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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (43 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Don Juan Carlos se había casado con Sofía de Grecia, una princesa de la casa real helena, de origen prusiano y danés (y emparentada, además, con las dinastías de Inglaterra y Rusia). Su bisabuelo materno fue el káiser Guillermo II; el paterno, el príncipe Guillermo de Dinamarca, entronizado en Grecia como Jorge 1, en 1852. Los apellidos de la esposa de Don Juan Carlos son Schleswig-Holstein Sonderburg y Glücksburgo.

En febrero de 1968, con ocasión del bautizo del príncipe Felipe, primer hijo varón de Juan Carlos, la ex reina Victoria Eugenia, ya anciana, regresó a España por unos días. Durante la ceremonia bautismal, cuando Franco le presentó sus respetos, ella afectuosamente le dijo: «General, ya tiene usted dónde escoger entre el abuelo, el hijo y el nieto.» Con flema británica, la anciana señora no se quebraba la cabeza sobre el tema, pero entre los monárquicos los había muy capaces de abrírsela al adversario, pues las diferencias entre juanistas, partidarios del padre, y juancarlistas, partidarios del hijo, se iban ahondando. Los unos, como cabe suponer, por fidelidad a las leyes monárquicas; los otros, por puro pragmatismo.

Los vientos de la política soplaban de este último lado. Carrero Blanco, López Rodó y el Opus Dei (en una maniobra combinada que denominaron Operación Salmón) instaron a Franco, con el debido respeto, para que eligiera sucesor. «La elección de sucesor —argumentaba Carrero ante el general— tendrá el efecto beneficioso de una traqueotomía.» Fascinado por tan delicada metáfora, Franco se decidió y escogió sucesor, al año siguiente, 1969. Carrero fue el primero en saberlo y se lo comunicó con alivio a López Rodó: «Ya parió.» Con parecido ingenio, Don Juan Carlos había escrito a su madre, en clave metafórica borbónica: «El grano ya ha reventado.»

Como era de esperar, de los tres candidatos señalados por la ex reina, Franco había escogido no al abuelo, don Juan, a quien seguía sin perdonar sus insumisiones pasadas, sino al hijo, Don Juan Carlos, despreciando todas las normas de sucesión. ¿Acaso no estaba por encima de la historia?

Aquí fue la tragedia. Don Juan, viéndolas venir, tenía muy advertido a su hijo que por nada del mundo debería acceder a que el dictador se saltara graciosamente el orden sucesorio. A juzgar por sus declaraciones a la prensa extranjera, Don Juan Carlos estuvo al principio de acuerdo con su padre y se presentaba como un hijo abnegado y obediente. El 27 de noviembre de 1968 declaró al semanario
Point de Vue
: «Jamás aceptaré reinar mientras mi padre viva.» Pero después cambió de idea, alegando el interés de España y su supremo deber de soldado, y acató las Leyes Fundamentales del Reino, entre las cuales se incluía, naturalmente, la Ley de Sucesión. Detrás de todo el asunto, hay que ver la mano peluda de Carrero, al que el joven príncipe agradeció «horrores» su apoyo. A la intencionada pregunta del periodista Emilio Romero «¿puede abdicar don Juan?» respondió el príncipe: «Por poder, puede.»

Así que Don Juan Carlos estaba dispuesto a reinar antes que su padre. Este cambio de postura mereció la desaprobación de los juanistas, incluido el propio don Juan, que sólo había consentido su educación española como sucesor suyo, no de Franco. Inmediatamente, protestó en una nota oficial: «No se ha contado conmigo ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español [...] Ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.»

Entre el padre y el hijo se produjo una gran tensión por lo que técnicamente era una traición, agravada por el hecho de que Juan Carlos había visitado recientemente a su padre en Estoril y no le había comunicado nada. Don Juan, que se había enterado de la noticia por la prensa, como los demás españoles, lo tomó muy a mal, convencido como estaba de que su hijo conocía de antemano la decisión de Franco y se la había ocultado.

Juan Carlos, disciplinadamente, pero con el corazón escindido por encontrados sentimientos, acató la decisión de Franco, subordinando su fidelidad filial a sus sagrados deberes hacia la patria, y se apresuró a aceptar. Pero envió un mensaje conciliador, que no calmó la ira de su padre biológico: «Es lógico que los más fieles mantenedores de los principios dinásticos acepten algún sacrificio en sus aspiraciones. Y si son verdaderos patriotas comprenderán que ante todo está el bien de España.» Le pedía una cierta flexibilidad a don Juan, pero don Juan era un hombre más visceral que paciente, se consideraba llanamente traicionado y no cedió en sus planteamientos legitimistas hasta 1977. Incluso en la primera ocasión que se le presentó, reclamó a su hijo la placa de Príncipe de Asturias que le había otorgado (años después, ya pasada la tormenta, se la entregaría a su nieto Felipe). Los juanistas sacaron a relucir que el príncipe, como Fernando VII, no vacilaba en atropellar los derechos de su padre con tal de alcanzar el trono, ni vacilaba en jurar lealtad a Franco y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino.

No obstante, los hagiógrafos de la corona, más papistas que el papa, han inventado la historia de la conspiración: hijo y padre como uña y carne, de acuerdo desde el primer momento para engañar a Franco y sin otra ambición que devolver España a la democracia. Eso, a pesar de que Don Juan Carlos no tolera que en su presencia se critique a Franco, «porque cada uno debe saber de dónde viene y fue Franco el que me puso en el trono».

La proclamación de Don Juan Carlos como sucesor no mejoró su situación personal porque no significaba que Franco hubiera decidido retirarse pronto. Don Juan Carlos y Doña Sofía, como los parientes pobres que esperan una herencia, soportaron todavía muchos desplantes y desprecios de la familia de Franco y de los falangistas. Incluso durante un tiempo peligró la candidatura de Don Juan Carlos puesto que la ley reservaba a Franco la posibilidad de designar a otro heredero. En 1972, la nieta de Franco, María del Carmen Martínez Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, hijo del infante don Jaime (aquel infante sordomudo, en el que, en su día, recayó la sucesión de la corona española antes de desplazarse hacia el tercer hijo varón de Alfonso XIII, don Juan).

A raíz de esta boda, los príncipes vivieron la ansiedad de una posible candidatura rival para la corona de España, que la ambiciosa familia de Franco intentaba forzar aprovechando que el general andaba ya mermado de facultades. No obstante, después de las declaraciones institucionales de tres años antes, la propuesta llegaba un poco tarde, y las maniobras de las Cármenes (doña Carmen Polo y su hija) para coronar a una Franco como reina de España no dieron fruto. Pero durante unos meses, la pelota estuvo en el tejado, y Alfonso se titulaba príncipe, y la nieta de Franco, su esposa, princesa, tratamiento reservado en España a los herederos del trono. En una fiesta, el marqués de Villaverde, yerno de Franco, requirió de un camarero: «Un whisky para el príncipe.» Don Juan Carlos, que estaba a su lado, creyendo que se refería a él, corrigió: «No, whisky no, he pedido una limonada.» A lo que Villaverde replicó: «No: he dicho para el príncipe», y señalaba a su yerno, don Alfonso.

CAPÍTULO 98
El frenazo de Carrero

En los años setenta, Franco era ya octogenario y estaba para poco. Inaugurados ya los pantanos, acondicionados los paradores nacionales, cazados los ciervos, abatidos los jabalíes, pescadas las truchas, paseados los palios, habiéndolo dejado todo atado y bien atado, desertó del NODO, se replegó del vivir cotidiano, se retiró del mundo y se convirtió en una delgada presencia que veía pasar los últimos vagones del tren de la vida desde el apeadero de El Pardo, como si la cosa no fuera con él.

Franco iba ya de retirada y parecía que el ascenso de la democracia era imparable, pero, de pronto, el almirante Carrero Blanco, ascendió a segundo de a bordo, se subió al pescante y, tomando las riendas de las vacilantes manos del Caudillo, frenó la cabalgadura. Carrero Blanco era un leal funcionario franquista. Guiado por López Rodó y otros miembros del Opus Dei, intentó instaurar un fascismo católico. El frenazo del aperturismo despidió a muchos por encima de las orejas de la caballería, entre ellos al propio Fraga, destituido en 1969 por su incapacidad para acabar con «la pornografía y el maoísmo».

En 1973 se designó a Carrero Blanco presidente del gobierno. Franco seguía detentando la jefatura del Estado. Mientras tanto, crecía la inquietud social. Las fuerzas de la oposición, que durante años habían permanecido silenciosas, comenzaban a moverse cautamente, sólo lo suficiente para no alarmar al aparato del régimen y a la gente de orden temerosa del futuro. Porque la inmensa mayoría de los españoles, aunque monárquicos in péctore (¿sería mejor término
criptomonárquicos
?) según hoy demuestran las encuestas y las espontáneas declaraciones de los políticos, entonces ignoraban que lo eran, o quizá sólo lo sospechaban y no se atrevían a proclamarlo, inmersos como estábamos todos en el bendito limbo del apoliticismo. Es que los penosos años de la dictadura habían atrofiado el sentido político de la inmensa mayoría del pueblo español y nadie daba un duro por el futuro del príncipe designado, que falangistas y juanistas llevaban treinta años desprestigiando como tonto del haba y hasta lo apodaban Juan Carlos el Breve. No obstante, el progreso era imparable, o lo parecía, y la democracia estaba, aparentemente, a la vuelta de la esquina.

El mundo había cambiado irreversiblemente. Los subversivos, después de unos años de predicación alternativa en favor del amor, habían decidido hacer también la guerra. En 1970, apedrearon al papa en Cerdeña, y el presidente Nixon vivió una experiencia semejante en el otro confín del globo. En 1973 estrellaron al propio Carrero Blanco contra la cornisa de la casa de los jesuitas. El proyecto nacionalcatólico naufragó en los discursos de su heredero Arias Navarro, converso aperturista, dispuesto a atender las demandas de una sociedad cambiante, aunque con la otra mano sostenía firmemente el garrote de la ley y el orden y, para que el mensaje fuera cabalmente entendido, ejecutó a garrote vil a un activista político.

Franco, ya en sus ochenta, no tenía ninguna intención de retirarse, pero incluso sus más incondicionales se planteaban el futuro de España el día en que, por «imperativo biológico», eufemismo acuñado para aludir a la muerte del dictador, la jefatura del Estado quedara vacante. En el año 1974, Franco, aquejado de flebitis, dejó en manos de su sucesor el timón de la nave del Estado. Fue sólo durante los tres meses de la calma chicha estival, como si se hubiese tomado unas vacaciones, porque, en cuanto llegó el otoño, el dictador se repuso y asumió de nuevo el mando, dejando en situación un tanto desairada al sustituto, que ya se tenía por fijo en la plaza.

La tímida apertura continuaba. Se consintieron los partidos políticos bajo el nombre de
asociaciones
(con la excepción del Partido Comunista, la bestia parda del régimen). En la calle se producían algaradas que la policía reprimía. Al terrorismo de ETA y del FRAP, que arreciaba en el río revuelto, respondió el régimen en setiembre con una severa ley antiterrorista y el fusilamiento ejemplar de cinco activistas políticos. Fue una concesión al ejército y a los poderes fácticos, que exigían mano dura para enfrentarse a la escalada de violencia terrorista. El cumplimiento de la sentencia provocó cierta repulsa internacional y la réplica del régimen, menos espontánea que otras veces, en la consabida manifestación multitudinaria de la plaza de Oriente para vitorear al Caudillo, ya casi una momia puesta a orear en el balcón, un viejecito tembloroso, de voz atiplada, que al dar los gritos del ritual falangista que coronaban estas manifestaciones patrióticas, se equivocó al pronunciar el nombre de España por tercera vez y le salió un espúreo « ¡Espiña!», que fue magnificado por los altavoces (en el telediario lo ocultaron superponiendo ruido de helicóptero).

A todo esto, Hassan II, el tirano marroquí protegido por Estados Unidos, aprovechó astutamente el desconcierto y el vacío de poder que se vivía en España para invadir el Sahara con una muchedumbre de desarrapados que enarbolaban el Corán: la Marcha Verde. El órdago le salió a pedir de boca, y el gobierno español, que bastantes problemas tenía en casa para buscarse otros fuera de ella, entregó al moro aquellas arenas (y aquellas pesquerías y aquellos fosfatos) sin tener en cuenta la opinión de sus pobladores, a los que, hasta ayer mismo, titulaba ciudadanos españoles. Una chapuza más.

En octubre, la salud de Franco empeoró bruscamente, y el dictador tuvo que ser ingresado en un centro hospitalario, mientras Don Juan Carlos se hacía cargo, otra vez interinamente, de la jefatura del Estado. Por imposición de la familia, el equipo médico habitual mantuvo vivo al enfermo durante semanas, prolongando dramáticamente su agonía. Murió, por fin, el 20 de noviembre de 1975 y lo enterraron en su pirámide del Valle de los Caídos, entre grandes manifestaciones de duelo. No todo el mundo lo lloró. El champán, el cava y, en general, todo espumoso de taponazo, se agotaron en las tiendas y supermercados. Dos días después proclamaron rey de España al hombre que Franco había designado para sucederle. Después de una larga, comprometida y tortuosa espera, comenzaba, por fin, el largo reinado de Juan Carlos I el Breve.

CAPÍTULO 99
La transición

Después de Franco, ¿qué?

Después de la larga noche de la dictadura, España amaneció al claro sol de la monarquía constitucional. «¡Pero si en España no había monárquicos...!», objetará, quizá, algún escéptico.

Es que el escéptico se ha dejado traicionar por la memoria. Quizá recuerde que los chicos de izquierdas —Carrillo, Tierno Galván, Felipe González y todas sus crispadas cohortes- llevaban cuarenta años asegurando que proclamarían la república en cuanto Franco faltara, lo que parecía fácil en un país donde prácticamente no había monárquicos. Los menos radicales creían que, por lo menos, había que organizar un referéndum para que el pueblo decidiese qué forma de gobierno quería, si república o monarquía. Unos y otros pregonaban, con gran miopía política, que la monarquía es una institución arcaica incompatible con el verdadero espíritu democrático, puesto que presupone la existencia de una familia, la estirpe real, cuyos miembros, sin más mérito que el privilegio que les otorga su nacimiento, ocupan la máxima magistratura de la nación y viven como príncipes a costa de los presupuestos del Estado. Por lo tanto, exigían que, a la muerte de Franco, se constituyera un gobierno provisional, capaz de dirigir, sin manipulaciones, con luz y taquígrafos, el proceso constituyente democrático y de garantizar elecciones libres. No hubo tal, claro, sino un gobierno continuista, prolongación de los sucesivos gobiernos de Franco, cuya legitimidad manaba de la clara fuente del histórico golpe de Estado o alzamiento.

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