad de Valencia.

Mientras tanto, en los campos de Europa, en los desiertos de África, en las estepas rusas y en el pringoso mar proseguía un pulso emocionante entre democracias y dictaduras, que llegó a su momento culminante en 1943, cuando se manifestó que el músculo alemán no daba más de sí, en tanto que sus oponentes recibían el refuerzo decisivo de Estados Unidos, con su inmenso potencial económico y humano. Hitler y Mussolini habían perdido la partida.

Los republicanos y liberales, que esperaban que las democracias invadieran España para derrocar a Franco y restablecer la República, sufrieron la gran decepción. La caída de Hitler había favorecido la ascensión de otra dictadura aún más peligrosa, la URSS. Concluida la guerra, a las democracias no les inquietaba tanto una España débil regida por un anticomunista furibundo como la posibilidad de una República manipulada por revolucionarios al servicio de Rusia.

Franco destituyó a Serrano Suñer, guardó la camisa azul en el baúl de los recuerdos y corrigió el rumbo del Estado, manteniéndolo en estricta neutralidad mientras hacía los cálculos para virar hacia las democracias occidentales en cuanto se presentara una coyuntura favorable. Hasta otorgó un paternalista Fuero de los Españoles, que garantizaba a sus súbditos libertad dentro de un orden, del suyo. Pero las democracias no se dejaron engañar y le hicieron el cerco diplomático, más por contentar a sus bases que por un sincero deseo de que cayera. Sólo algunos países autoritarios, como el Vaticano y Portugal, mantuvieron a sus embajadores en Madrid. Y Suiza, siempre tan pragmática y pesetera.

España reaccionó con orgullo hidalgo, despreciando al mundo como la zorra desprecia las uvas. ¿Que no nos quieren? Menos los queremos nosotros. Una muchedumbre enardecida se congregó en la plaza de Oriente un frío 9 de diciembre para testimoniar su inquebrantable adhesión al Caudillo. Entre las pancartas que se agitaban sobre la marea humana, se leía:

Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos.

Como una Albania de los años cuarenta, el asolado país, haciendo de la necesidad virtud, se arrellanó en su sillón frailero, elevó la castaña a categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo extranjero.

«Los falangistas no sentimos hoy nostalgia del bienestar material», se escuchaba en lo discursos. «Queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles», solicitó Franco, y la Providencia escuchó su ruego: a la destrucción de la guerra, sin ferrocarriles, sin fábricas, sin viviendas, se sumaron años de pertinaz sequía. El hambre y el estraperlo fueron el acompañamiento de una década de miseria y sufrimiento, epidemias, sarna, chinches, piojos grises, estilográficas a plazos, lámparas de carburo y gasógenos, talleres de restauración de cepillos de dientes y de carreras de medias, colas de indigentes frente a la sopa sobrante de los cuarteles, tranvías abarrotados, trajes vueltos, retales, sobras, recortes, realquilados... Los extranjeros que visitaron España en aquel tiempo consignan su hedor a paño húmedo, a miseria, a roña acumulada, a aceite refrito, a grasa rancia...

Mientras el país aguantaba los retortijones del hambre y muchos estómagos se habituaban a digerir algarrobas, en las tribunas resonaban las sustanciosas palabras del viejo tronco castellano:
viril, jerarquía, imperial, señero, vibrante, augusto
, a las que se añadió una nueva, la más brillante, un préstamo de Mussolini, aunque la vendieran como recién salida del troquel de la lengua:
autarquía
.
Autarquía
significaba «autoabastecimiento», apañarse con lo propio sin ayuda ajena. Había que cerrar las puertas al corrupto mundo exterior. Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos: el coñac se rebautizó
jeriñac
; la ensaladilla rusa se llamó
imperial
, y hasta Margarita Gautier trocó su apellido gabacho por el autóctono Gutiérrez por voluntad de un gobernador civil.

La minoría idealista de los vencedores, cada vez más minoría, se ahogó en la burocracia y en la vacua retórica. El vivir cotidiano se tejía sobre una urdimbre de complicidades, de corruptelas, de especulación, enchufismo, tráfico de influencias, cohechos... Agustín de Foxá diagnosticó: «Tenemos una dictadura dulcificada por la corrupción.» Encima de esta olla podrida flotaba el inconfundible aroma de la beata burguesía.

Catolicismo y nación se fundían y confundían en perfecta simbiosis. La Iglesia recuperó, con aumentos, sus antiguos privilegios y se adueñó nuevamente de la educación del pueblo o, al menos, de la educación de la burguesía y de las clases medias, de la que saldría la clase dirigente del futuro (porque, consciente de sus limitaciones, desistió de evangelizar a la clase humilde).

La radio, eficaz instrumento del régimen, suministró la necesaria evasión a muchas familias, que bostezaban con el estómago medio vacío en torno al desmayado brasero: partidos de fútbol, corridas de toros, seriales radiofónicos, quiniela semanal, copla patriótica de Conchita Piquer y Pepe Blanco y, sobre todo, los niños de San Ildefonso cantando el gordo de la lotería nacional sobre la que tantos sueños se cimentaban. Lo que no había era pan para todos.

CAPÍTULO 94
La providencial guerra fría

En 1948, el bloqueo ruso de Berlín y la expansión del comunismo en China contribuyeron a despejar las nubes del horizonte patrio. Comenzaba la guerra fría, y Franco, visceral anticomunista, ganaba simpatías en el mundo libre. El Caudillo cobró confianza y anunció: «Los tiempos difíciles han pasado», pero luego, recordando la depreciación de la peseta y la creciente inflación, atemperó su optimismo y añadió, como si su fe en la autarquía zozobrase: «Necesitamos imperiosamente producir.» Comenzaron los cambios. Discretamente desaparecieron de las cartas oficiales los saludos y las fórmulas vagamente fascistas. España se disponía a salir de su aislamiento para incorporarse a Europa. Los aparatosos haigas de los estraperlistas comenzaron a ceder terreno a los primeros Wolkswagen o
Graciasmanolo
(por Manuel Arburúa, el ministro que concedía licencias de importación a sus enchufados). Era la avanzada de la clase media europea, próxima a hacerse carne y habitar entre nosotros.

En los míseros años cuarenta, la depauperada España no lograba levantar cabeza; en los cincuenta, escarmentada del fatigoso carril de las rutas imperiales, se instaló en carreteras de tercera, que la condujeron, con baches y pinchazos, a las actuales autovías de peaje.

El gran cambio sobrevino entre 1952 y 1953. De pronto, terminaron las restricciones de agua y luz, desaparecieron las cartillas de racionamiento y se alcanzó la renta per cápita de antes de la guerra. El régimen recibió el respaldo internacional tras sus acuerdos con Estados Unidos, y Franco se vistió de paisano y abrazó a Eisenhower en Barajas. (A Hitler, en Hendaya, sólo le había estrechado la mano, aunque, eso sí, entre las dos suyas y muy cordialmente.) Los americanos no nos suministraron locomotoras, como a los países del reciente Plan Marshall, pero nos socorrieron con sus excedentes de mantequilla, queso en lata y leche en polvo. Tampoco aportaron infraestructura industrial, pero enviaron al padre Peyton para que nos predicara la Cruzada del Rosario en Familia («La familia que reza unida, permanece unida»). La familia española estaba tan unida en torno al brasero de la mesa camilla que jamás hubiera pensado en disgregarse, pero, no obstante, el sueño americano reforzó la dimensión espiritual del vínculo. Fue un amor correspondido: España abierta de piernas, hechizaba al americano con tablaos flamencos, vino barato y alegría; el americano ponía Hollywood y el
Reader's Digest.

Los primeros signos de progreso material no se hicieron esperar. Como si una varita mágica nos hubiera tocado, la cochambrosa sala de estar se transformó en
living
, a las incómodas sillas de enea sucedió el tresillo de cretona estampada mixto de skay verde con tachuelas blancas; el brasero dio paso a la estufa de gas butano; el anafe de soplillo, a la cocinita de petróleo; el disco de baquelita, al microsurco; los calzoncillos hasta las rodillas, al
braslip
; la mastodóntica motocicleta Ossa, a la grácil Vespa; el carricoche de tracción animal, al motocarro. Llegaron las ollas a presión, los cacharros de aluminio y acero inoxidable, los fregaderos de marmolina, las medias de nailon, el tergal inarrugable, las lavadoras automáticas, el colchón de muelles, las cafeterías con camareras, el plexiglás, los pisitos a plazos, los bolígrafos... La gente firmaba resmas de letras, heraldos del consumismo, con inocente entusiasmo. Creció el poder adquisitivo, creció la esperanza, creció el pluriempleo; los bancos extendieron su benéfica obra social hasta cubrir al completo a la ciudadanía; crecieron la especulación del suelo y el desorden urbano.

El agro hizo las maletas (de madera, atadas con cuerdas) para trasladarse a la ciudad, donde se malvivía mejor que en el campo.

Más de un millón de campesinos echó dos vueltas de llave a la desvencijada casa del pueblo y se hacinó en chabolas de chapa y uralita a las afueras de la gran ciudad. Se adivinaban las primeras grietas en el compacto edificio de la España eterna.

CAPÍTULO 95
«Frigidaire» y burro-taxi

La década que abarca de 1957 a 1967 constituye el período decisivo del franquismo. El Caudillo, con su proverbial astucia, se percató de que, salvados los traidores bajíos de la política internacional, la nave patria enfilaba ya, viento en popa, los escollos de una economía desastrosa. Renovarse o morir. Había que dejarse de pamemas y echarse en brazos del sistema capitalista y de la economía de mercado. Franco se afeitó el bigotito, archivó las carpetas del proyecto autárquico y desatornilló de sus poltronas a unos cuantos ministros falangistas para sentar en ellas a jóvenes tecnócratas opusdeístas.

Una bocanada de aire fresco, con ciertos efluvios a incienso, circuló por las camarillas del poder. Elegantes ministros y pulidos subsecretarios se movían con soltura con la estampa de san Ramiro de Maeztu en la billetera, junto a la foto de familia numerosa («Nos han hecho ministros», se felicitó san Josemaría Escrivá, marqués de Peralta). Los españoles que cada noche salían al balcón, muchos en camiseta, otros en pijama a rayas, a escrutar el firmamento en busca de la parpadeante lucecita del
Sputnik
no eran conscientes de estar doblando la bisagra de una nueva era, ni advertían que después de tres lustros de difícil equilibrio en el trampolín de la escasez, se estaban columpiando sobre el embalse del aperturismo, de la liberalización, del neocapitalismo, de la abundancia consumista, de la sociedad del confort. La zambullida nos tomó por sorpresa. En un santiamén, se abrieron las esclusas, y dos millones de trabajadores españoles se vaciaron sobre Europa, mientras cuatro, seis, ocho millones de turistas europeos en paños menores trashumaban cada verano a nuestras cálidas playas, ávidos de insolación, de paella, de sangría y de burro-taxi
typical.
El negocio de exportar pobres e importar ricos atascaba de divisas las arcas del Estado; por otra parte, crecían las inversiones extranjeras, aprovechando que los salarios eran bajos y no había huelgas. Había que ser muy mal nacido y radioescucha de la emisora Pirenaica para negarse a admitir que el pueblo disfrutaba de un bienestar sin precedentes. Gas butano, tresillos de skay adornados con pañitos de croché y cojines de lana, secador de pelo, batidora Turmix, frigorífico, transistores vía Ceuta o Andorra, muebles de formica y diseño nórdico, cuartos de baño con bidé en una de cada cuatro viviendas, agua caliente en una de cada dos, utilitario familiar. Del subdesarrollo pasábamos al consumismo; del desempleo, al pluriempleo. Un mundo nuevo amanecía.

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